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viernes, 18 de diciembre de 2015

SOMOS SOLO AMIGXS...(CON DERECHOS)...


Solemos como sociedad, poner títulos a todo, al estudio, al empleo, a la comida y a las relaciones para identificar y asociar.

Hay títulos que todos conocemos, pero no todos los pronunciamos y muy pocos se atreven a vivir, o más bien, los viven pero no los nombran. Amistad para los amigos, sexo para los amantes, compromiso para el noviazgo y para una amistad con sexo pero sin compromiso: amigos con derechos.


Juan comenzó un nuevo trabajo, allí había varias niñas lindas y, al parecer, interesantes, pero entre esas no estaba Valentina, sino la hermana de esta. Juan pasó de una relación laboral a una de amistad con la hermana de Valentina. Sin embargo, llegó una noche, una noche de fiesta, esas fiestas que suelen hacer los compañeros de trabajo para ‘socializar’ (de esas donde el jefe se le declara a la secretaria o viceversa) y a la que un recién llegado jamás se puede negar. Allí, por fin, habla con Valentina…


Valentina y Juan empezaron una nueva relación al tener en común más cosas que el trabajo: la música, esa que une mundos, unió sus vidas, en medio de Gondwana, Alerta y el infaltable Bob Marley. Sus mismos gustos cinéfilos les permitían pasar toda una tarde juntos; esas tardes tan normales, excepto por una, una que incluyó un beso –ese que ambos estaban esperando, pero ninguno se atrevía a dar o pedir- pero todo se congeló ahí…Ahí perfectamente se complementaban Juan y Valentina.

Los encuentros siguieron, porque no los unía un trabajo, los unían sus gustos, su afinidad, sus deseos. Llegó, ese momento, ese donde él se declara, tal cual como en una película rosa y así hubiera podido comenzar la historia de un noviazgo común y corriente, si su pasado no hubiera estado marcado.



Marcado no estaba el silencio que necesitaba Juan, aunque para Valentina eran gritos, el pasado de Juan, ese pasado de hace tan poco, en donde tuvo una relación sentimental con la hermana de ella; con dignidad -esa cualidad que las mujeres tenemos a flor de piel- decide no meterse formalmente con el ex de su hermana, y así como el reggae: ‘relajao’ accedió a llevar una relación sin nombre, una relación no formal, una relación de “amigos con derechos”...



Derechos sexuales, Juan y Valentina disfrutaban de las salidas y pláticas como amigos, pero también disfrutaban de un buen sexo, uno al que Juan define con un “¡Huy, mejor dicho…!” (Se pierde su mirada y seguro se va a un recuerdo, o a otro…), y empieza a tararear Seal it whit a kiss. Se utilizaban sexualmente cada cuanto el uno o el otro, lo pedían, pero no había remordimientos, porque sus encuentros no solo incluían sexo, sino un compartir de sus vidas, de su intimidad....



Intimidad que no estaba definida solo por el sexo, sino porque compartían lo más íntimo de su ser, se compartían el uno al otro. Intimidad que se reflejaba en el refugio que encontró Valentina muchas veces en Juan: era él con quien podía hablar de lo que no podía hablar con nadie, era él quien recibía sus llamadas sorpresas, era él quien siempre la acompañaba a cine o esas tediosas compras, era él quien aguantaba su bipolaridad que afloraba cada 28 días, era él a quien le entregaba su cuerpo; cuerpo que esporádicamente se entregaba a la pasión. No necesitaban de posiciones, juegos, maneras especiales, cada experiencia sin planearla llevaba algo nuevo, algo que lo hacía inolvidable. Se rompía el esquema del reggae, con un susurro al oído “When we play pretened body is on fire” podía comenzar todo, esa entrega, ese desfogue, esos momentos suaves y salvajes, esos que solo les pertenecen a ellos y a su pasado.

Cada uno empezó a tener una relación formal y así como comenzó, terminó ‘relajao’, y hoy, en el futuro de su pasado, Juan ve que fue lo mejor. Aún sigue su amistad con ella, pero es solo eso: amistad, amistad sin derechos, sin derechos a sexo, sin derechos a besos, sin derechos a roce, porque ahora en sus ojos, en su corazón, él puede verla como una hermana.

