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sábado, 2 de marzo de 2013

LA HIPOCRESÍA DEL PURITANISMO, Emma Goldman


la hipocresía del puritanismo y
otros ensayos



Primera edición digital: Biblioteca Virtual Antorcha
Segunda edición digital: Marxelo para lanueVaflor webzine


A manera de prólogo

En 1889 comenzó en Estados Unidos la actividad propagandística de Emma Goldman a favor del movimiento anarquista. Actividad que terminó cuando muere, el 14 de mayo de 1940, a la edad de 71 años. En ese momento estaba empeñada en una campaña mundial para defender a cuatro amigos italianos radicados en Toronto, acusados de poseer literatura subversiva, siendo uno de ellos susceptible de ser deportado a su país natal, lo que equivaldría a condenarlo a muerte.

Hasta el último momento, la vida de Emma Goldman se desarrolló en continuas luchas: reunir las dispersas fuerzas del anarquismo, organizar mítines populares, conferencias sobre el anarquismo, actos de protesta en contra de la ejecución de individuos sentenciados por el sistema como, por ejemplo, Nicolás Sacco y Bartolomeo Vanzetti. También impartió conferencias sobre literatura; respecto a esto, Van Wyck Brooks, critico e historiador de la literatura norteamericana dijo: Nadie hizo más que la ruso-norteamericana Emma Goldman por divulgar las nuevas ideas de la europa literaria que tanto influyeron sobre los jóvenes del occidente y otras partes del mundo, por lo menos, las ideas de los dramaturgos del continente y de Inglaterra.

Es preciso mencionar que inició un movimiento sobre la maternidad consciente; pronunció conferencias sobre el papel de la mujer en la sociedad; bregó para que la libertad de palabra fuera un hecho; pronunciándose en contra del servicio militar obligatorio, organizó la Liga de No-conscripción en 1917, cuyo fin era proteger a quienes se rehusaban a ingresar en el ejército.

Lógicamente, toda persona empeñada en luchar contra las instituciones existentes sufre persecuciones y encarcelamientos. Emma Goldman no escapó a esta norma ya que, junto con Alexander Berkman, era una de las figuras más representativas del movimiento anarquista en Estados Unidos.

A principios de siglo la histeria antianarquista en este pals estaba en pleno apogeo, lo que tuvo como consecuencia para Emma Goldman que las autoridades estadounidenses logren expulsarla quitándole la ciudadanía norteamericana y exiliándola junto con Alexander Berkman y otros cincuenta y un anarquistas hacia Rusia en diciembre de 1919.

Aportó su personal contribución a la teoría anarquista cuando participa como delegada en el Congreso Anarquista de Amsterdam, al que asistieron Luigi Fabbri, Errico Malatesta, Pierre Monatte, F. Domela Niewenhuis, Christian Cornelissen y otros teóricos del anarquismo.

AIIí se pronunció contra la propiedad privada. Argumentaba que ésta condena a la mayoría de los hombres a vivir como esclavos asalariados, a venderse y a someterse. Se despoja al hombre no sólo del producto de su trabajo, sino de la facultad de la libre iniciativa, de la originalidad, y se le hace perder el interés por sus tareas, y el deseo de crear y trabajar.

Contra la iglesia cristiana, consideraba que el cristianismo se presta admirablemente para infundir el espíritu de esclavitud en el hombre.

Contra el Estado, argumentaba que es la explotación organizada, la fuerza y el crimen organizados y por ser el punto de convergencia del patriotismo -que parte del supuesto de que nuestro globo está dividido en pequeñas porciones, rodeada cada una de ellas por un cerco de hierro. Aquellos que han tenido la fortuna de nacer en una zona particular se consideran mejores, más nobles, más grandes, más inteligentes que los seres humanos que habitan en el resto del orbe. Por lo tanto, es deber de todos los que viven en ese lugar elegido, luchar, matar y morir en el intento de imponer su superioridad sobre todos los demás-, y del militarismo, cuyo espíritu es lo más despiadado, inhumano y brutal que existe. Para Emma, el soldado es un asesino profesional, y por consecuencia, es el Estado y no el anarquismo quien promueve el desorden.

Para ella la sociedad anarquista será un orden social basado en la libre agrupación de los individuos con el propósito de producir una verdadera riqueza social; un orden que garantizará a todo ser humano el libre acceso a la tierra y el pleno goce de la vida de acuerdo a los deseos, gustos e inclinaciones de cada uno. Y este orden social se podrá lograr por medio de la revolución ya que la revolución no es más que el pensamiento puesto en acción.

Recalcó en este congreso su posición de que, si bien el anarquismo postula el federalismo y la organización, también favorece el individualismo. Ella no se oponía a la organización en cuanto tal, sólo a algunas de sus formas: el Estado, como institución arbitraria impuesta a las masas; el presente orden industrial, sinónimo de incesante piratería; el ejército, un cruel instrumento de las fuerzas ciegas; la escuela pública, un verdadero cuartel donde se inculca el espíritu de sumisión en la mente humana.

La organización tal como la entendemos -afirmaba- es algo distinto. Se basa principalmente en la libertad. Es el agrupamiento natural y voluntario de las energías para el logro de fines que beneficien a la humanidad, que den sentido, valor y belleza a la vida.

Es la armonía del crecimiento orgánico lo que produce la variedad de formas y colores, el todo que admiramos en la flor. De modo análogo, la actividad organizada de los seres humanos libres, dotados de espíritu de solidaridad, llevará a la perfección de la armonía social que llamamos anarquismo. En realidad, únicamente el anarquismo permite el establecimiento de una organización no autoritaria de los intereses comunes, ya que elimina el antagonismo entre individuos y clases.

En consecuencia, para Emma, es necesaria la regeneración del individuo para que una organización tenga un desarrollo armónico, orgánico y que la sociedad este compuesta por personas libertarias que respeten el derecho de los demás a ser distintos.

Quince años después, oponiéndose categóricamente a la dictadura bolchevique, reafirmó sus conceptos sobre el Estado; posición que le valió no pocas enemistades entre los intelectuales europeos y americanos.

Y así, a lo largo de toda su vida, siguió manteniendo una integridad absoluta, excepcional, a pesar de las consecuencias nefastas que pudiesen tener para ella misma.

En el campo anarquista, los escritos de Emma Goldman que, en realidad son totalmente desconocidos por las generaciones actuales de habla hispana, se nos presentan, en lo general, de una actualidad asombrosa. En su articulo La hipocresía del puritanismo, toca un tema de importancia ilimitada y lo aborda de lleno afirmando: la iglesia, así como la doctrina puritana, ha combatido la carne como un mal, y la quiso domeñar a toda costa. Más adelante añade: El puritanismo, con su visión pervertida tocante a las funciones del cuerpo humano, particularmente a la mujer la condenó a la soltería, o a la procreación sin discernir si produce razas enfermas o taradas, o a la prostitución. La enormidad de este crimen de lesa humanidad aparece a la vista cuando se toma en cuenta los resultados. A la mujer célibe se le impone una absoluta continencia sexual, so pena de pasar por inmoral, o fallida en su honor para toda su existencia; con las inevitables consecuencias de la neurastenia, impotencia y abulia y una gran variedad de trastornos nerviosos que significarán desgano para el trabajo, desvelos ante las alegrías de la vida, constante preocupación de deseos sexuales, insomnios y pesadillas. El arbitrario, nocivo precepto de una total abstinencia sexual por parte de la mujer, explica también la desigualdad mental de ambos sexos. Es lo que cree Freud, que la inferioridad mental de la mujer o de muchas mujeres respecto al hombre, se debe a la coacción que se ejerce sobre su pensamiento para reprimir sus manifestaciones sexuales. Ya aquí comenzamos a comprender la importancia de los escritos de Emma en nuestro campo anarquista, en donde más de una vez el puritanismo ha reinado a sus anchas. Las reaccionarias concepciones proudhonianas respecto a la sexualidad, han influido en gran manera sobre los movimientos anarquistas, negarlo seria absurdo. Por otra parte, Emma aborda de lleno la problemática de la mujer en el régimen patriarcal, y he aquí otra valiosa aportación suya, porque también es importante señalar que las concepciones patriarcales están presentes en el campo anarquista, mucho más de lo que se puede suponer. La militancia anarquista es concebida por muchos anarquistas como una cuestión de hombres, de machos, que si por la mujer se interesan es para acrecentar las huestes de su gallinero. Y esto es necesario puntualizarlo, afrontarlo como un vicio muy frecuente en las filas libertarias.

Emma Goldman se yergue sentenciando que el lugar de la mujer en la vida social, es el de la esclavitud. Las estructuras opresoras de la sociedad patriarcal deben ser combatidas en todos los niveles. La mujer, hoy esclava, debe luchar para adquirir su derecho a la vida y, claro esta, ser la dueña de su propio destino. Así pues, Emma se nos presenta impugnando la estructura mental patriarcal-capitalista, dándonos mucho que pensar acerca de nuestro comportamiento cotidiano y del enfoque que a la lucha emancipadora le damos.

También hemos incluido una serie de artículos en que Emma da sus apreciaciones sobre la revolución rusa. De entre estos artículos, sobresale sus Recuerdos de Kronstadt, tema tal vez muy trillado para quienes han seguido el hilo de la eterna controversia entre la apreciación anarquista y la apreciación autoritaria de la revolución. Sin embargo, como estamos seguros de que no son muchos los que han seguido este hilo, el articulo de Goldman tiene su importancia.

