“Mujer/Hombre que sabe lo que quiere vale por un chingo” Me repetí al colgar el teléfono.
Es sencillo, si estas en una relación en la cual no te sientes a gusto y en lugar de ser plena y de crecimiento, tienes que estar jalando la relación para que funcione, no tiene caso. Es difícil tomar la decisión de no estar con una persona que no aporta nada a la relación, sin embargo debe ser más nuestro amor propio que seguir aguantando que una persona te ignore o quiera hacer como si nada pasara, como si no tuviéramos derecho a enojarnos y decir lo que sentimos, también en este estado emocional.
Quiérete siempre más a ti que a la otra persona, se lo suficientemente inteligente para saber qué es lo que eres capaz de tolerar, aceptar y ceder a alguien. No se trata de no enamorarse con pasión o de ser totalmente racionales, sino de ser realistas y darnos cuenta de las señales que no nos gustan desde un principio. Saber que si esos pequeños detalles que nos disgustan no se resuelven desde el comienzo, entonces esas quejas solo crecerán y a la larga, fracturara la relación.
Sin miedos ni mochilas emocionales |
El amor en cualquier tipo de relación conlleva responsabilidad, empatía, comunicación, respeto, confianza y honestidad. Es imposible que una relación funcione sin estos elementos básicos. No se puede establecer una relación con personas que no estén conscientes de si mismxs ni de su entorno; mucho menos con miedos o temores al compromiso. Cualquier acción humana requiere entrega, compromiso y responsabilidad.
Es cierto que no somos responsables de los sentimientos de los demás, somos responsables solo de nuestras acciones y palabras; no de lo que otros entiendan. Sin embargo, es importante que nuestras acciones y palabras reflejen lo que verdaderamente sentimos y pensamos; esto nos lleva a la congruencia y es mucho más fácil vivir.
La congruencia se logra cuando lo que sentimos, pensamos, hacemos y decimos concuerda. Cuando alguna de estas cosas no está en sintonía es cuando tenemos dificultades, no solo con nosotrxs mismxs, y esto se ve reflejado en nuestras relaciones con el exterior.
Ignorar que sucede algo, o ignorar a la persona también es violencia; y nadie tiene porque tolerarla. Todo sería más fácil si nos enseñaran a ser honestos y sinceros, sin indirectas ni mensajes en doble sentido. Decir las cosas como son, sin temor a lastimar a otros; al fin y al cabo lastima mas no saber la verdad y estar viviendo una mentira que enfrentarte a las situaciones.
Es válido de vez en cuando hablar enojado y decir lo que sentimos, buscando la manera más saludable de ser asertivxs, nunca insultar ni ser grosero. Esto por respeto a lo que sentíamos o sentimos por dicha persona. Que el enojo no te ciegue y te impida ver a quien tienes delante, que ha sido tu compañerx y cómplice. No lastimes, que después es más difícil sanar las heridas y vivir el duelo.
Conoce el desapego, las personas no nos pertenecen, no son para siempre (a menos que ambos luchen porque así sea).
“Volver a elegir, también es de valientes.”
“La manera más cobarde de dejar de estar con alguien, es dejar de hablarle sin darle una explicación, irte sin avisarle.”
“Nada hay absoluto, todo se cambia, todo se mueve, todo revoluciona, todo vuela y se va.”
MOCHILAS EMOCIONALES: EXCESO DE EQUIPAJE.
Reza la sabiduría popular –ese ente– que “el gato escaldado del agua fría huye”. Sin embargo, ella misma reconoce, en su contradicción, que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. De la combinación de ambos aforismos , de la precaución felina y la imposibilidad de aprender de nuestros errores, nace ésa angustia vital que hemos convenido en denominar “la mochila emocional”.
Las pesadas e incómodas cargas emocionales.
A simple vista podría parecer obvio que cuando acumulamos ciertos años y, por ende, tantas otras experiencias a nuestras espaldas, nuestra mochila emocional simplemente se va llenando de hechos, de lugares, de personas y, en definitiva, de recuerdos más o menos gratos que hacen que nuestro devenir en la vida se nutra de todo aquello que nos ha sucedido y de lo que deberíamos haber aprendido. Hasta ahí bien. De todo se aprende y bla bla bla.
Pero la realidad es que cuando acumulamos un buen puñado experiencias negativas, nuestro equipaje emocional se llena de puntiagudos vértices que se nos clavan en los riñones al andar. De tanto recolocarla, deshacerla y volverla a llenar una y otra vez, la que salió de casa siendo una impoluta mochila, llena de ropa limpia, con su neceser ordenado y su cantimplora colgando, se ha vuelto un amasijo de ropa sucia mezclada con zapatos y calcetines desparejados. Incluso hay cosas que no recordamos habernos llevado. Ya no hay por donde agarrarla. Ya no hay quién encuentre nada ahí dentro.
Es entonces cuando, conscientes de que para aprender de algo deberíamos revolver entre ese caos de experiencias, nos sentimos invadidos por el miedo a fracasar de nuevo. Y nos libramos a un cierto autosabotaje, conscientes de que la estamos cagando todavía más. Nos volvemos incapaces de afrontar nuevas relaciones sin que el fantasma del “no me va a volver a pasar lo mismo” planee por encima nuestro aunque estemos saliendo con un futurible Nobel de la integridad.