¿Acaso después de vivir una relación que llega hasta la intimidad sexual, se puede llegar a tener una relación de amistad tan fraternal?


La libertad, esa que reina en siglo XXI, o mejor, esa por la que luchamos, la buscamos a cualquier precio, incluyendo en las relaciones. Venimos de un pasado con matrimonios de esos que ya no se ven, esos de “hasta que la muerte los separe”, seguido de matrimonios con divorcios y más divorcios, por compromisos mal hechos y el afán.



Quizá por el miedo a seguir esta tradición, se derriban argumentos “chapados a la antigua” y se han abierto relaciones sin compromiso como si fuera sinónimo de “sin heridas o daños”. Queremos amar sin entregar el corazón, queremos satisfacción sexual, sin responsabilidad, queremos entrega de otros pero con nuestra libertad, queremos disfrutar del momento sin pensar en un futuro.

Historias que se toman de ejemplo para definir lo que es una relación, pero estas lo definen en palabras, al final el nombre, el título, es lo que menos importa, la definición real, es la vivencial. ¿Qué fue esa relación? ¿Fue amistad? ¿Fue sexo? ¿Fue deseo? ¿Alteración de los sentidos y de los parámetros? ¿Todo en uno?



republicado de bakánika

lunes, 5 de octubre de 2015

MALTRÁTAME SUAVEMENTE: LA VIOLENCIA COMO ARMA DE SEDUCCIÓN...

Desde las películas de Disney, pasando por las comedias románticas de Hollywood y los dramas españoles hasta los filmes de acción asiáticos, en muchas de las historias de amor que nos muestra la gran pantalla hay un elemento recurrente que es común a ellas: el uso de la violencia –física, psicológica o verbal-por parte de los personajes masculinos hacia las protagonistas femeninas, quienes a pesar del maltrato -o precisamente debido a este- caen rendidas a los pies de sus victimarios. ¿Es que acaso en el cine la violencia es un arma de seducción? ¿Los golpes, los gritos y las amenazas son sexys?

“Es posible e incluso necesario que al mismo tiempo que disfrutamos de los videojuegos podamos también ser críticos con respecto a sus aspectos más problemáticos o dañinos”.

(Anita Sarkeesian)

Desde que soy feminista -hace apenas 4 años atrás- son cada vez más las situaciones en las que se me viene a la mente esta frase de Anita Sarkeesian, una amante de los videojuegos que analiza los estereotipos sexistas que existen en estos productos de entretenimiento. Y es que ponerte las gafas violetas -es decir, adherirte al feminismo- te da una nueva perspectiva en la que la violencia de género o la representación sexista de las mujeres es algo que no puedes pasar por alto ni siquiera cuando estás viendo las películas que más te gustan.

Eso es lo que me pasó hace unos días atrás cuando volví a ver Oldboy, un fascinante drama surcoreano que narra la historia de un hombre en busca de venganza. El protagonista, en medio de su aventura, encuentra a una chica y tras intentar abusarla sexualmente, para luego atarla contra su voluntad y al final encerrarla en una habitación, termina descubriendo que la ama y que -lo que es más sorprendente- es correspondido por ella.

Aunque volví a disfrutar de esta extraordinaria película, este detalle -el de una relación amorosa en la que la violencia contra la mujer es uno de los ingredientes principales- siguió dándome vueltas en la cabeza durante varios días y, poco a poco, fui recordando, uno a uno, varios títulos de películas contemporáneas en las que la violencia masculina parece ser una peligrosa arma de seducción.



Síndrome de amor

Cuando “la víctima de un secuestro, violación o retenida contra su voluntad, desarrolla una relación de complicidad y de un fuerte vínculo afectivo con quien la ha secuestrado” se produce una reacción psicológica conocida como el síndrome de Estocolmo, el cual hoy en día también es empleado para explicar el comportamiento de las mujeres que sufren maltratos por parte de sus parejas y los motivos por los cuales les resulta difícil romper el vínculo con sus agresores.