Con esta recopilación esperamos levantar el manto de rechazo que cubre a los anarquistas y, por ende, a la anarquía, ya que este rechazo, en la mayoría de los casos, es debido a la aceptación, como ciertas, de opiniones de otras tendencias acerca del anarquismo sin la menor objetividad, ya que para rechazar alguna teoría es preciso conocer las fuentes originales y no las interpretaciones de estas. Este rechazo también es producto del temor de enfrentarnos a un análisis profundo y crítico de nosotros mismos, de la sociedad o, más bien, de los valores que imperan en ésta, no importando que sea capitalista, o socialista, al estilo soviético, chino o cubano; temor intuitivo o sensitivo de descubrir que no somos tan excepcionales como lo pensamos, que nuestra protesta tiene limites puestos por nuestra misma estructura mental y más allá de los cuales nuestra seguridad en nosotros mismos se vería quebrantada. Esto es el anarquismo: una indagación, una perpetua lucha contra lo establecido, lo aceptado como la verdad.

Chantal López y Omar Cortés





La hipocresía del puritanismo

Hablando del puritanismo respecto al arte, Mr. Gutzon Borglum ha dicho:

El puritanismo nos ha hecho tan estrechos de mente y de tal modo hipócritas y ello por tan largo tiempo, que la sinceridad, así como la aceptación de los impulsos más naturales en nosotros han sido completamente desterrados con el consecuente resultado que ya no pudo haber verdad alguna, ni en los individuos ni en el arte.

Mr. Borglum pudo añadir que el puritanismo hizo también imposible e intolerable la vida misma. Esta, más que el arte, más que la estética, representa la belleza en sus miles cambiantes y variaciones es, en realidad, un gigantesco panorama en mudanza continua. Y el puritanismo, al contrario, fijó una concepción de vida inamovible; se basa en la idea calvinista, por la cual la existencia es una maldición que se nos impuso por mandato de Dios. Con la finalidad de redimirse, la criatura humana ha de penar constantemente, deberá repudiar todo lo que le es natural, todo sano impulso, volviéndole la espalda a la belleza y a la alegría.

El puritanismo inauguró su reinado de terror en Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, destruyendo y persiguiendo toda manifestación de arte y cultura. Ha sido el espíritu del puritanismo el que le robó a Shelley sus hijos porque no quiso inclinarse ante los dictados de la religión. Fue la misma estrechez espiritual que enemistó a Byron con su tierra natal; porque el genio supo rebelarse contra la monotonía, la vulgaridad y la pequeñez de su país. Ha sido también el puritanismo el que forzó a algunas mujeres libres de Inglaterra a incurrir en la mentira convencional del matrimonio: Mary Wollstonecraft, luego, George Elliot. Y más recientemente también exigió otra víctima: Oscar Wilde. En efecto, el puritanismo no cesó nunca de ser el facto más pernicioso en los dominios de John Bull, actuando como censor en las expresiones artísticas de su pueblo, estampando su consentimiento solamente cuando se trataba de la respetable vulgaridad de la mediocracia.

Y es por eso que el depurado británico Jingoísmo (o sea, la belicosidad puritana), ha señalado a Norteamérica como uno de los países donde se refugió el provincialismo puritano. Es una gran verdad que nuestra vida ha sido infectada por el puritanismo, el cual está matando todo lo que es natural y sano en nuestros impulsos. Pero también es verdad que a Inglaterra debemos el haber transplantado a nuestro suelo esa aborrecible doctrina espiritual. Nos fue legada por nuestros abuelos, los peregrinos del Mayflower. Huyendo de la persecución y de la opresión, la fama de los padres peregrinos hizo que se estableciera en el Nuevo Mundo el reinado puritano de la tiranía y el crimen. La historia de Nueva Inglaterra y especialmente de Massachusetts, está llena de horrores que convirtieron la vida en tinieblas, la alegría en desesperación, lo natural en morbosa enfermedad, y la honestidad y la verdad en odiosas mentiras e hipocresías. Emplumar vivas las víctimas con alquitrán, así como condenarlas al escarnio público de los azotes, como otras tantas formas de torturas y suplicios, fueron los métodos ingleses puestos en práctica para purificar a Norteamérica.

Boston, ahora una ciudad culta, ha pasado a la historia de los anales del puritanismo, como La Ciudad Sangrienta. Rivalizó con Salem, en su cruel persecución a las opiniones heréticas religiosas. Una mujer medio desnuda, con su bebé en brazos, fue azotada en público por el supuesto delito de abusar de la libertad de palabra; en el mismo lugar se ahorcó a una mujer cuáquera, Mary Dyer, en 1657. En efecto, Boston ha sido teatro de muchos crímenes horribles cometidos por el puritanismo. Salem, en el verano de 1692, mató ochenta personas acusadas del imaginario delito de brujería. Como bien dijo Canning: Los peregrinos del Mayflower infectaron el Nuevo Mundo para enderezar los entuertos del Viejo. Los actos vandálicos y los horrores de ese periodo hallaron su suprema expresión en uno de los clásicos norteamericanos: The Scarlet Letter.

El puritanismo ya no emplea el torniquete y la mordaza, pero sigue manteniendo una influencia cada vez más deletérea, perniciosa, en la mentalidad norteamericana. Ninguna palabra podrá explicar, por ejemplo, el poder omnímodo de Comstock. Lo mismo que el Torquemada de los días sombríos de la inquisición, Comstock es el autócrata de nuestra morai o morales; dicta los cánones de lo bueno y de lo malo, de la pureza y del vicio. Como un ladrón en la noche, se desliza en la vida privada de las personas, espiando sus intimidades más recatadas. El sistema de espionaje implantado por este hombre supera en desvergüenza a la infame tercera división de la policía secreta rusa. ¿Cómo puede tolerar la opinión pública semejante ultraje a sus libertades públicas y privadas? Simplemente porque Comstock es la grosera expresión del puritanismo que se injertó en la sangre anglosajona, y aun los más avanzados liberales no han podido emanciparse de esta triste herencia esclavizadora. Los cortos de entendimiento y las principales figuras de Young Men's and Women's Christian Temperance Unions, Purity League, American Sabbath Unions y el Prohibition Party, con su patrono y santón Anthony Comstock, son los sepultureros del arte y de la cultura norteamericana.

Europa por lo menos puede jactarse de poseer cierta valentía en sus movimientos literarios y artísticos, los que en sus múltiples manifestaciones trataron de ahondar los problemas sociales y sexuales de nuestro tiempo, ejerciendo una severa critica acerca de todas nuestras indudables fallas. Con el bisturí del cirujano ha disecado la carcasa del puritanismo, intentando despejar el camino para que los hombres, descargados del peso muerto del pasado, puedan marchar un poco más libremente. Mas aquí el puritanismo es un constante freno, una insistente traba que desvía, deforma la vida norteamericana, en la cual no puede germinar la verdad, ni la sinceridad. Nada más que sordidez y mediocridad dicta la humana conducta, coartando la naturalidad de las expresiones, sofocando nuestros más nobles y bellos impulsos. El puritanismo del siglo XX sigue siendo el peor enemigo de la libertad y de la belleza, como cuando por primera vez desembarcó en Plimouth Rock. Repudia como algo vil y pecaminoso nuestros más profundos sentimientos; pero siendo él sordo y ciego a las armoniosas funciones de las emociones humanas, es el creador de los vicios más inexplicables y sádicos.

La historia entera del ascetismo religioso prueba esta verdad irrebatible. La Iglesia, así como la doctrina puritana, ha combatido la carne como un mal y la quiso domeñar a toda costa. El resultado de esta malsana actitud ha compenetrado ya la mentalidad de los pensadores y educacionistas modernos, quienes han reaccionado contra ella. Han comprendido que la desnudez humana posee un valor incomparable, tanto físico como espiritual; aleja con su influencia la natural curiosidad maliciosa de los jóvenes y actúa sobre ellos como un preventivo contra el sensualismo y las emociones mórbidas. Es también una inspiración para los adultos, quienes crecieron sin satisfacer esa juvenil curiosidad. Además, la visión de la esencia de la eterna forma humana, lo que hay de más cerca a nosotros en el mundo, con vigor, su belleza y gracia, es uno de los más portentosos tónicos de esta vida (The psicology of sex). Pero el espíritu del puritanismo ha pervertido de tal manera la imaginación de la gente, que ella ha perdido ya su frescura de sentimientos para apreciar la belleza del desnudo, obligándonos a ocultarlo con el pretexto de la castidad. Y todavía la castidad misma no es más que una imposición artificial a la naturaleza, evidenciando una falsa vergüenza cuando hemos de exhibir la desnudez de la forma humana. La idea moderna de la castidad, en especial respecto a las mujeres, no es más que la sensual exageración de las pasiones naturales. La castidad varía según la cantidad de ropa que se lleva encima, y de ahí que un purista cristiano procura cubrir el fuego interior, su paganismo, con muchos trapos, y enseguida se ha de convertir en puro y casto.

