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martes, 10 de diciembre de 2013

CONCHA MONRÁS....MUJER LIBRE Y COMPROMETIDA





"[Recibo esta nota de la Fundación Katia y Ramón Acín: Concha Monrás Casas, “Conchita”, fue una mujer culta, deportista, con excelentes dotes para el piano, esperantista y madre que compartía los planteamientos de su esposo Ramón Acín hasta sus últimas consecuencias. 
Conchita fue y es un ejemplo de mujer libre y comprometida. Todo lo anterior le costó la vida siendo fusilada el 23 de agosto de 1936, poco más de dos semanas después de que Ramón hubiera sufrido la misma suerte.

Lola Campos, periodista y escritora, le dedicó un artículo (2 de agosto de 1999) dentro de una serie sobre mujeres aragonesas publicada enHeraldo de Aragón y que fraguó en un libro (Mujeres aragonesas, Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2001) que reúne a treinta personalidades excepcionales por muy distintos motivos. 




Os ofrecemos este hermoso texto.]

Aragonesas en la historia :Concha Monrás Casas

Barcelona, 1898 - Huesca, 1936


El anarquismo consorte

Por Lola CAMPOS

En los primeros años del siglo XX llegaba a Huesca, procedente de Cataluña, un nuevo profesor, Joaquín Monrás Casanovas, que se establecía con su esposa, María Casas y sus tres hijos. Estaban criando a María Pilar, Conchita y Joaquín, que crecían en medio de comodidades aunque en una España inquietante.

La hija intermedia se casaría años después con Ramón Acín, un artista anarquista con el que vivió momentos apasionantes durante trece años. Ambos fueron fusilados en 1936, dejando un legado artístico importante y una leyenda que sigue en pie.

Huesca fue el principal escenario de las dichas y sinsabores de Concepción Monrás Casas, nacida en Barcelona un 8 de diciembre de 1898. Los primeros pasos de Conchita por Cataluña han sido borrados por el paso del tiempo. Queda su huella en una Huesca de apenas quince mil habitantes, conservadora y desigual, que contemplaba con respeto las evoluciones de una familia acomodada cuyas hijas estudiaban en el colegio de Santa Rosa y el hijo en el Instituto. La madre moriría pocos años después, de modo que los niños vivieron con la abuela y el padre, quien contrajo años después nuevo matrimonio.

La primera hija acabaría cursando Farmacia en Barcelona y el único hijo montó, al concluir los estudios, negocios de exportación de vinos y casó con una hermana de Ramón J. Sender. Conchita era entonces, y lo serí
a después, algo diferente.

Una mujer enérgica e independiente, un espíritu libre que se adelantaba a su tiempo. Pero, al fin y al cabo, una buena hija que acabó sus estudios y sacó la carrera de piano. Si Conchita Monrás hubiera sido una mujer al uso habría matrimoniado con un hombre corriente que le reportara una vida cómoda y sin sobresaltos. Pero no era el caso.

Conchita y Ramón Acín, que trabajaba como profesor de Dibujo en las Escuelas Normales, contrajeron matrimonio el 6 de enero de 1923 en la iglesia de Santo Domingo. Dejaba él una vida de ajetreo entre Huesca y Madrid, donde había entablado relación con la intelectualidad progresista, entre quienes se encontraban García Lorca, Luis Buñuel y otros miembros de la Residencia de Estudiantes. La joven pareja se llevaba diez años de diferencia pero entre ellos había compañerismo, complicidad y un común concepto de la vida.

Habían tenido un noviazgo apasionado en el que Ramón Acín puso a prueba sus dotes de escritor, otra habilidad que le reportó tantos éxitos como problemas. Conchita era una mujer esbelta, de porte fino, una morena resultona a quien su novio, citando a Maupassant, escribió que sería esfinge de belleza, estrella del amanecer, vaso espiritual, puerta del cielo o rosa mística. Y algunas cosas más que resultarán certeras, “serás siempre el consuelo de mi aflicción y la causa de mi alegría”. Esto quedaba escrito antes de la boda ya que después vendría la vida cotidiana. Que resultó poco cotidiana.


El joven matrimonio se instaló en la casa del marido, en un piso del antiguo palacete de los Ena, situado en la calle de las Cortes, subiendo a la catedral. Vivían de alquiler compartiendo vecindad con otros miembros de la familia. Fueron trece años de vida frenética, de esperanzas y riesgos. En ese mismo año nacería Katia, la primera hija de Ramón y Conchita. Dos años después vendría al mundo Sol, la segunda y última descendiente de la pareja. Formaban una familia feliz, preocupada porque el nivel del que ellos disfrutaban no alcanzara al resto de la poblacion.