Como bien sabemos todas, la violencia contra la mujer es un mal que afecta a millones de nosotras en el mundo entero, a tal punto que es considerada un problema de salud que se reproduce como una epidemia en cada rincón del planeta: prueba de ello es que una de cada tres mujeres es víctima de agresiones físicas o sexuales por parte de su pareja.

Hace unos años atrás, escribí un post sobre La Bella y la Bestia en el cual describía cómo las agresiones verbales, físicas y psicológicas que la joven prisionera sufría en el castillo de su captor se justificaban detrás de la moraleja que el popular filme de Disney defendía: el de que la belleza está en el interior, a pesar de que la violencia de la Bestia era explícita: su agresividad era externa y tan temible como su apariencia física.

En ese entonces ya tenía la sospecha de que el “enamoramiento” de Bella estaba más relacionado con los efectos de su reclusión: ella era presa del síndrome de Estocolmo. Ahora estoy segura de que, desde una perspectiva feminista, esa es una interpretación certera, pero lamentablemente Bella no es la única, hay otros personajes femeninos de carne y hueso que también han cambiado la palabracaptor (o agresor) por la palabra amor.



Secuéstrame si puedes

Era finales de 1989 cuando Pedro Almodóvar, quien estaba a punto de estrenar su más reciente película Átame, declaró a la prensa que “Átame equivale a te quiero, con todo lo que ello conlleva, toda esa parte de las relaciones que no estamos dispuestos a aceptar pero que aceptamos porque no queremos ni podemos vivir sin amor”.

De esa manera el cineasta español resumía en buenas cuentas la historia de amor de su último filme en el cual una actriz porno llamada Marina era secuestrada por Ricky, un psicópata que -convencido de que la ama y que ella debería corresponder a sus sentimientos- la mantiene en cautiverio fuertemente atada a una cama.

Durante su secuestro, ella es primero golpeada hasta quedar inconsciente y luego maltratada psicológicamente de una y mil maneras y aunque llega a tener una oportunidad para escapar, prefiere quedarse al lado de su captor. Tal como el título lo dice, al final es la propia víctima quien exige ser atada para evitar así que sus ansias de libertad sean más fuertes y termine huyendo de su secuestrador.



Buffalo 66 también nos presenta una historia de amor nacida a partir de un secuestro: Layla es una estudiante de danza que es raptada por Billy, un hombre que acaba de salir de prisión. El único objetivo del flamante ex convicto es que su víctima se haga pasar por su novia para impresionar a sus padres.

La dinámica de esta pareja protagónica es diferente: además de la escena del secuestro en sí, Billy no hace uso de fuerza física para amedrentar a su prisionera, pero no porque no desee agredir a Layla sino porque esta, para sorpresa de todas, no opone resistencia alguna. Y no sólo eso, sino que a pesar del continuo maltrato verbal al que él la somete a lo largo de la cinta, ella termina siendo la única persona que realmente se interesa por conocer y comprender a Billy.


En comparación con las dos películas mencionadas, en Oldboy -filme cuyo argumento ya comenté al inicio de este post- la relación entre los protagonistas no se inicia con un secuestro sino más bien con una agresión sexual. Dae-Su se desmaya en un restaurante y Mido, la joven chef del lugar, lo lleva a su departamento y lo cuida hasta que él despierta.

Es entonces que, aprovechando la primera oportunidad que tiene, Dae-Su besa a la fuerza a Mido mientras levanta su falda. Si bien, Mido se defiende y logra detener a su agresor, a este intento fallido de violación, le suceden, como ya mencioné, el que ella sea atada y por último encerrada en una habitación por él. Pero nada de esto parece importarle a Mido, quien no duda en declarar su amor a Dae-Su.


“Sólo quiero que sepas que creo que eres el chico más dulce del mundo”.

Golpéame, mi amor

Quizás no sea casualidad que en 2 de las 3 películas que he elegido para mostrar este tipo de relaciones sentimentales marcadas por la violencia, las protagonistas sean mujeres secuestradas víctimas del “amor” que luego sienten por sus captores. Y es que para mí ese amor es en realidad una manifestación del síndrome de Estocolmo. Lo curioso es que en estos filmes en ningún momento se da a entender o se especifica que los personajes femeninos sufran algún trastorno psicológico.