El puritanismo, con su visión pervertida tocante a las funciones del cuerpo humano, particularmente a la mujer la condenó a la soltería, o a la procreación sin discernir si produce razas enfermas o taradas, o a la prostitución. La enormidad de este crimen de lesa humanidad aparece a la vista cuando se toman en cuenta los resultados. A la mujer célibe se le impone una absoluta continencia sexual, so pena de pasar por inmoral, o fallida en su honor para toda su existencia; con las inevitables consecuencias de la neurastenia, impotencia y abulia y una gran variedad de trastornos nerviosos que significarán desgano para el trabajo, desvíos ante las alegrías de la vida, constante preocupación de deseos sexuales, insomnios y pesadillas. El arbitrario, nocivo precepto de una total abstinencia sexual por parte de la mujer, explica también la desigualdad mental de ambos sexos. Es lo que cree Freud, que la inferioridad intelectual de la mujer o de muchas mujeres respecto al hombre, se debe a la coacción que se ejerce sobre su pensamiento para reprimir sus manifestaciones sexuales. El puritanismo, habiendo suprimido los naturales deseos sexuales en la soltera, bendice a su hermana la casada con una prolífica fecundidad. En verdad, no sólo la bendice, sino que la obliga, frágil y delicada por la anterior continencia, a tener familia sin consideración a su debilidad física o a sus precarias condiciones económicas para sostener muchos hijos. Los métodos preventivos para regular la fecundidad femenina, aun los más seguros y científicos, son absolutamente prohibidos; y aun la sola mención de ellos podrá atraer a alguien los enuncie el calificativo de criminal.

Gracias a este tiránico principio del puritanismo, la mayoría de las mujeres se hallan en el extremo límite de sus fuerzas físicas. Enfermas, agotadas, se encuentran completamente inhabilitadas para proporcionar el más elemental cuidado a sus hijos. Añadido esto a la tirantez económica, impele a una infinidad de mujeres a correr cualquier riesgo antes que seguir dando a luz. La costumbre de provocar los abortos ha alcanzado tan grandes proporciones en Norteamérica, que es algo increíble. Según las investigaciones realizadas en este sentido, se producen diecisiete abortos cada cien embarazos. Este alarmante porcentaje comprende sólo lo que llega al conocimiento de los facultativos. Sabiendo con qué secreto debe desenvolverse necesariamente esta actividad y el fatal corolario de la inexperiencia profesional con que se llevan a cabo estas operaciones clandestinas, el puritanismo sigue segando miles de víctimas por causa de su estupidez e hipocresía.

La prostitución, no obstante se le dé caza, se la encarcele y se le cargue de cadenas, es a pesar de todo un producto natural y un gran triunfo del puritanismo. Es uno de los niños más mimados de la bigotería devota. La prostituta es la furia de este siglo que pasa por los países civilizados como huracán que siembra por doquier enfermedades asquerosas en devastación mortífera. El único remedio que el puritanismo ofrece para este su hijo malcriado es una intensa represión y una más despiadada persecución. El último desmán sobre este asunto ha sido la Ley Page, que impuso al estado de Nueva York el último crimen de Europa, es decir, la libreta de identidad para estas infortunadas víctimas del puritanismo. De igual manera busca la ocultación del terrible morbo -su propia creación-, las enfermedades venéneas. Lo más desalentador de todo esto, fue la obtusa estrechez de este espíritu que llegó a emponzoñar a los llamados liberales, cegándoles para que se uniesen a la cruzada contra esta cosa nacida de la hipocresía del puritanismo, la prostitución y sus resultados. En su cobarde miopía se rehúsa a ver cuál es el verdadero método de prevención, el que puede consistir en esta simple declaración: Las enfermedades venéreas no son cosas misteriosas, ni terribles, ni son tampoco el castigo contra la carne pecadora, ni una especie de vergonzoso mal blandido por la maldición puritana, sino una enfermedad como otra que puede ser tratada y curada. Por este régimen de subterfugios, de disimulo, el puritanismo ha favorecido las condiciones para el aumento y el desarrollo de estas enfermedades. Su mojigatería se ha puesto al desnudo más que nunca debido a su insensata actitud respecto al descubrimiento del profesor Ehrlich, y cuya indecible hipocresía intenta echar una suerte de velo sobre la importante cura de la sífilis, con la vaga alusión de que es un remedio para cierto veneno.

Su ilimitada capacidad para hacer el mal tiene por causa su atrincheramiento tras del Estado y las leyes. Pretendiendo salvaguardar a la gente de los grandes pecados de la inmoralidad, se ha infiltrado en la maquinaria del gobierno, y añadió a su usurpación del puesto de guardián de la moralidad, que le correspondía a la censura legal, la fiscalización de nuestros sentimientos y aun de nuestra propia conducta privada.

El arte, la literatura, el teatro y la intimidad de la correspondencia privada se hallan a merced de este tirano. Anthony Comstock u otro policía igualmente ignorante, retiene el poder de profanar el genio, de pisotear y mutilar las sublimes creaciones de la naturaleza humana. Los libros que tratan e intentan dilucidar las cuestiones más vitales de nuestra existencia, los que procuran iluminar con su verbo los oscuros y peligrosos problemas del vivir contemporáneo, son tratados como tantos delitos cometidos; y sus infortunados autores arrojados a la cárcel, o sumidos en la desesperación y la muerte.

Ni en los dominios del zar se ultraja tan frecuentemente y con tal extensión las libertades personales como en los Estados Unidos, la fortaleza de los eunucos puritanos. Aquí el solo día de fiesta, de expansión, de recreo, el sábado se ha hecho odioso y completamente antipático. Todos los autores que escribieron sobre las costumbres primitivas han convenido que el sábado fue el día de las festividades, libre de enojosos deberes, un día de regocijo y de alegría general.

En todos los países de Europa esta tradición sigue aportando algún alivio a la gente, contra la formidable monotonía y la estupidez de la era cristiana. En las grandes ciudades, en todas partes, las salas de conciertos y de variedades, teatros, museos, jardines, se llenan de hombres, de mujeres y de niños, especialmente de trabajadores con sus familias rebosantes de alegría y de nueva vida, olvidados de la rutina y de las preocupaciones de los otros días ordinarios. Y es que en ese día las masas demuestran lo que realmente significa la vida en una sociedad sana, que por el trabajo esclavo y sus sórdidas miras utilitarias, echa a perder todo propósito ennoblecedor.

Y el puritanismo norteamericano le robó a su pueblo, asimismo, ese único día de libre expansión. Naturalmente que los únicos afectados son los trabajadores: nuestros millonarios poseen sus palacios y los suntuosos clubs. Es el pobre el que se halla condenado a la monotonía aburridora del sábado norteamericano. La sociabilidad europea, que se expande alegremente al aire libre, se trueca aquí por la penumbra de la iglesia o de la nauseabunda e inficionada atmósfera de la cantina de campaña, o por el embrutecedor ambiente de los despachos de bebidas. En los estados donde se hallan en vigencia las leyes prohibitivas el pueblo adquiere con sus magras ganancias, licores adulterados y se embriaga en su casa. Como todos bien saben, la ley de prohibición de los alcoholes no es más que una farsa. Esta, como otras empresas e iniciativas del puritanismo, trata solamente de hacer más virulenta la perversión, el mal, en la criatura humana. En ningún sitio se encuentran tantos borrachos como en las ciudades donde rige el régimen prohibitivo. Pero mientras se pueda usar siempre caramelos perfumados para despistar el tufo alcohólico de la hipocresía todo irá bien. Si el propósito ostensible de esa ley prohibitiva es oponerse al expendio de los licores por razones de salud y economía, su espíritu siendo anormal, no hace más que dar resultados anormales creando una vida de anormalidades y de aberración.

Todo estímulo que excita ligeramente la imaginación e intensifica las funciones del espíritu, es necesario, como el aire para el organismo humano. A veces vigoriza el cuerpo y agranda nuestra visión, sobre la fraterna cordialidad universal de los seres humanos. Por otra parte, sin los estimulantes de una forma o de otra es imposible la labor creadora, ni tampoco ese tolerante sentido de la bondad y de la generosidad. El hecho de que algunos hombres de genio hallaron su inspiración en el cáliz de cualquier excitante y abusaron también de ellos, no justifica que el puritanismo intente amordazar toda la gama de las emociones humanas. Un Byron y un Poe activaron de tal modo las fibras más nobles de la Humanidad, que ningún puritano llegará, ni cerca, a realizar ese milagro. Este último le dio a la vida un nuevo sentido y la vistió de colores maravillosos; el primero tornó el agua en sangre viviente y roja; la vulgaridad en belleza y en deslumbrante variedad lo uniforme, lo monótono.

En cambio, el puritanismo, en cualquiera de sus expresiones no es más que un germen ponzoñoso. En la superficie podrá parecer fuerte y vigoroso; pero el veneno, el tóxico letal obrará por dentro, hasta que su entera estructura sea derribada. Todo espíritu libre convendrá con Hipólito Taine en que el puritanismo es la muerte de la cultura, de la filosofía y de la cordialidad social; es la característica de la vulgaridad y de lo tenebroso.


Matrimonio y amor

La noción popular acerca del matrimonio y del amor, es que deben ser sinónimos, que ambos nacen de los mismos motivos y llenan las mismas humanas necesidades. Como la mayoría de los dichos y creencias populares, éste no descansa en ningún hecho positivo y si sólo en una superstición.

