En este sentido, se reclama la libertad de pensar, es decir, de poder, sin ningún obstáculo exterior, expresar de palabra o por escrito los pensamientos de la forma que se presenten ante el espíritu.
Los individualistas han rendido un merecido servicio a los que quieren conquistar la libre discusión de las cuestiones sexuales, extendiendo las nociones de libertad sexual y de amor libre, sin que por ello creyeran haber descubierto el amor libre: desde tiempos inmemoriales, el coito ha sido practicado extramoralmente y extralegalmente; hubo esposas que tuvieron amantes y maridos que tuvieron queridas.
Los individualistas no quieren codificar el amor en un sentido o en otro. Tratan la cuestión sexual como un capítulo de historia natural. Después de haber demostrado que el amor era tan analizable como cualquier otra facultad humana, reivindican para cada uno la absoluta facultad de adherirse a la tendencia amorosa que pueda responder mejor a su temperamento, favorecer su desarrollo y corresponder a sus aspiraciones.
Así, pues, los constituyentes de una pareja dada pueden permanecer unidos toda su vida a la costumbre monógama, como una puede practicar la unicidad y la otra la pluralidad. Puede suceder que, después de cierto tiempo, la unidad en amor aparezca preferible a la pluralidad, y viceversa. La existencia de experiencias amorosas simultáneas puede comprenderse tanto mejor cuanto que de experiencia a experiencia los grados de sensación morales, afectivas o voluptuosas, varían a veces hasta el punto en que puede deducirse que ninguna se parece a las que la precedieron o se siguen paralelamente. Son solamente cuestiones individuales, y nada más. Tal es el punto de vista individualista.
El amor libre comprende -y la libertad sexual implica- una serie de variedades adaptables a los diversos temperamentos amorosos o afectivos: constantes, volátiles, tiernos, apasionados, voluptuosos, etc. Y reviste una multitud de formas, variando desde la monogamia simple a la pluralidad simultánea: parejas pasajeras o duraderas; hogares de más de dos, poligínicos-poliándricos; uniones únicas o plurales, ignorando la cohabitación; afecciones centrales basadas sobre afinidades de orden más bien sentimental o intelectual, en torno de las cuales gravitan amistades, relaciones de un carácter más sensual, más voluptuoso, más caprichoso; no miran los grados de parentesco y admiten muy bien que un lazo sexual pueda unir también parientes muy cercanos; lo que importa es que cada cual encuentre en ello su parte; y, como la voluptuosidad y la ternura son aspectos de la alegría del vivir, que todos vivan con plenitud su vida sexual o sentimental, haciendo dichoso a otro en torno suyo. El individualista no desea otra cosa.
Hay gente que no acierta a comprender cómo un hombre llegado a edad madura pueda enamorarse de una joven. O, recíprocamente, que una joven pueda enamorarse de un hombre llegado al otoño de su vida. Es un prejuicio. Hay años en los que el otoño es tan bello que hace reflorecer los árboles. Así es también con ciertos seres humanos, que poseen un temperamento amoroso hasta la penúltima aurora de su existencia, la cual no cede a su primera juventud ni la espontaneidad ni la frescura. Un ser llegado a su otoño puede poseer dones naturales que engendren la seducción; por ejemplo, ser atrayente debido a un pasado aventurero y fuera de lo ordinario.
Los que han experimentado y sentido mucho en el dominio de la sensualidad sexual están, indudablemente, más calificados para iniciar a los jóvenes porque, generalmente, proceden con una delicadeza y una suavidad que ignora la fogosidad de la adolescencia.
Por otra parte, las necesidades sexuales son más imperiosas en ciertos períodos de la vida individual que en otros: existen estadios de la existencia personal durante los cuales la ternura y el arraigo son de un más alto valor que el de la pura satisfacción sensual. La observación de todos estos matices es la que constituye el amor libre aplicado, la práctica de la libertad sexual. Como todas las fases de la vida individualista, el amor libre, la libertad sexual, son una experiencia de la que cada uno extrae las conclusiones que mejor convienen a su propia emancipación.