Ellas son vistas más bien como la compañía perfecta para sus victimarios, ya que representan la esperanza que ellos necesitan para comenzar de nuevo o para seguir adelante. De esta manera se perpetúa la idea de que los cuidados y la actitud comprensiva de estas mujeres los harán cambiar porque amor es todo lo que ellos necesitan, aunque en este caso lo que en realidad les hace falta a Ricky, a Billy y a Dae-Su es ir a la cárcel por los delitos que cometen contra Marina, Layla y Mido, respectivamente.

En estos filmes -y en muchos otros como El guardaespaldas (1992) El cazarrecompensas (2010)- la violencia masculina no es cuestionada, ni siquiera es mencionada de manera explícita: ninguno de los personajes femeninos hace referencia a los maltratos sufridos, estos parecen ser aceptados de antemano como algo propio del carácter de sus compañeros o como parte de la singular relación que han establecido con ellos. La violencia masculina ha sido normalizada a tal grado que las agresiones cometidas por los hombres no son vistas como algo más que un elemento que le añade intensidad a la dinámica del enamoramiento o de la seducción.

Si bien Átame, Buffalo 66 y Oldboy son algunas de mis películas favoritas, el disfrutar de ellas no significa que no pueda notar su aspecto problemático o dañino como el que he mencionado líneas arriba, el cual por cierto me recuerda un dicho popular limeño: “Más te pego, más te quiero”. Esta frase se emplea para hacer referencia a la dinámica de las parejas de la región andina, el llamado “amor serrano” -procedente de la región de la sierra peruana-, el cual en el imaginario colectivo se supone que está caracterizado por la violencia contra la mujer. Cierta o no, esta frase parece resumir muy bien la relación amorosa en una buena cantidad de películas del cine contemporáneo proveniente de diferentes partes del mundo.

Texto extraído de: soyunachicamala

domingo, 4 de octubre de 2015

MENOS GUERRAS ROMÁNTICAS Y MÁS AMOR, POR FAVOR, por Coral Herrera

Nuestra cultura mitifica la violencia pasional y el odio. Las víctimas del amor, tanto hombres como mujeres, justifican cualquier maldad con la excusa de la enajenación romántica, y reivindican el derecho a vengarse por el “tremendo” dolor que le ha causado la otra persona. Tenemos que desmontar la asociación entre sufrimiento y amor, acabar con la cultura del aguante femenino, poner de moda la cultura del buen trato y construir colectivamente una ética del amor que nos permita aprender a querernos bien.

Coral Herrera

Ilustración de Señora Milton publicada originalmente en ‘Lata de zinc’

Vivimos en un mundo en guerra permanente: guerras entre naciones, guerras domésticas, guerras sociales, guerras sentimentales. Guerras en la casa, en el trabajo, en la cama, en nuestra cabeza… La mayor parte de ellas las sostenemos a diario con seres queridos o cercanos: con vecinxs, compañerxs de trabajo, o con la familia (por ejemplo, cuando llegan las herencias). Con nuestrxs hijxs adolescentes en edad de rebeldía, con tu abuelo que no se quiere tomar la medicina, con tu suegra o tu nuera, con la gente del trabajo o del sindicato, con nuestras madres, con nuestras parejas, con lxs funcionarixs de la administración, con la policía, con lxs empleadxs de la compañía telefónica, con la vecina del quinto piso…

Las peores guerras son las románticas: en el romanticismo patriarcal construimos el amor en base al egoísmo y el interés propio, las luchas de poder, y la asociación de amor y sufrimiento. Nuestra cultura mitifica la violencia pasional y justifica el odio romántico, una constante que aparece en muchos relatos como una prueba de amor. Prueba de ello es la famosa película ‘La Guerra de los Rose’, cuyos mensajes principales son: “lxs que más se pelean, más se desean”, “quien bien te quiere, te hará llorar”, y “del amor al odio hay un paso” (y por tanto no tiene nada de extraño estar un día en un extremo, y al día siguiente en el otro).

En el cine y las telenovelas, en general, las parejas y exparejas se tratan fatal (con gritos, bofetones, lanzamiento de objetos, acusaciones, amenazas, reproches, insultos, humillaciones variadas, comentarios despreciativos, chantajes, acusaciones fundadas e infundadas…), pero la mayor parte de sus peleas a muerte acaban en reconciliaciones gozosas con orgasmos gloriosos.