El matrimonio y el amor nada tienen de común; uno y otro están distantes, como los polos; en efecto, son completamente antagónicos. No hay duda que algunas uniones matrimoniales fueron efectuadas por amor; pero más bien se trata de escasas personas que pudieron conservarse incólumes ante el contacto de las convenciones. Hoy en día existen muchos hombres y mujeres para quienes el casarse no es más que una farsa, y solamente se someten a ella para pagar tributo a la opinión pública. De todos modos, si es verdad que algunos matrimonios se basan en el amor y que también este puede continuar después en la vida de los casados, sostengo que eso sucede a pesar de la institución del matrimonio.

Por otra parte, es enteramente falso que el amor sea el resultado de los matrimonios. En raras ocasiones se escucha el caso milagroso de una pareja que se enamora después de casada, y si se observa atentamente, se comprobará que casi siempre se reduce a avenirse buenamente ante lo inevitable. A otras criaturas les unirá un afecto, surgido del trato diario, lo que está lejos de la espontaneidad y de la belleza del amor, sin el cual la intimidad matrimonial de una mujer y un hombre no será más que una vida de degradación.

El matrimonio, por lo pronto, es un arreglo económico, un pacto de seguridad que difiere del seguro de vida de las compañías comerciales, por ser más esclavizador, más tiránico. Lo que devenga, es completamente insignificante con lo que se invistió. Tomando una póliza de seguros se paga por ella en dólares y en centavos, siempre con la libertad de cesar los pagos de las cuotas. Si, de cualquier modo, el premio de la mujer es un marido, ella lo paga con su nombre, con sus íntimos sentimientos, con su dignidad, su vida entera, y hasta la muerte de una de las dos partes. Así, para ella, el seguro del matrimonio la condena a una vida de dependencia, al parasitismo, a una completa inutilidad, tanto individual como social. El hombre, también, paga su juguete, pero su radio de acción es más amplio, el matrimonio no lo coarta tanto como a la mujer. Sentirá sus cadenas más bien por el lado económico.

De ahí que el motto que Dante aplicó a la entrada del Infierno, se aplica con igual propiedad al matrimonio: Oh, voi che entrate, lasciate ogni speranza!

El matrimonio es un ruidoso fracaso, esto ni el más estúpido lo negará. Basta echar una mirada a las estadísticas de los divorcios para comprender cuán amargo es este fracaso. No será suficiente ni siquiera el estereotipado argumento de los filisteos, escudado en la holgura y la elasticidad de las leyes del divorcio y del creciente relajamiento de las costumbres femeninas, para justificar este hecho: primero, de cada doce matrimonios casi todos terminan en el divorcio; segundo, que desde 1870 los casos de divorcio han aumentado de 28 a 73 por cada mil habitantes; tercero, desde 1867 hasta hoy el adulterio como causa para divorciarse, aumentó el 270.8 por ciento; cuarto, el abandono del hogar aumentó en un 369.8 por ciento.

Añadida a estos números se puede citar una vasta documentación teatral o literaria, dilucidando el asunto. Robert Herrick, en Together (Juntos); Pinero, en Mid Channel (A mitad del camino); Eugene Walter, en Paid in Full, y una serie más de otros escritores que discuten la monotonía, la sordidez, lo inadecuado del matrimonio como factor de armonía y de comprensión entre los dos sexos.

El estudioso en cuestiones sociales no se contentará con estas superficiales excusas sobre este fenómeno. Querrá ahondar en la vida de los sexos para explicarse la causa por la cual resulta tan desastroso el matrimonio.

Edward Carpentier dice que detrás de un casamiento se halla la atmósfera vívida de los dos sexos; un ambiente condimentado de circunstancias tan diferentes una de la otra que el hombre y la mujer han de sentirse también extraños el uno al otro. Separado por una valla de supersticiones, de costumbres y hábitos, el matrimonio no tiene el poder de desarrollar el conocimiento mutuo y el respeto del uno para el otro, sin lo cual toda unión de esta clase está sometida al fracaso, a la desavenencia continua.

Enrique Ibsen, el revelador de las convenciones sociales más vergonzosas, fue el primero que dijo la gran verdad. Nora abandona a su marido no, como algunos críticos estúpidos afirman, porque estaba hastiada de cargar con sus responsabilidades, sino porque llega a comprender que durante ocho años vivió con un extraño con quien fue obligada a tener hijos. ¿Puede haber algo más humillante, más degradado que la intimidad carnal de toda una vida entre dos extraños? No es necesario que la mujer sepa nada del marido, salvo su renta, su salario, mensual o anual. Y de la mujer ¿qué tendrá que conocerse, sino que posea una simpática y placentera apariencia? Todavía la generalidad no se ha zafado del teológico mito de que la mujer no tiene alma, y es sólo un apéndice, hecho de una costilla, justamente para la conveniencia del caballero que, siendo tan fuerte, tuvo miedo de su propia sombra.

La pobreza del material del que habría surgido la mujer, quizá ha de ser responsable por su manifiesta inferioridad. Y en todo caso, si no tiene alma ¿qué se ha intentado buscar y sondear en ella? Además, cuanto menos alma, cuanto menos espíritu posea, más grande será su probabilidad de formar una esposa modelo, y así también será absorbida más pronto por la individualidad del marido. Es por la dócil y esclavizadora aquiescencia a la superioridad del hombre que la institución del matrimonio ha quedado, al parecer, intacta por tan largo tiempo. Ahora que la mujer vuelve por los fueros de su dignidad e intenta ponerse fuera de la gracia y merced de su dueño, la sagrada ciudadela del matrimonio va siendo minada gradualmente, y ninguna lamentación sentimental ha de salvarla de su definitivo derrumbe.

Desde la infancia casi hasta la mayoría de edad de las muchachas, se les dice que el casamiento es la única finalidad de su vida; y la educación que se les prodiga se dirige a ello. Lo mismo que a la bestia muda, que se engorda para el matadero, a ella se le prepara para el sacrificio de su vida. Y es curioso, y asombra constatarlo, que se le permite instruirse en todo menos acerca de las funciones de esposa y madre; esto que necesita ordinariamente el artesano para poder aprender su oficio, es indecente y sucio para una muchacha de respetabilidad el enterarse de las relaciones maritales. Entonces, por la apariencia de lo respetable, la institución del casamiento convierte lo que antes era sucio en la más pura y sagrada relación consanguínea, que nadie se atreverá a censurar. Continúa todavía siendo exacta esta actitud de los hogares frente a las bodas y casamientos de la supuesta esposa y madre, y es mantenida en completa ignorancia de lo que será su capital enseñanza en la lucha de los sexos. Luego al comenzar la convivencia matrimonial con el hombre, se hallará a sí misma, repentina y hondamente desazonada, repelida y ultrajada más allá de los límites por ella supuestos en el natural y más sano instinto: el sexo. Se puede afirmar, sin temor a un desmentido, que el mayor porcentaje de casos de desdichas, de desastres y de padecimientos físicos en el matrimonio, se debe a esa criminal ignorancia en cuestiones sexuales, que se ha exaltado como una grandísima virtud. Tampoco será exagerado que diga que mucho más de un hogar ha sido deshecho por causas tan deplorables.

Si por cualquiera circunstancia, la mujer se sintiera capaz de libertarse de ciertos pequeños prejuicios y fuera lo bastante arriesgada para desflorar los misterios del sexo sin la sanción del Estado y de la Iglesia, se vería condenada a permanecer como un instrumento inservible para casarse con un hombre bueno y honesto; aun cuando tan bellas prendas personales consistan en tener una cabeza vacía y una bolsa llena de dinero. ¿Puede haber algo más repugnante que esta idea de que una mujer, crecida ya, sana, llena de vida y de pasión. se halle obligada a rechazar las exigencias imperiosas de su naturaleza, a tener que sofocar sus más intensos anhelos, yendo en desmedro de su salud, quebrantando su espíritu, absteniéndose de la profunda gloria del sexo, hasta el día que un buen hombre venga y la solicite para que sea su esposa? Y este es uno de los aspectos más significativos del matrimonio. ¡Cómo no ha de ser forzosamente un fracaso semejante transacción! En consecuencia, ese es uno de los factores, no poco importante, que diferencia el matrimonio del amor.

Nuestra época es muy positiva, muy práctica. Los tiempos en que Romeo y Julieta rompían el pacto de enemistad entre sus padres, por su incontenible pasión, cuando Gretchen se ofreció en holocausto a la maledicencia del vecindario por amor, están un poco lejos. Si, en raras ocasiones la juventud se permite el lujo de ser romántica, los parientes adultos o ancianos tendrán buen cuidado de hacerle marcar el paso y acosarla de tal manera que la convertirán en gente muy sensata.

¿Acaso la lección moral que se le inculca a las muchachas, es para que se basen en el amor que el hombre despertará en ellas, o más bien para que se le pregunte cuánto posee y tiene? Lo importante y el único dios de la utilitaria vida americana es: ¿Podrá este hombre ganar para vivir? ¿Podrá mantener a una mujer? Es lo que justifica solamente los casamientos. Gradualmente este concepto satura los pensamientos de las muchachas, quienes no soñarán con claros de lunas, ni con besos, risas y llantos, sino con las giras de compras por las tiendas, con vestidos, sombreros y el regateo inherente a todas estas operaciones. Esta pobreza de espíritu y la sordidez, son elementos substanciales a la institución del matrimonio. El Estado y la Iglesia no aprueban otros ideales más que estos, porque necesitan que se hallen bajo su control los hombres y las mujeres.