En aquella casa de amplias escaleras, con suelos de ladrillo rojizo y fogones de carbón en la cocina, se respiraba anarquismo. Un espíritu de libertad que no impedía ser social con los vecinos, cordial con los adversarios, combativos con el pensamiento y firmes en la acción. Las niñas no iban a colegios de la ciudad porque tenían profesores en casa. Era una libertad vigilada, de modo que no leían un libro o no veían una película que antes no hubieran sido supervisados. Los padres odiaban la violencia y no deseaban que las niñas se recrearan en ella. Conchita jugaba con sus hijas a dibujar y leer Platero de Juan Ramón Jiménez o a recorrer el mundo con libros de viajes. Mientras les hacía sus rubias coletas investigaba sobre sus conocimientos en Geografía.

En la casa de Concha Monrás las jaulas sólo contenían pajaritas de papel. A fin de cuentas se creía en un mundo sin ataduras ni crueldades. Ramón Acín llevaba su ideario anarquista a las cosas más domésticas y su mujer, lejos de disuadirle, le acompañaba entusiasmada en esta lucha a favor de un mundo más justo. La sensatez de ella impedía que, pese a la generosidad de él con todo y con todos, la familia se quedara sin sustento. Concha vivía bien, tenía la ayuda de alguna criada pero debía poner prudencia al idealismo del marido.


Ya en la década de los años treinta el matrimonio tuvo que enfrentarse a un montón de acontecimientos en los que se vio envuelta toda la sociedad española. Concha seguía siendo el sustento de la casa, ayudaba a planificar los veraneos en el Pirineo,un año en Saqués, otro en Aínsa o el siguiente en Cataluña. Las niñas continuaban sus estudios en casa o sus juegos en el hortal próximo, donde se reunían con toda la chiquillería del barrio. Katia y Sol eran dos chicas felices, perfectamente ataviadas y su madre una mujer dispuesta a vivir con el reloj adelantado. Así se apuntaba a jugar al tenis en las improvisadas pistas del Velódromo cuando pocas mujeres se atrevían a ello. O acompañaba al marido en sus viajes a Barcelona o Madrid.

Conchita Monrás y su marido eran, por lo tanto, un matrimonio poco convencional. A Ramón le consentían en casa que prolongara sus jornadas laborales con las obligaciones políticas. Se reconocía la labor que el artista hacía con los obreros de la ciudad, a los que daba clases gratuitas de dibujo en el Círculo Oscense. Otros no entendían sus meriendas de fin de semana con los trabajadores en un intento de cambiar el mundo desde abajo. Concha no era una mujer temerosa y por lo tanto entendía que su marido escribiera artículos incendiarios en los periódicos o que fuera como delegado de la CNT a congresos y mítines. Los sueños requieren sacrificios.

La familia Acín-Monrás digería todo con naturalidad. El padre le había prometido un día a Buñuel que si le tocaba el gordo de la lotería le produciría la película Tierra sin pan. Cuando en 1931 la suerte le sonrió con un premio de buen nivel todos entendieron que Ramón cumpliera su palabra, de modo que Conchita y sus hijas también disfrutaron de los preparativos del rodaje en Madrid antes de partir a Las Hurdes, o del coche descapotable amarillo que se compró para la película.

Conchita, en este mundo en creciente agitación, era el complemento de su marido. Donde no llegaba él llegaba ella, o al revés. Por las noches, en un rito que recuerda a la perfección Katia, la única superviviente de esta especial familia, la madre interpretaba obras musicales al piano hasta que las niñas caían rendidas a los sones de Mozart o Chopin. El aire cultural que respiraba la casa iba de lo clásico a lo moderno, dando paso, por ejemplo, a la radio. Aquel aparato con lámparas refulgentes deslumbró no sólo a la familia sino al vecindario, de forma que los niños del barrio se agrupaban en las escaleras para escuchar las voces que salían de esa caja mágica. En la casa las tertulias eran algo familiar para Conchita, como lo eran las piezas antiguas que su marido llevaba para crear un Museo de Antropología y a las que ella quitaba chinches y mugre. Entre tanto cultivaba el esperanto.

La militancia anarcosindicalista de Ramón Acín marcó, lógicamente, la rutina de la familia, sometida a tantos vaivenes como la vida política española. Cuando el artista daba con sus huesos en la cárcel a causa de algún artículo periodístico o reunión prohibida, Conchita procuraba que todo siguiera igual a la espera de su regreso.