Las parejas de cine, pero también las parejas reales, se estancan en círculos viciosos, en esquemas repetidos, en pescadillas que se muerden la cola. El eje narrativo conflicto-resolución funciona de maravilla para construir una historia de amor con final feliz. Las guerras románticas venden porque nos encantan las pasiones ajenas, y las historias de esa gente que no trabaja y pasa la vida en continua destrucción y reconstrucción, acumulando victorias y derrotas, gozos celestiales y llantos desgarrados, sufriendo horrores y rozando el paraíso, peleándose y reconciliándose, puteando y perdonando, amando y odiando, haciendo sufrir al otro y consolándole, y viceversa.

Nuestro amor romántico es una mezcla potente de sufrimiento masoquista, sadismo gozoso, luchas de poder, promesas de abundancia y felicidad, éxtasis de vida y de muerte. Nos acerca al misterio de la vida, nos relacionamos con el amor como la llave para alcanzar la eternidad, la perfección, lo absoluto. Anhelamos que el amor nos haga felices pero también hemos interiorizado que para amar de verdad hay que sufrir mucho. Por eso en lugar de horrorizarnos, nos conmueve ver a la gente que sufre por amor, que enloquece, que destroza su vida o las vidas ajenas. Y nos solidarizamos a pesar de que, cuanto mayor es el dolor de la persona que sufre por amor, mayor es la destrucción y la violencia que ejerce sobre su entorno, supongo que porque no nos paramos a pensar en la dimensión política, económica y social de estos romanticismos violentos que asolan nuestras relaciones humanas.

Nuestro mundo es violento y las relaciones que construimos son jerárquicas, por eso nos pasamos la vida tratando de dominar, o bien tratando de que no nos pisoteen demasiado. Asimismo, hay gente que prefiere el lado sumiso para lograr lo que necesita: en cualquier caso, invertimos demasiado tiempo y energía en diseñar estrategias para estas luchas de amor. A lo largo de nuestra vida, hemos de hacer frente a numerosos conflictos, traiciones y venganzas, malentendidos, rupturas, distanciamientos, o luchas de dominación que recorren nuestra vida entera, desde la cuna hasta la tumba.

La historia de nuestras vidas está llena de batallas internas y externas en las que guerreamos con armas de destrucción masiva, a falta de herramientas. No nos enseñan a construir nuestras propias herramientas para manejar emociones desbordantes, para comunicarnos asertivamente, para resolver conflictos sin violencia o llantos, o para separarnos con la misma generosidad y cariño con el que nos unimos.

No nos educan en una cultura de paz y respeto, cooperación y solidaridad, ni a crear redes de ayuda mutua, por eso nos pasamos la vida queriendo ganar siempre y metidos en guerras absurdas. Cuando estamos enfadadxs nos sentimos libres para expresar nuestro enojo con violencia, y para portarnos mal con la otra persona si ya no la queremos o si ya no desea estar a nuestro lado, porque es lo que vemos en las películas: escenas de alta intensidad emocional y mucha violencia.

Nos han educado, en este mundo individualista, para que defendamos nuestros intereses personales y los antepongamos a los de los demás. El resultado es que somos egoístas y egocéntricxs, nos cuesta hacer autocrítica, nos cuesta ponernos en la piel de la otra persona, nos faltan toneladas de empatía y solidaridad. Vivimos centrados en nuestros proyectos, nuestros deseos, nuestras necesidades, y nos gusta más recibir que dar. Quizás por eso le pedimos tantas cosas al amor (que nos salve de la soledad, que nos haga sentir bien, que nos ayude, que nos colme, que nos transforme, que nos solucione y nos resuelva, que nos de placer, que dure para siempre, que nos ayude a escapar de la realidad y nos lleve al paraíso, que nos dé estabilidad y seguridad, que nos haga felices…)

Vivimos en una cultura muy competitiva en la que todos deseamos vencer, ganar, destacar sobre los demás, como hacen los héroes de las películas. Sin reparar en los medios que utilizamos para lograr nuestros fines, soñamos con derrotar a nuestros rivales, conquistar a la persona amada, impresionar a la gente cercana y lejana, triunfar en la vida… así que sufrimos mucho por miedo al fracaso. También sufrimos por envidia y complejos de inferioridad que nos impiden relacionarnos con amor con los demás.