Es dudoso que existan aquí quienes consideran el amor por encima de los dólares y los centavos. Particularmente esta verdad se aplica a esa clase que por sus precarias condiciones económicas se ha visto forzada a vivir del trabajo de uno y otro. El notable cambio aportado en la posición de la mujer por ese poderoso factor, es verdaderamente asombroso cuando se reflexiona que hace muy poco tiempo que ella ingresó en el campo de las actividades industriales. Hay seis millones de mujeres asalariadas; seis millones de mujeres que tienen el mismo derecho que los hombres a ser explotadas, robadas y a declararse en huelga; también a morirse de hambre. ¿Algo más, señor mío? Sí, seis millones de trabajadoras asalariadas en cada tramo de la vida, desde el elevado trabajo cerebral hasta el más difícil y duro trabajo manual, en las minas y en las estaciones de ferrocarril; sí, también detectives y policías. Seguramente su emancipación es ahora completa.

A pesar de todo, un número muy reducido del inmenso ejército de mujeres asalariadas mira el trabajo como un medio permanente de vida, lo mismo que el hombre. Nada importa a qué grado de decrepitud llega este último; se le enseñó a ser independiente y tendrá que seguir así, manteniéndose solo. ¡Oh, sé muy bien que nadie es realmente independiente en nuestro sistema económico! Pero asimismo al hombre más miserable le repugna ser un parásito; por lo menos, que se le considere como tal.

En cambio, la mujer considera su posición de trabajadora como algo transitorio, que dejará de lado en la primera oportunidad. Por eso, es infinitamente más difícil tratar de organizar a las mujeres que a los hombres. ¿Para qué he de entrar en una asociación? Me voy a casar y espero tener mi hogar. ¿No se le enseñó a ella que siempre debería responder a esto, como a su último llamado? Muy pronto se aclimata a su hogar, aunque no sea más ancho que la celda de una cárcel, o los cuartuchos del taller o de la fábrica, posee puertas más sólidas y barrotes de hierro irrompibles. Tiene un guardián tan fiel que a él nada se le escapa. La parte más trágica de todo esto es que su situación de casada no la redime de la esclavitud del salario, y sólo aumenta su faena.

Según las últimas estadísticas sometidas a un Comité acerca del trabajo y los salarios y la congestión de la población, el diez por ciento de las trabajadoras asalariadas de Nueva York eran casadas, y debían trabajar por pagas irrisorias. Añádase a esto el peso de los quehaceres domésticos, ¿qué es lo que queda de la protección, de la gloria del hogar? Además, tampoco las jóvenes de las clases medias pueden jactarse de poseer un hogar, desde que es el hombre exclusivamente el que crea esa órbita doméstica, donde ella será solamente un satélite. Nada importa que el marido sea un bruto, o muy gentil. Lo que en definitiva quiero probar es que el matrimonio le asegura un hogar a la mujer, gracias al marido. Allí, ella se moverá años y años hasta que el aspecto de su vida y de sus relaciones con aquel se volverá chato, mezquino y aburrido como todo lo que la rodea. Escaso asombro causará si llega a ser chicanera, chismosa, regañona y tan insoportable que el hombre procurará quedarse en casa lo menos posible. Ella no puede irse, aunque lo quisiera; no tiene ninguna parte donde refugiarse. Se vuelve atolondrada, frívola o pesada, tímida en sus decisiones, cobarde en sus juicios; será un peso y un aburrimiento que muchos hombres llegarán a odiar y a despreciar. Una atmósfera de inspiraciones maravillosas ¿no es cierto?

Pero ¿el niño? ¿Cómo será protegido sino por el matrimonio? ¿Después de todo no es esto lo que más debe tenerse en cuenta? ¡La vergüenza y la hipocresía y todo ello! El casamiento protege a sus vástagos, y no obstante, miles de niños se hallan en la calle, sin pan ni techo. El matrimonio protege a sus pequeñuelos y a pesar de todo, los orfelinatos rebosan de ellos, los reformatorios no tienen más sitios para alojarlos y las sociedades que tratan de prevenir los malos tratos contra la niñez no dan abasto rescatando a las pequeñas víctimas de las manos de padres amorosos, para colocarlas bajo la protección de sociedades de beneficencia. ¡Oh, el sarcasmo amargo de todo eso!

El casamiento podrá tener el poder de conducir el caballo a la fuente de agua, pero jamás pudo obligarlo a beber. La ley hace arrestar al padre, le viste de penado; ¿remedió con ello el hambre de su hijo? Si el padre no tiene trabajo, o si esconde su identidad, ¿qué hará el matrimonio? Invoca la ley y lo lleva ante la justicia, la que lo pondrá bajo llave en la prisión; el trabajo que allí haga no irá a salvar de la miseria al niño, sino que pasará a las fauces del Estado. El pequeño heredará la maldita memoria de su padre, con el traje a rayas de penado.

Referente a la protección de la mujer, es ahí en donde está la peor maldición del matrimonio. No es que no la proteja realmente; mas esta sola idea es asqueante, es tal ultraje e insulto a la vida, tan degradante para la dignidad humana, que esto bastaría para condenar para siempre jamás esta parasitaria institución.

Es como la patria potestad, capitalismo, le roba al hombre su derecho en cuanto nace, impide su crecimiento por todos los medios, envenena su cuerpo, lo mantiene en perfecta ignorancia, y en la más horrida pobreza y servilismo; después sus instituciones de beneficencia y de caridad borran los últimos vestigios de dignidad en él.

La institución del matrimonio hace de la mujer un absoluto parásito, un ser que está sometido a otro ser. La incapacita para la lucha por la vida, aniquila su conciencia social, paraliza su imaginación, y entonces le impone su graciosa protección, lo que no es nada más que una trampa, disfrazada de humanitarismo.

Si la maternidad es la suprema misión de la mujer, ¿qué otra protección necesitará si no amor y libertad? Y es lo contrario, el casamiento corrompe, desnaturaliza, violenta su alto rol en la vida. ¿No se le dice a la mujer: ¿Solamente si me sigues a todas partes donde yo vaya, he de dar vida a tu seno? ¿No es esto infamante, no la condena sin remisión, si por acaso se rehúsa a comprar el derecho de maternidad vendiéndose en cuerpo y alma? No solamente el matrimonio no sanciona la maternidad, sino que ¿acaso no la hace concebir con odio y repugnancia? Y aún las veces que la maternidad elige libremente en el éxtasis del amor, en impulso irrefrenable de pasión, ¿no coloca al pobre inocente una corona de espinas y con letras de sangre le graba en la frente el afrentoso epíteto de bastardo? Si el casamiento hubiese de contener todas las virtudes que se le adjudican gratuitamente, los crímenes que ha cometido contra la maternidad lo excluiría, de hecho, del reinado del amor.

El amor, que es el más intenso y profundo elemento de la vida, el precursor de la esperanza, de la alegría y del éxtasis; el amor, que desafía impunemente todas las leyes humanas y divinas y las más aborrecibles convenciones; el amor uno de los más poderosos modeladores de los destinos humanos, ¿cómo tal torrente de fuerza puede ser sinónimo del pobrecito Estado y del mojigato sacramento matrimonial, concedido por nuestra santa madre Iglesia?

¿Amor libre? Si hay algo en el mundo libre, es precisamente el amor. El hombre pudo comprar cerebros pero con todos sus millones no consiguió el amor. El hombre subyugó los cuerpos, pero no logrará subyugar el amor. El hombre conquistó naciones enteras; pero sus ejércitos no pudieron conquistar un grano de amor. El hombre cargó de cadenas el espíritu, pero se encontró completamente inerme, indefenso ante el amor. Encaramado en el más alto trono, con todo su esplendor y su oro, su poder será omnímodo, pero basta que el amor pase a su lado para que lo suma en una profunda desolación. Y si en cambio visita una miserable choza, la convertirá en el más radiante paraíso, dándole el sentido de una nueva vida, más animada en ternura y fantasía. El amor tiene la mágica virtud de convertir a un mendigo en un rey. Sí; el amor es libre; no puede existir en otra atmósfera. En plena libertad se entrega sin reservas, abundante y totalmente. Todas las leyes, todos los códigos y todas las cortes judiciales del universo no podrán arrancarlo del suelo, una vez que haya echado raíces en él. ¿Cómo se quiere, entonces, si el suelo es estéril, que el matrimonio le haga dar frutos? Es parecida a la lucha desesperada de la muerte contra el raudo vuelo de la vida.

El amor no necesita protección; se basta a sí mismo. Tan pronto como el amor impregne la vida con su ardiente y perfumado aliento no habrá más criaturas desamparadas, ni los hambrientos, ni los sedientos de afectos. Sé muy bien que esto es verdad. Conocí a una mujer que llegó a ser madre libremente con el hombre que amaba. Pocos niños en su cuna de oro fueron rodeados de más cariño, de más cuidados y devoción como los que es capaz de prodigar la libre maternidad.