No he llegado a las ideas que expongo sin haber reflexionado larga y profundamente. Ni la pareja ni la familia me parecen aptos, bien convencido estoy, para desarrollar la concepción anarquista de la vida. La familia es un Estado en pequeño hasta cuando los padres son anarquistas; con mucha más razón cuando no lo es más que uno de ellos, y cuando los chicos se ven sometidos a un contrato muy parecido al social, un contrato impuesto. No niego que la cuestión es ardua y delicada en exceso; pero admitidas las mejores condiciones, la convivencia constante en un mismo medio familiar crea en la criatura una disposición de hábito, una adquisición de costumbres, la práctica de una cierta rutina ética cuyos residuos conserva por mucho tiempo y que salen al paso de su formación autónoma. Bien raro es el medio familiar en que al niño no se lo haga doblegarse a la mentalidad media, o hacer como que se doblega, que es aún peor.
Lo mismo ocurre con la pareja que ignora “los amores laterales”, cuyos constituyentes terminan por compenetrarse en la manera de ver las cosas, de sentir, hasta en las manías de uno y otro. Aquí su individualidad desaparece, su personalidad se anonada, se quedan sin iniciativa propia.
Yo no niego -nadie ha habido que lo niegue- que la monogamia no convenga a ciertos -pongamos muchos- temperamentos. Mas basándome en el estudio profundo que de estas cuestiones tengo hecho, me reservo proclamar que la monogamia o la monoandria empobrecen la personalidad sentimental, estrechan el horizonte analítico y el campo de adquisición de la unidad humana.
Oigo decir que la monogamia es superior a otra forma cualquiera de unión sexual. Diferente, sí; superior, no. La historia nos muestra que los pueblos no monógamos en nada ceden, en cuanto a literatura o ciencia se refiere, a los monógamos. Los griegos eran disolutos, incestuosos, homosexuales, enaltecían la cortesana. Veamos la obra artística y filosófica que realizaron. Comparemos la producción arquitectónica y científica de los árabes polígamos con la ignorancia y la tosquedad de los cristianos monógamos de la misma época.
Además, no es cierto como se presume que la monogamia o la monoandria sean naturales. Son artificiales, por el contrario. En donde quiera que sea, si el arquismo no interviene (el arquismo, es decir, la ley y la policía) ni impone su severidad, hay impulso a la promiscuidad sexual. Representémonos las bacanales, saturnales, florales de la Antigüedad -fiestas carnavalescas medioevales, kermesses flamencas, clubs eróticos del siglo de los enciclopedistas-, verbenas contemporáneas. Reacciones que pueden o no gustarme, pero reacciones al fin.
Los sentimientos se hallan sujetos a enfermedades, al igual que todas las facultades o funciones, lesionadas o desgastadas. La indigestión es una enfermedad de la función nutritiva, llevada al exceso. El cansancio es el “surmenage” producido por el ejercicio. La tisis pulmonar es la enfermedad del pulmón lesionado. El sacrificio es la ampliación de la abnegación. El odio es, a menudo, una enfermedad del amor. Los celos, otra.
El nacionalismo, el chauvinismo o la patriotería, la belicosidad, la explotación y la dominación se encuentran en germen en los celos, en el acopio, en el exclusivismo amoroso, en la fidelidad conyugal. La moralidad sexual aprovecha siempre a los partidos retrógrados, al conservadorismo social. Moralismo y autoritarismo están enlazados uno a otro como la hiedra al roble.
En una novela utópica de M. Georges Delbruck, En el país de la armonía, uno de los personajes, una mujer, define los celos en términos lapidarios: “Para el hombre, afirma ella, el don de la mujer implica la posesión de dicha mujer, el derecho de dominarla, de apalear su libertad, la monopolización de su amor, la interdicción de amar a otro; el amor sirve de pretexto al hombre para legitimar su necesidad de dominio; esta falta de concepción del amor está de tal forma anclada entre los civilizados que no dudan en pagar con su libertad la posibilidad de destruir la libertad de la mujer que pretenden amar”. Este cuadro es exacto, pero se aplica tanto a la mujer como al hombre. Los celos de la mujer son tan monopolizadores como los del hombre.