No sabemos, tampoco, cómo relacionarnos igualitaria y horizontalmente con la gente, porque nos han enseñado a someternos a la autoridad, a ser la autoridad, o a pelear para determinar quién de las dos personas tiene el poder. A veces renunciamos a la batalla y le otorgamos nuestro poder a la otra persona para que nos domine: hay gente que se siente más poderosa siendo sumisa. Nos gusta estar arriba o abajo, sentirnos pequeñitos o enormes, endiosar a la otra persona o dejar que nos endiosen: el caso es que no sabemos querernos tal y como somos, ni sabemos relacionarnos en el mismo nivel.

Nos cuesta aceptar realidades que no nos gustan…. Nos gusta llevar la razón, nos gusta tener el control, nos cuesta ceder, nos cuesta dialogar y llegar a acuerdos… Nos hacen daño, hacemos daño, y nos cuesta perdonar (nos)…Quererse no es fácil, y aunque nos queramos mucho, no sabemos querernos bien… El paso de los años va acumulando en nosotros muchos rencores, frustración, reproches eternos, malos recuerdos, cicatrices abiertas, remordimientos y pecados inconfesables, escenas desgarradoras, errores imperdonables, deseos de venganza, palabras que no hemos pronunciado y nos queman por dentro, palabras hirientes que se nos han clavado en el corazón…. Por eso las relaciones románticas son tan complejas y conflictivas, y por eso se acaba el amor.

Las guerras románticas están basadas, en su mayoría, en el deseo de sentirnos amados y amadas de un modo absoluto, y en el deseo de venganza cuando no somos amadas como querríamos. La mayor parte de las batallas románticas surgen por nuestro afán de dominar, domesticar, y coartar la libertad de la otra persona (para que nos ame en exclusividad, o para que no se marche de nuestro lado).

Según las reglas del amor patriarcal, cuando amas a alguien lo posees, y perteneces a alguien cuando te aman, por eso nos cuesta compartir o renunciar a personas que consideramos de nuestra propiedad privada. Empezamos y consolidamos el amor con promesas (te amaré hasta que la muerte nos separe, te seré fiel eternamente), sin embargo la vida da muchas vueltas, y puede ocurrir de todo: que se nos acabe el amor, o se le acabe al otro, o no se acabe el amor pero aparezca más gente a la que amar.

Y nadie tiene la culpa: el amor viene y va, se construye y se destruye, y no podemos mendigarlo ni exigirlo. O se da, o no se da. Fluye, o no fluye…
Y sin embargo, en nuestras guerras románticas, dejar de amar a alguien es la máxima traición (aunque es peor todavía si a la vez empiezas a querer a otra persona).


Nos cuesta mucho aceptar que hemos dejado de amar o que ya no nos aman. A veces optamos por sumirnos en la tristeza profunda, y otras nos declaramos la guerra: el divorcio es la Gran Guerra del amor, la peor y más cruenta de las guerras románticas.

En otras culturas la gente se junta y se separa con más ligereza y alegría: en nuestra cultura romántica patriarcal, en cambio, vivimos el divorcio una catástrofe. Es un drama que suele contener mucha violencia, y esta violencia afecta no sólo a los miembros de la pareja que se separa, sino a todos sus seres queridos.

Como en todas las guerras estúpidas, en el proceso de (des)amor hay “buenos” y “malos” (dícese de aquellos que prometieron amarte para toda la vida y te dejan de querer). Los malos son los culpables del fin del amor, los buenos son los inocentes a los que les rompen el corazón y sufren lo indecible. Los buenos son las víctimas del romanticismo, los malos tendrán que asumir el odio eterno de los buenos y a veces también, de su entorno.


Si eres de las personas que rompes el feliz transcurso del amor, si te desenamoras o te enamoras de otra, tendrás que asumir tu lugar en el bando de los “malos” y de las “malas”. Especialmente si eres mujer y tomas la decisión de separarte, tendrás que aguantar que los demás te vean como una persona cruel y sin sentimientos, como una “abandonadora”, como una perturbada inestable o una ninfómana.