Los defensores de la autoridad temen el advenimiento de la libre maternidad, que les ha de robar sus presas. ¿Quiénes irían a los campos de combate? ¿Quiénes han de crear el bienestar común? ¿Quién sería policía, carcelero, si la mujer se negara a dar a luz, y sólo se aviniese a ello, no como a una función maquinal, sino con inteligencia y discernimiento? ¡La raza!, ¡la raza!, gritan el rey, los presidentes de las repúblicas, el capitalista y el cura. La raza ha de ser preservada y aumentada, aunque la mujer se convierta en una mera máquina; y es que el matrimonio no es más que una válvula de escape contra el peligro del despertar del sexo femenino. Pero son en vano esos desesperados esfuerzos para conservar este estado de esclavitud. En vano, también, los edictos de la Iglesia, los vesánicos ataques de legisladores, y en vano el arma de la ley. La mujer no necesita prestarse más a ser un medio de producción de una raza de seres enfermos, débiles, decrépitos, sin la fuerza ni el valor moral para sacudir el yugo de la pobreza y de la esclavitud. Por el contrario, ella quiere pocos hijos y mejores, vigorosos y sanos; concebidos por el amor y elegidos libremente; no por obligación e indistintamente, así como lo impone el matrimonio. Nuestros pseudo moralistas tienen todavía que aprender lo que es la profunda responsabilidad contraída con el niño al nacer, que el amor libre despertó en la mujer. Más bien rechazará la gloria de la maternidad, que traer nuevos seres a la vida, a un ambiente que respira solamente destrucción y muerte. Y si llega a ser madre, es para otorgarlo todo, lo más hondo que pueda darle de sí misma. Nacer y crecer con sus pequeñuelos, es su lema; comprende ella que es la única manera de construir una raza sana.

Ibsen tuvo la verdadera visión de cuál sería la maternidad libre, cuando de mano maestra trazó la figura de Mrs. Alving de Los Espectros. Ello, representaba la madre ideal, porque supo ver bien los horrores del matrimonio, rompió sus cadenas y trató de liberar su espíritu de los prejuicios a precio de muchos sufrimientos hasta volverse en una personalidad fuerte y moralmente pura. Solamente que fue muy tarde para que ella rescatara la única alegría de su vida, su Osvaldo; pero ni tan tarde tampoco para llegar a comprender que el amor libre había de ser la única condición a fin de que la vida fuese bella. Aquellas que, como la señora Alving pagaron con sangre y lágrimas el despertar de su espíritu, también repudiaron el matrimonio como una imposición arbitraria, como una mancilla y una mofa absurda. Ellas saben que donde el amor existe, sea por un breve espacio de tiempo o por una eternidad, allí está la fuerza creadora, la gran corriente de inspiración que echará las bases para una nueva raza y para un nuevo mundo.

En los tiempos presentes, de pigmea catadura espiritual, el amor es algo extraño a mucha gente, Falseado y huido, rara vez logra arraigarse en las almas; y cuando lo hace, muy pronto agoniza y desaparece. Sus delicadas fibras no pueden soportar la exasperada tensión del diario trajín. En su esencia, es tan complejo que no puede ajustarse a la estrecha medida de nuestra fábrica social. El llora, gime y sufre con aquellos que lo necesitan, y asimismo le falta impulso para llegar a la cima.

Algún día y algunos hombres y mujeres surgirán para elevarse a los picos más altos, y allí se encontrarán grandes, fuertes y libres, prestos a recibir, a compartir en un abrazo los rayos de oro del amor. Qué fantasía, que imaginación, que genio poético podrá prever aún aproximadamente la tremenda potencia creadora que tendrá ese torrente de fuerzas en la existencia de las mujeres y los hombres. Si el mundo ha de dar nacimiento al verdadero compañerismo entre los humanos, la fraterna unión de ellos, no el matrimonio, sino el amor será su padre fecundo.


La tragedia de la emancipación de la mujer

Comenzaré admitiendo lo siguiente: sin tener en cuenta las teorías políticas y económicas que tratan de las diferencias fundamentales entre las varias agrupaciones humanas; sin miramiento alguno para las distinciones de raza o de clase, sin parar mientes en la artificial línea divisoria entre los derechos del hombre y de la mujer, sostengo que puede haber un punto en cuya diferenciación misma se ha de coincidir, encontrarse y unirse en perfecto acuerdo.

Con esto no quiero proponer un pacto de paz. El general antagonismo social que se posesionó de la vida contemporánea, originado, por fuerzas de opuestos y contradictorios intereses, ha de derrumbarse cuando la reorganización de la vida societaria, al basarse sobre principios económicos justicieros, sea un hecho y una realidad.

La paz y la armonía entre ambos sexos y entre los individuos, no ha de depender necesariamente de la igualdad superficial de los seres, ni tampoco traerá la eliminación de los rasgos y de las peculiaridades de cada individuo. El problema planteado actualmente, pudiendo ser resuelto en un futuro cercano, consiste en preciarse de ser uno mismo, dentro de la comunión de la masa de otros seres y de sentir hondamente esa unión con los demás, sin avenirse por ello a perder las características más salientes de sí mismo. Esto me parece a mí que deberá ser la base en que descansa la masa y el individuo, el verdadero demócrata y el verdadero individualista, o donde el hombre y la mujer han de poderse encontrar sin antagonismo alguno. El lema no será: perdonaos unos a otros, sino: comprendeos unos a otros. La sentencia de Mme. Stael citada frecuentemente: Comprenderlo todo es perdonarlo todo, nunca me fue simpática; huele un poco a sacristía; la idea de perdonar a otro ser demuestra una superioridad farisaica.

Comprenderse mutuamente es para mí suficiente. Admitida en parte esta premisa, ella presenta el aspecto fundamental de mi punto de vista acerca de la emancipación de la mujer y de la entera repercusión en todas las de su sexo.

Su completa emancipación hará de ella un ser humano, en el verdadero sentido. Todas sus fibras más íntimas ansían llegar a la máxima expresión del juego interno de todo su ser, y barrido todo artificial convencionalismo, tendiendo a la más completa libertad, ella irá luego borrando los rezagos de centenares de años de sumisión y de esclavitud.

Este fue el motivo principal y el que originó y guió el movimiento de la emancipación de la mujer. Más los resultados hasta ahora obtenidos, la aislaron despojándola de la fuente primaveral de los sentidos y cuya dicha es esencial para ella. La tendencia emancipadora, afectándole sólo en su parte externa, la convirtió en una criatura artificial, que tiene mucho parecido con los productos de la jardinería francesa con sus jeroglíficos y geometrías en forma de pirámide, de conos, de redondeles, de cubos, etc.; cualquier cosa, menos esas formas sumergidas por cualidades interiores. En la llamada vida intelectual, son numerosas esas plantas artificiales en el sexo femenino.

¡Libertad e igualdad para las mujeres! Cuántas esperanzas y cuántas ilusiones despertaron en el seno de ellas, cuando por primera vez estas palabras fueron lanzadas por los más valerosos y nobles espíritus de estos tiempos. Un sol, en todo el esplendor de su gloria emergía para iluminar un nuevo mundo; ese mundo, donde las mujeres se hallaban libres para dirigir sus propios destinos; un ideal que fue merecedor por cierto de mucho entusiasmo, de valor y perseverancia, y de incesantes esfuerzos por parte de un ejército de mujeres, que combatieron todo lo posible contra la ignorancia y los prejuicios.

Mi esperanza también iba hacia esa finalidad, pero opino que la emancipación como es interpretada y aplicada actualmente, fracasó en su cometido fundamental. Ahora la mujer se ve en la necesidad de emanciparse del movimiento emancipacionista si desea hallarse verdaderamente libre. Puede esto parecer paradójico, sin embargo es la pura verdad.

¿Qué consiguió ella, al ser emancipada? Libertad de sufragio, de votar. ¿Logró depurar nuestra vida política, como algunos de sus más ardientes defensores predecían? No, por cierto. De paso hay que advertir, ya llegó la hora de que la gente sensata no hable más de corruptelas políticas en tono campanudo. La corrupción en la política nada tiene que ver con la moral o las morales, ya provenga de las mismas personalidades políticas.

Sus causas proceden de un punto solo. La política es el reflejo del mundo industrial, cuya máxima es: bendito sea el que más toma y menos da; compra lo más barato y vende lo más caro posible, la mancha en una mano, lava la otra. No hay esperanza alguna de que la mujer, aun con la libertad de votar, purifique la política.

El movimiento de emancipación trajo la nivelación económica entre la mujer y el hombre; pero como su educación física en el pasado y en el presente no le suministró la necesaria fuerza para competir con el hombre, a menudo se ve obligada a un desgaste de energías enormes, a poner en máxima tensión su vitalidad, sus nervios a fin de ser evaluada en el mercado de la mano de obra. Raras son las que tienen éxito, ya que las mujeres profesoras, médicas, abogadas, arquitectos e ingenieros, no merecen la misma confianza que sus colegas los hombres, y tampoco la remuneración para ellas es paritaria. Y las que alcanzan a distinguirse en sus profesiones, lo hacen siempre a expensas de la salud de sus organismos. La gran masa de muchachas y mujeres trabajadoras, ¿qué independencia habrían ganado al cambiar la estrechez y la falta de libertad del hogar, por la carencia total de libertad de la fábrica, de la confitería, de las tiendas o de las oficinas? Además está el peso con el que cargarán muchas mujeres al tener que cuidar el hogar doméstico, el dulce hogar, donde solo hallarán frío, desorden, aridez, después de una extenuante jornada de trabajo. ¡Gloriosa independencia esta! No hay pues que asombrarse que centenares de muchachas acepten la primer oferta de matrimonio, enfermas, fatigadas de su independencia, detrás del mostrador, o detrás de la máquina de coser o escribir. Se hallan tan dispuestas a casarse como sus compañeras de la clase media, quienes ansían substraerse de la tutela paternal.