La monopolización estatista, religiosa, patriótica, capitalista, etc., está en germen en los celos, pues es evidente que éstos han precedido las dominaciones política, religiosa, capitalista.
A los celosos convencidos que afirman que los celos son una función del amor, los individualistas recordarán que, en su sentido más elevado, el amor puede también consistir en querer, por encima de todo, la dicha de quien se ama, en querer hallar alegría en la realización al máximo de la personalidad del objeto amado. Este razonamiento, este pensamiento, en quienes lo alimentan, termina casi siempre por curar los “celos sentimentales”.
¿Y de qué forma se aderezará esta abundancia para que nadie sea dejado a un lado, puesto aparte, “sufra”, por así decirlo? He aquí la cuestión que ha de resolverse. En su Teoría Universal de la Asociación, Fourier lo tenía resuelto constituyendo el matrimonio de tal forma “que cada uno de los hombres pueda tener todas las mujeres y cada una de las mujeres todos los hombres”.
Ése es el remedio para los celos, el exclusivismo sentimental o la apropiación sexual, remedio que yo resumiré en esta fórmula tomada a Platón: “Todos a todas, todas a todos”. ¿Podrá este remedio conciliarse con los principios del individualismo anarquista, convenir a individualistas?
Mi respuesta es que conviene ciertamente a los individualistas prestos, para tomar una expresión de Stirner, perder algo de su libertad para que se afirme su individualidad. ¿Qué persiguen asociándose, en el dominio sentimental sexual, un número dado de individualistas? ¿Será aumentar, mantener o reducir más y más el sufrimiento? Si lo que persiguen es este último fin, si es en la desaparición del sufrimiento donde se afirma su individualidad de asociados, en la esfera que nos ocupa, el amor perderá gradualmente su carácter pasional para llegar a ser una simple manifestación de compañerismo; el monopolio, la arbitrariedad, el reparo a darse desaparecerán cada día más, haciéndose cada vez más raros. Ésa es la camaradería amorosa.
¿Qué se entiende por camaradería amorosa? Una concepción de asociación voluntaria englobando las manifestaciones amorosas, los gestos pasionales o voluptuosos. Es una comprensión más completa del compañerismo que la sola camaradería intelectual o económica. Nosotros no decimos que la camaradería amorosa es una forma más elevada, más noble, más pura; decimos simplemente que es una forma más completa de compañerismo. Toda camaradería que comprende tres, dígase lo que se quiera, es más completa que la que sólo comprende dos.
Practicar la camaradería amorosa quiere decir para mí ser un camarada más íntimo, más completo, más próximo. Y por el mero hecho de estar ligado por la práctica de la camaradería amorosa con el que es tu compañero, tu compañera, tú serás para mí -su compañera o su compañero- una o un camarada más cercano, más alter ego, más querido. Entiendo, además, que esto significa servirme de la atracción sexual como de una palanca de compañerismo más amplia, más acentuada. Tampoco he dicho nunca que esta ética estuviese al alcance de todas las mentalidades.
Se nos dice que es necesario indicar a qué puerto ha de ir a parar el individuo que se lanza al océano de la diversidad de las formas de vida sentimental o sexual; el medio anarquista individualista al que yo pertenezco sustenta otro punto de vista. Pensamos nosotros que es a posteriori y no a priori, según la experiencia, la comparación, el examen personal, que el individualista debe decidirse por una forma de vida sexual antes que por otra. Nuestra iniciativa y criterio existen para que nos sirvamos de ellos sin dejarnos disminuir por la diversidad o pluralidad de las experiencias. La tentativa, el ensayo, la aventura no nos da miedo. Embarcarse lleva consigo riesgos que conviene calcular; hay que mirar bien de frente antes de tomar el barco. Una vez sobre el mar, ya veremos bien por dónde empuja el viento; lo esencial es que fijemos los ojos en la brújula a fin de quedar con la completa lucidez, aptos siempre a “faire le point”. Calcular dónde estamos. Consideramos la vida como una experiencia, y la experiencia por la experiencia queremos.
Texto extraído de: totamor
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