Concha sufría por los avatares políticos del marido pero disfrutaba de estar casada con un buen escritor, con un magnífico ilustrador y con un escultor en auge. Sus exposiciones fuera de Huesca y su actividad social alimentaban esa satisfacción nunca completa ya que el futuro se adivinaba incierto. Así pudieron comprobarlo todos en 1930, el día que Fermín Galán, gran amigo de la familia, fracasó en su sublevación junto a García Hernández. Nadie se equivocó al temer entonces lo peor.

Ramón tuvo que huir hacia Francia dejando aquí a su familia. Y Conchita se quedó en Huesca esperando acontecimientos, procurando que las niñas no se angustiaran.

Muchas tardes cogía a una hija de cada mano y marchaba a las Mártires a poner flores sobre la tierra donde Galán había sido fusilado. Era su último tributo a este amigo, nada afortunado en amores, que envidiaba a su marido por tener una compañera como ella.

La llegada de la II República supuso otro inmenso alivio para Concha e hijas que a punto estuvieron de marchar a vivir a París, donde Ramón compartía vivencias con lo más granado del exilio español. Fue incluso uno de los momentos más gratificantes para todos. El mismo 14 de abril ella y las niñas tuvieron que salir al balcón de casa a saludar a los manifestantes que se arremolinaban en la calle gritando a favor del marido y padre ausente antes de tomar la Alcaldía. Ramón Acín era entonces un héroe. Al día siguiente Concha, Katia y Sol se reencontraron con él en la plaza mayor de Ayerbe, donde fue recibido por una multitud enfervorizada.

Los años siguientes no fueron cómodos para nadie y menos para Conchita y los suyos. Ramón viajó continuamente a Madrid, unas veces solo y otras acompañado por la familia, hospedándose siempre en el hotel Dardé. Las represiones del Gobierno republicano alcanzaron al esposo de Conchita, que de nuevo tuvo que disimular ante las hijas por las ausencias del padre. Ramón Acín entraba y salía de la cárcel, agitaba a las masas en el Olimpia, escribía artículos defendiendo un mundo más limpio y sin violencia y trabajaba en su taller.

Aquel verano de 1936 Conchita y familia permanecían en la casa de Huesca. El día 17 de julio a Ramón un conocido le dijo que algo raro se estaba preparando. En su casa nadie se alarmó lo suficiente pero tomaron precauciones, no salían y vigilaban los movimientos de los falangistas oscenses, que se habían presentado en varias ocasiones a buscarlo. El día 6 de agosto, a las cinco de la tarde, un grupo de ellos volvió a la casa con intenciones más ejecutivas. A sus once años de edad algo intuyó Sol, que los vio llegar desde una ventana. Y algo más profundo sintió Concha cuando empezó a ser presionada por los fascistas, que la golpearon hasta obligar a su marido a abandonar el escondite.

El matrimonio fue llevado a la cárcel. Por la noche Ramón sería fusilado en las tapias del cementerio, siendo una de las ciento treinta personas que cayeron ese día. Conchita estuvo presa hasta el día 23 de agosto, en una celda sin luz y sin colchón, acusada de haber insultado a la autoridad. Ese día fueron fusiladas ciento treinta y ocho personas, entre ellas la esposa de Ramón Acín y madre de Katia y Sol. Dejó un recado a una compañera de cárcel: Dales besos a mis hijas, si es que llegas a salir.


Muchos años después este encargo pudo ser transmitido a las hijas de Conchita, que tras aquella tragedia fueron obligadas a llamarse Ana María y María Sol. Pero ellas siempre han sido Katia y Sol y siempre han guardado la memoria fresca del ideario paterno y los restos con los que se encontraron tras el saqueo oficial. Un mural dedicado a Galán y García Hernández fue arrojado al Isuela y buena parte de las antigüedades coleccionadas por Ramón Acín y conservadas por Concha Monrás fueron robadas por los falangistas. La casa fue desmantelada y las niñas pasaron a vivir con unos tíos, junto a unas primas.

Vestidas de luto riguroso, incluidas las enaguas, a las hijas de Conchita el destino les obligó a pasar de una familia de izquierdas a una familia de derechas, les hizo ir a colegios e incorporarse a una sociedad diferente a la soñada. Del blanco al negro. Pero apoyadas por sus familiares salieron adelante. Conservaron buena parte de la obra artística del padre y algunos recuerdos de la madre. Eso sí, mantuvieron el espíritu de sus progenitores, el sentimiento de ser diferentes, y subsistieron con ese fondo de tristeza que invade a cuantos les ha sido pisoteada la vida. Katia, la hija superviviente de Conchita, lo recuerda todavía hoy en voz baja, esperando que un día la obra de su padre tenga un cobijo digno. Sería el final feliz a una historia desgraciada.



*Todas las fotos pertenecen al archivo de la Fundación Ramón y Katia Acín.
Artículo extraído de: antoncastro

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