La mujer que se divorcia y se libera es, para la tradición patriarcal, una mala persona que destruye corazones, rompe pactos eternos y desestructura la familia. Si en lugar de irte con otro hombre te vas con otra mujer, el escándalo será mayor: serás vista por la gente patriarcal como un monstruo, una aberración, una desviada, una perdida, o una loca.

Tendrás que luchar también contra la culpa, que es el gran talón de Aquiles de las mujeres: nos enseñan desde pequeñas a sentirnos culpables y responsables por todo. Por eso nos cuesta tanto pensar en nosotras mismas, tomar decisiones, y anteponer nuestras necesidades a las de los demás. Cuando lo hacemos, pagamos un precio muy alto.

Las víctimas del amor, tanto hombres como mujeres, pueden ser sumamente sádicas y tiranas si han decidido declarar la guerra, porque justifican cualquier maldad con la excusa de la enajenación romántica, y reivindican el derecho a vengarse por el “tremendo” dolor que le ha causado la otra persona. Tienen licencia para odiar y portarse todo lo mal que quieran: pueden chantajear, aislar social y afectivamente a la otra persona, utilizar a sus hijos e hijas en la batalla, hacerle cargar con deudas altísimas para toda su vida….

Invertimos mucho tiempo en construir y sostener estas guerras sentimentales, pese a que no nos hacen felices, ni nos reportan beneficios directos, ni logran hacer resurgir la pasión de los inicios. Estas guerras nos chupan la energía, y sacan lo peor de nosotros y de nosotras mismas: hay gente que se entrega en cuerpo y alma al odio, pese a que es un sentimiento negativo que nos hace daño y hace daño a los demás.

Esa persona encantadora, generosa, y amable que conociste al empezar la relación puede convertirse, de la noche a la mañana, en un monstruo dañino, asustado, dolido, celoso, inseguro, cruel… que cuanto más miedoso, más malvado es. Cuanto más vulnerable, más mezquino es: basta sentarse a ver una telenovela para comprobar cómo la gente, al dejarse arrastrar por las bajas pasiones, se convierte en seres tóxicos, rencorosos y violentos. Las protagonistas de las telenovelas latinas se pasan todo el tiempo arregladas, en casa, en tacones, maquinando contra otras mujeres, o montando escenas de pasión agresiva a su amado.

En las películas de amor, las protagonistas de las historias de amor son generalmente unas sufridoras (sádicas o masoquistas), así que no tenemos muchos modelos de mujeres prácticas y sensatas que huyen de los problemas. Ni de mujeres empoderadas que no renuncian a su libertad ni entienden el amor como un sacrificio, ni de mujeres que disfrutan del amor sin fantasmas ni obstáculos de por medio.

Tendremos que inventar sobre la marcha otros cuentos, entonces, con otros personajes, otras tramas, y otras maneras de resolver los conflictos y manejar las emociones. Para acabar con las guerras románticas, tenemos que desmitificar la violencia pasional, y desmontar la asociación entre sufrimiento y amor. Podríamos acabar con la cultura del aguante femenino, poner de moda la cultura del buen trato y construir colectivamente una ética del amor que nos permita aprender a querernos bien. Con esta ética del amor podríamos disfrutar más de nuestras relaciones sexuales, afectivas y sentimentales, ensanchar el concepto colectivo de amor, construir otros romanticismos más diversos e igualitarios.


Necesitamos, entonces, darnos una tregua indefinida parar las batallas internas y externas que sostenemos a diario, para imaginar otras maneras de querernos que nos den energía en lugar de quitárnosla, para firmar tratados de paz con nosotras mismas y con las demás que nos pongan de buen humor y nos den energías para compartirlas con la gente querida. Necesitamos explorar otras posibilidades de relacionarnos con el mundo y con la gente, eliminar las fobias sociales, tejer redes de solidaridad, ayuda mutua y amor colectivo. Necesitamos menos guerras románticas, en definitiva, y más amor del bueno

Texto extraído de: Haikita. blogspot