Cada uno lleva en su mochila las experiencias propias. Nos molestan las nuestras, sí. Pero también las de los demás, que a veces nos vemos obligados a transportar con ellos. La del chico que decide que no va a tener ninguna relación más porque su novia de los dieciocho le puso los cuernos con su mejor amigo. La de la chica a la que plantaron en el altar y vomita cada vez que pasa por el escaparate de Pronovias. La que descubrió que su pareja era homosexual después de meses de pensar que no existía entre ellos ningún tipo de deseo. Y así hasta el infinito. Equipajes que, de viajar en cierta compañía irlandesa de cuyo nombre no quiero acordarme, nos saldrían por un ojo de la cara.
Nos vamos de campamentos repeinados, con nuestra gorra y nuestra tartera de carne empanada y tortilla de patatas. Con nuestros zapatos nuevos y la cantimplora llena. Y volvemos exhaustos, derechitos a los cuarteles de invierno, muertos de sed y despeinados. Sin ganas de subir en otro autocar durante mucho tiempo. Con la sensación de que no existe nadie de quién podamos fiarnos, con la prudencia felina afilada hasta límites insospechados.
Ante la evidente pérdida de inocencia a la que nos somete la vida, ante la certeza de que jamás volveremos a enamorarnos con la misma despreocupación, confianza ciega y arrebato que la primera vez, solo nos queda encomendarnos a las sabias palabras de Samuel Beckett:
“ Lo has intentado. Has fracasado. No pasa nada. Vuelve a intentarlo. Vuelve a fracasar. Fracasa mejor”.
Y eso hacemos. Fracasamos una y otra vez. Fracasamos mejor la mayoría de las veces. Y nuestra mochila sigue llenándose. Y apartamos sutilmente al gato escaldado para poder tropezar otra vez con la misma piedra. Porque, en el fondo, nos encanta.
Las pesadas e incómodas cargas emocionales.
A simple vista podría parecer obvio que cuando acumulamos ciertos años y, por ende, tantas otras experiencias a nuestras espaldas, nuestra mochila emocional simplemente se va llenando de hechos, de lugares, de personas y, en definitiva, de recuerdos más o menos gratos que hacen que nuestro devenir en la vida se nutra de todo aquello que nos ha sucedido y de lo que deberíamos haber aprendido. Hasta ahí bien. De todo se aprende y bla bla bla.
Pero la realidad es que cuando acumulamos un buen puñado experiencias negativas, nuestro equipaje emocional se llena de puntiagudos vértices que se nos clavan en los riñones al andar. De tanto recolocarla, deshacerla y volverla a llenar una y otra vez, la que salió de casa siendo una impoluta mochila, llena de ropa limpia, con su neceser ordenado y su cantimplora colgando, se ha vuelto un amasijo de ropa sucia mezclada con zapatos y calcetines desparejados. Incluso hay cosas que no recordamos habernos llevado. Ya no hay por donde agarrarla. Ya no hay quién encuentre nada ahí dentro.
Es entonces cuando, conscientes de que para aprender de algo deberíamos revolver entre ese caos de experiencias, nos sentimos invadidos por el miedo a fracasar de nuevo. Y nos libramos a un cierto autosabotaje, conscientes de que la estamos cagando todavía más. Nos volvemos incapaces de afrontar nuevas relaciones sin que el fantasma del “no me va a volver a pasar lo mismo” planee por encima nuestro aunque estemos saliendo con un futurible Nobel de la integridad.
Cada uno lleva en su mochila las experiencias propias. Nos molestan las nuestras, sí. Pero también las de los demás, que a veces nos vemos obligados a transportar con ellos. La del chico que decide que no va a tener ninguna relación más porque su novia de los dieciocho le puso los cuernos con su mejor amigo. La de la chica a la que plantaron en el altar y vomita cada vez que pasa por el escaparate de Pronovias. La que descubrió que su pareja era homosexual después de meses de pensar que no existía entre ellos ningún tipo de deseo. Y así hasta el infinito. Equipajes que, de viajar en cierta compañía irlandesa de cuyo nombre no quiero acordarme, nos saldrían por un ojo de la cara.
Nos vamos de campamentos repeinados, con nuestra gorra y nuestra tartera de carne empanada y tortilla de patatas. Con nuestros zapatos nuevos y la cantimplora llena. Y volvemos exhaustos, derechitos a los cuarteles de invierno, muertos de sed y despeinados. Sin ganas de subir en otro autocar durante mucho tiempo. Con la sensación de que no existe nadie de quién podamos fiarnos, con la prudencia felina afilada hasta límites insospechados.
Ante la evidente pérdida de inocencia a la que nos somete la vida, ante la certeza de que jamás volveremos a enamorarnos con la misma despreocupación, confianza ciega y arrebato que la primera vez, solo nos queda encomendarnos a las sabias palabras de Samuel Beckett:
“ Lo has intentado. Has fracasado. No pasa nada. Vuelve a intentarlo. Vuelve a fracasar. Fracasa mejor”.
Texto extraído de: Noquierotupiropo.com,Normajeanmagazine.
Texto extraído de: Noquierotupiropo.com,Normajeanmagazine.
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