Ana Müshell & María Mercromina.
Hay que ser muy cobarde muchas veces para ser valiente. Si te pasas la vida aullando, nadie te escuchará cuando estés en el manicomio; como tu alarido, habrá otros tantos. Sé comedida, sé cauta, sé precavida. Sé cobarde muchas veces. Traiciona a tus agallas al menos una vez al día. Bájate la falda, no te hagas la fácil, cuídate esas uñas.
Aprendí a decir sí a todo esto a la edad exacta en la que me di cuenta de que «fácil» y «difícil» eran dos palabras diferentes. «¡Pero si suenan igual! Di-fá-cil», pensaba. A esa edad en la que los lamentos se sobrescriben en la mente y la adolescencia se convierte en un exceso trágico donde se vive o se muere cada día. Y así todas las semanas, todos los meses, todos los años.
Tras ese amilanamiento heredado —y autoimpuesto—, un día me descubrí siendo feminista. De las de «yo creo en la igualdad, pero me gusta llevar falda». ¡Como si fuesen incompatibles! Oh, sí, horror. #YoConfieso. También tuve una etapa de cortocircuitar muy fuerte cuando pensaba: «No necesito un hombre, pero me gusta el papel de Brad Pitt en Leyendas de pasión. Qué hago». Por supuesto, para mí el feminismo era que mi madre, ama de casa, le dijese a mi padre: «Friega tú los platos», y él hiciera caso. Por supuesto, no sabía quién era Simone de Beauvoir ni había leído a Beatriz Preciado, y me parecía impensable que alguien quisiese acostarse con tíos y tías. «¡Vicio, ¡eso es vicio!».
Luego llegó la etapa de la universidad, de rebelarse —sí, eso es más de los quince, yo llego tarde a todo— y de dar lecciones. «Ay, mamá, hay que ser un poquito más feminista, un poquito más abierta, un poquito más leída». Quería ser la feminista perfecta: leerlo todo, conocer al star system, despreciar a las que decían que la comedia romántica era lo más. «¡Pero si hasta hace unos días tu película favorita era Nunca me han besado, maldita hipócrita!», gruñía una voz decrépita a la que yo canibalizaba cada vez más con frases de Judith Butler. Aquello era una droga. «Dale, mami, que estoy suelta como gabete», chillaba mi feminista intelectual interior.
—Pero ellas dice que sí son feministas.
—Ya, pero yo digo que no.
—Ya, pero.
[dramatización de los hechos]
Y esto me devuelve a mi madre, a sus brazos, a esa mujer a la que yo daba charlas en la cocina —como si fuese una catequista doméstica— sobre homosexualidad, y mujeres que no quieren ser conejas paridoras, y bolleras, y acoso sexual. La recordé en la cocina preparándonos la comida a mi hermana y a mí después de toda la mañana limpiando, con los labios arrugados y algo caídos como si llevase media vida despierta y la otra media, con insomnio. Pensé en ella diciéndome: «Tienes que estudiar y prepararte y ser independiente. Nunca dependas de un hombre». Los libros, de repente, me sobraron. El germen de esa revolución por la igualdad que abracé hace años era mi madre. Toda mi vida con ella y había sido incapaz de escarbar en mi memoria, de hurgar hasta quedar con las uñas llenas de tierra, de mancharme.
Me imagino el feminismo como una mujer a la que desmembramos poco a poco. «No eres feminista». Fuera una mano. «Eres machista y no lo sabes». Fuera el brazo. «¿Que el instinto maternal existe? ¡Una aliada del patriarcado!». Fuera el ojo izquierdo. Nos olvidamos de que nuestras madres, nuestras abuelas, nuestras hermanas, nuestras tías, nosotras mismas formamos parte de ese cuerpo. Somos los dientes con los que morder, las uñas con las que arañar, las manos con las que arrancar cabezas, las lenguas y bocas con las que escupir cuando nos dejen sin voz. Si las descuajamos, si excluimos a todas aquellas que no nos parecen feministas y las devolvemos a ese armario del que un día decidieron salir, ¿cómo lucharemos?
Texto extraído de: latribudefrida.com
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