Esa sediciente independencia, con la cual apenas se gana para vivir, no es muy atrayente, ni es un ideal; al cual no se puede esperar que se le sacrifiquen todas las cosas. La tan ponderada independencia no es después de todo más que un lento proceso para embotar, atrofiar la naturaleza de la mujer en sus instintos amorosos y maternales.

Sin embargo la posición de la muchacha obrera es más natural y humana que la de su hermana de las profesiones liberales, quien al parecer es más afortunada, profesoras, médicas, abogadas, ingenieras, las que deberán asumir una apariencia de más dignidad, de decencia en el vestir, mientras que interiormente todo es vacío y muerte.

La mezquindad de la actual concepción de la independencia y de la emancipación de la mujer; el temor de no merecer el amor del hombre que no es de su rango social; el miedo que el amor del esposo le robe su libertad; el horror a ese amor o a la alegría de la maternidad, la inducirá a engolfarse cada vez más en el ejercicio de su profesión, de modo que todo esto convierte a la mujer emancipada en una obligada vestal, ante quien la vida, con sus grandes dolores purificadores y sus profundos regocijos, pasa sin tocarla ni conmover su alma.

La idea de la emancipación, tal como la comprende la mayoría de sus adherentes y expositores, resulta un objetivo limitadísimo que no permite se expanda ni haga eclosión; esta es: el amor sin trabas, el que contiene la honda emoción de la verdadera mujer, la querida, la madre capaz de concebir en plena libertad.

La tragedia que significa resolver su problema económico y mantenerse por sus propios medios, que hubo de afrontar la mujer libre, no reside en muchas y variadas experiencias, sino en unas cuantas, las que más la aleccionaron. La verdad, ella sobrepasa a su hermana de las generaciones pretéritas, en el agudo conocimiento de la vida y de la naturaleza humana; es por eso que siente con más intensidad la falta de todo lo más esencial en la vida -lo único apropiado para enriquecer el alma humana, -y que sin ello, la mayoría de las mujeres emancipadas se convierten a un automatismo profesional.

Semejante estado de cosas fue previsto por quienes supieron comprender que en los dominios de la ética quedaban aún en pie muchas ruinas de los tiempos, en que la superioridad del hombre fue indisputada; y que esas ruinas eran todavía utilizadas por las numerosas mujeres emancipadas que no podían hacer a menos de ellas. Es que cada movimiento de tinte revolucionario que persigue la destrucción de las instituciones existentes con el fin de reemplazarlas por otra estructura social mejor, logra atraerse innumerables adeptos que en teoría abogan por las ideas más radicales y en la práctica diaria, se conducen como todo el mundo, como los inconscientes y los filisteos (burgueses), fingiendo una exagerada respetabilidad en sus sentimientos e ideas y demostrando el deseo de que sus adversarios se formen la más favorable de las opiniones acerca de ellos. Aquí, por ejemplo, tenemos los socialistas y aun los anarquistas, quienes pregonan que la propiedad es un robo, y asimismo se indignarán contra quien les adeude por el valor de media docena de alfileres.

La misma clase de filisteísmo se encuentra en el movimiento de emancipación de la mujer. Periodistas amarillos y una literatura ñoña y color de rosa trataron de pintar a las mujeres emancipadas de un modo como para que se les erizaran los cabellos a los buenos ciudadanos y a sus prosaicas compañeras. De cada miembro perteneciente a las tendencias emancipacionistas, se trazaba un retrato parecido al de Jorge Sand, respecto a su despreocupación por la moral. Nada era sagrado para la mujer emancipada, según esa gente. No tenía ningún respeto por los lazos ideales de una mujer y un hombre. En una palabra, la emancipación abogaba solo por una vida de atolondramiento, de lujuria y de pecado; sin miramiento por la moral, la sociedad y la religión. Las propagandistas de los derechos de la mujer se pusieron furiosas contra esa falsa versión, y exentas de ironía y humor, emplearon a fondo todas sus energías para probar que no eran tan malas como se les había pintado, sino completamente al reverso. Naturalmente -decían- hasta tanto la mujer siga siendo esclava del hombre, no podrá ser buena ni pura; pero ahora que al fin se ha libertado demostrará cuan buena será y cómo su influencia deberá ejercer efectos purificadores en todas las instituciones de la sociedad. Cierto, el movimiento en defensa de los derechos de la mujer dio en tierra con más de una vieja traba o prejuicio, pero se olvidó de los nuevos.

El gran movimiento de la verdadera emancipación no se encontró con una gran raza de mujeres, capaces y con el valor de mirar en la cara a la libertad. Su estrecha y puritana visión, desterró al hombre, como a un elemento perturbador de su vida emocional, y de dudosa moralidad. El hombre no debía ser tolerado, a excepción del padre y del hijo, ya que un niño no vendrá a la vida sin el padre. Afortunadamente, el más rígido puritanismo no será nunca tan fuerte que mate el instinto de la maternidad. Pero la libertad de la mujer, hallándose estrechamente ligada con la del hombre, y las llamadas así hermanas emancipadas pasan por alto el hecho que un niño al nacer ilegalmente necesita más que otro el amor y cuidado de todos los seres que están a su alrededor, mujeres y hombres. Desgraciadamente esta limitada concepción de las relaciones humanas hubo de engendrar la gran tragedia existente en la vida del hombre y de la mujer moderna.

Hace unos quince años que apareció una obra cuyo autor era la brillante escritora noruega Laura Marholom. Se titulaba La mujer, estudio de caracteres. Fue una de las primeras en llamar la atención sobre la estrechez y la vaciedad del concepto de la emancipación de la mujer, y de los trágicos efectos ejercidos en su vida interior. En su trabajo, Laura Marholom traza las figuras de varias mujeres extraordinariamente dotadas y talentosas de fama internacional; habla del genio de Eleonora Duse; de la gran matemática y escritora Sonya Kovalevskaia; de la pintora y poetisa innata que fue María Bashkirtzeff, quien murió muy joven. A través de la descripción de las existencias de esos personajes femeninos y a través de sus extraordinarias mentalidades, corre la trama deslumbrante de los anhelos insatisfechos, que claman por un vivir más pleno, más armonioso y más bello y al no alcanzarlo, de ahí su inquietud y su soledad. Y a través de esos bocetos psicológicos, magistralmente realizados, no se puede menos de notar que cuanto más alto es el desarrollo de la mentalidad de una mujer, son más escasas las probabilidades de hallar el ser, el compañero de ruta que le sea completamente afín; el que no verá en ella, no solamente la parte sexual, sino la criatura humana, el amigo, el camarada de fuerte individualidad, quien no tiene por qué perder un solo rasgo de su carácter.

La mayoría de los hombres, pagados por su suficiencia, con su aire ridículo de tutelaje hacia el sexo débil, resultarían entes algo absurdos, imposibles para una mujer como las descritas en el libro de Laura Marholom. Igualmente imposible sería que no se quisiese ver en ellas más que sus mentalidades y su genio, y no se supiese despertar su naturaleza femenina.

Un poderoso intelecto y la fineza de sensibilidad y sentimiento son dos facultades que se consideran como los necesarios atributos que integrarán una bella personalidad. En el caso de la mujer moderna, ya no es lo mismo. Durante algunos centenares de años el matrimonio basado en la Biblia, hasta la muerte de una de las partes, se reveló como una institución que se apuntaba en la soberanía del hombre en perjuicio de la mujer, exige su completa sumisión a su voluntad y a sus caprichos, dependiendo de él por su nombre y por su manutención. Repetidas veces se ha hecho comprobar que las antiguas relaciones matrimoniales se reducían a hacer de la mujer una sierva y una incubadora de hijos. Y no obstante, son muchas las mujeres amancipadas que prefieren el matrimonio a las estrecheces de la soltería, estrecheces convertidas en insoportables por causa de las cadenas de la moral y de los prejuicios sociales, que cohíben y coartan su naturaleza.

La explicación de esa inconsistencia de juicio por parte del elemento femenino avanzado, se halla en que no se comprendió lo que verdaderamente significaba el movimiento emancipacionista. Se pensó que todo lo que se necesitaba era la independencia contra las tiranías exteriores; y las tiranías internas, mucho más dañinas a la vida y a sus progresos -las convenciones éticas y sociales- se las dejó estar, para que se cuidaran a sí mismas, y ahora están muy bien cuidadas. Y éstas parece que se anidan con tanta fuerza y arraigo en las mentes y en los corazones de las más activas propagandistas de la emancipación, como los que tuvieron en las cabezas y en los corazones de sus abuelas.

¿Esos tiranos internos acaso no se encarnan en la forma de la pública opinión, o lo que dirá mamá, papá, tía, y otros parientes; lo que dirá Mrs. Grundy, Mr. Comstock, el patrón, y el Consejo de Educación? Todos esos organismos tan activos, pesquisas morales, carceleros del espíritu humano, ¿qué han de decir? Hasta que la mujer no haya aprendido a desafiar a todas las instituciones, resistir firmemente en su sitio, insistiendo que no se la despoje de la menor libertad; escuchando la voz de su naturaleza, ya la llame para gozar de los grandes tesoros de la vida, el amor por un hombre, o para cumplir con su más gloriosa misión, el derecho de dar libremente la vida a una criatura humana, no se puede llamar emancipada. Cuántas mujeres emancipadas han sido lo bastante valerosas para confesarse que la voz del amor lanzaba sus ardorosos llamados, golpeaba salvajemente su seno, pidiendo ser escuchado, ser satisfecho.

El escritor francés Jean Reibrach, en una de sus novelas, New Beauty -La Nueva Belleza- intenta describir el ideal de la mujer bella y emancipada. Este ideal está personificado en una joven, doctorada en medicina. Habla con mucha inteligencia y cordura de cómo debe alimentarse un bebé; es muy bondadosa, suministra gratuitamente sus servicios profesionales y las medicinas para las madres pobres. Conversa con un joven, una de sus amistades, acerca de las condiciones sanitarias del porvenir y cómo los bacilos y los gérmenes serán exterminados una vez que se adopten paredes y pisos de mármol, piedra o baldosas, haciendo a menos de las alfombras y de los cortinados. Ella naturalmente, viste sencillamente y casi siempre de negro. El joven, quien en el primer encuentro se sintió intimidado ante la sabiduría de su emancipada amiga, gradualmente la va conociendo y comprendiendo cada vez más, hasta que un buen día se da cuenta que la ama. Los dos son jóvenes, ella es buena y bella y, aunque un tanto severa en su continencia, su apariencia se suaviza con el inmaculado cuello y puños. Uno esperaría que le confesara su amor, pero él no está por cometer ningún gesto romántico y absurdo. La poesía y el entusiasmo del amor le hacen ruborizar, ante la pureza de la novia. Silencia el naciente amor, y permanece correcto. También, ella es muy medida, muy razonable, muy decente. Temo que de haberse unido esa pareja, el jovencito hubiera corrido el riesgo de helarse hasta morirse. Debo confesar que nada veo de hermoso en esta nueva belleza, que es tan fría como las paredes y los pisos que ella sueña implantar en el porvenir. Prefiero más bien los cantos de amor de la época romántica, don Juan y Venus, más bien el mocetón que rapta a su amada en una noche de luna, con las escaleras de cuerda, perseguido por la maldición del padre y los gruñidos de la madre, y el chismorreo moral del vecindario, que la corrección y la decencia medida por el metro del tendero. Si el amor no sabe darse sin restricciones, no es amor, sino solamente una transacción, que acabará en desastre por el más o el menos.

La gran limitación de miras del movimiento emancipacionista de la actualidad, reside en su artificial estiramiento y en la mezquina respetabilidad con que se reviste, lo que produce un vacío en el alma de la mujer, no permitiéndole satisfacer sus más naturales ansias. Una vez hice notar que parecía existir una más estrecha relación entre la madre de corte antiguo, el ama de casa siempre alerta, velando por la felicidad de sus pequeños y el bienestar de los suyos, y la verdadera mujer moderna, que con la mayoría de las emancipadas. Estas discípulas de la emancipación depurada, clamaron contra mi heterodoxia y me declararon buena para la hoguera. Su ciego celo no les dejó ver que mi comparación entre lo viejo y lo nuevo tendía solamente a probar que un buen número de nuestras abuelas tenían más sangre en las venas, mucho más humor e ingenio, y algunas poseían en alto grado naturalidad, sentimientos bondadosos y sencillez, más que la mayoría de nuestras profesionales emancipadas que llenan las aulas de los colegios, las universidades y las oficinas. Esto después de todo no significa el deseo de retornar al pasado, ni relegar a la mujer a su antigua esfera, la cocina y al amamantamiento de las crías.

La salvación estriba en una enérgica marcha hacia un futuro cada vez más radiante. Necesitamos que cada vez sea más intenso el desdén, el desprecio, la indiferencia contra las antiguas tradiciones y los viejos hábitos. El movimiento emancipacionista ha dado apenas el primer paso en este sentido. Es de esperar que reúna sus fuerzas para dar otro. El derecho del voto, de la igualdad de los derechos civiles, pueden ser conquistas valiosas; pero la verdadera emancipación no empieza en los parlamentos, ni en las urnas. Empieza en el alma de la mujer. La historia nos cuenta que las clases oprimidas conquistaron su verdadera libertad, arrancándosela a sus amos en una serie de esfuerzos. Es necesario que la mujer se grabe en la memoria esa enseñanza y que comprenda que tendrá toda la libertad que sus mismos esfuerzos alcancen a obtener. Es por eso mucho más importante que comience con su regeneración interna, cortando el lazo del peso de los prejuicios, tradiciones y costumbres rutinarias. La demanda para poseer iguales derechos en todas las profesiones de la vida contemporánea es justa; pero, después de todo, el derecho más vital es el de poder amar y ser amada.

Verdaderamente, si de una emancipación apenas parcial se llega a la completa emancipación de la mujer, habrá que barrer de una vez con la ridícula noción que ser amada, ser querida y madre, es sinónimo de esclava o de completa subordinación. Deberá hacer desaparecer la absurda noción del dualismo del sexo, o que el hombre y la mujer representan dos mundos antagónicos.

La pequeñez separa; la amplitud une. Dejen que seamos grandes y generosos. Déjenos hacer de lado un cúmulo de complicadas mezquindades para quedarnos con las cosas vitales. Una sensata concepción acerca de las relaciones de los sexos no ha de admitir el conquistado y el conquistador; no conoce más que esto: prodigarse, entregarse sin tasa para encontrarse a sí mismo más rico, más profundo, mejor. Ello sólo podrá colmar la vaciedad interior, y transformar la tragedia de la emancipación de la mujer, en gozosa alegría, en dicha ilimitada.


El sufragio femenino

Nos jactamos de pertenecer al siglo de las luces de los grandes descubrimientos, del adelanto portentoso de la ciencia y de un progreso extraordinario en todos los órdenes de la actividad humana. ¿No es extraño que sigamos comulgando en el culto de los fetiches? La verdad, nuestros fetiches de ahora cambiaron de forma y sustancia, pero el influjo que ejercen en la mente humana continúa siendo tan desastroso como el de los antiguos.

Otro de nuestros modernos fetiches es el sufragio. Y lo es para aquellos que apenas terminaron de combatir en las revoluciones sangrientas que lo instauró, como lo es para aquellos que disfrutaron su reinado llevando su penoso sacrificio al altar de sus omnipotentes dietas. ¡Guay del hereje que ose disentir con esa divinidad!

Las mujeres, aun más que los hombres, son fetichistas, y aunque sus ídolos pueden cambiar, seguirán arrodilladas, con las manos en alto, ciegas siempre ante ese dios con pies de arcilla. De ahí que desde tiempo inmemorial el sexo femenino haya sido el más grande sostenedor de todo género de deidades. De ahí, también, que tuviera que pagar un precio que sólo los dioses exigen, que fue su libertad, sus sentimientos, su vida entera.

La memorable máxima de Nietzsche: cuando vayas con mujeres provéete de un látigo, aunque se la considere demasiado brutal, resulta muy justa para ellas en su actitud hacia sus dioses.

La religión, especialmente la cristiana, la condenó a una vida de inferioridad, a la esclavitud. Torció su íntima naturaleza, sus instintos más sanos, reprimió los impulsos de su alma; sin embargo, la Iglesia no posee un sostén más firme que la devoción de la mujer. Se puede decir, sin temor de ser desmentidos, que la religión habría cesado de existir hace mucho tiempo como un factor preponderante en la vida de las personas, si no fuera por el continuo apoyo que recibe de las mujeres. Las más fervientes devotas, que llenan las iglesias, son mujeres; los más incansables misioneros que viajan por todo el mundo, son mujeres; mujeres que siempre continúan sacrificándose en el altar de los dioses, que encadenaron su espíritu y esclavizaron su cuerpo.

La guerra, el insaciable monstruo, le roba a ella todo lo que es más querido y precioso. Le arranca sus hermanos, sus novios, sus hijos y en pago la sume en la soledad y en la desesperación. Sin embargo, el apoyo más sólido que posee el culto de la guerra procede de la mujer. Ella es la que a sus hijos inspira el anhelo de la conquista y del poder; ella susurra en los oídos de sus pequeñuelos la gloria de la guerra, y cuando mece la cuna del bebé, le duerme musitándole cantos marciales, en los que suenan los clarines y rugen los cañones. Es la mujer la que corona a los victoriosos que regresan de los campos de batalla. Sí, es la mujer la que paga el más alto precio al monstruo insaciable de la guerra.

Llega su turno al hogar. ¡Qué terrible fetiche es! De qué manera va royendo las energías más vitales de la mujer, dentro de esa moderna prisión con barrotes de oro. Los rayos deslumbrantes que despide ciegan a la mujer que ha de oblar el duro precio de esposa, de madre y de ama de casa. Asimismo se aferra tenazmente al hogar, esa poderosa institución que la mantiene en la esclavitud.

Puede decirse que la mujer, reconociendo cuán dócil y deleznable instrumento es para el Estado y la Iglesia, necesita del sufragio que ha de liberarla. Esto puede ser cierto para una pequeña minoría; mas la mayoría de las sufragistas repudian esta sensata tendencia como algo sacrílego. Al contrario, insisten que al concedérsele el sufragio a la mujer, ella logrará ser una más perfecta cristiana, ama de casa y mejor ciudadana. De este modo el sufragio no es más que un medio para fortalecer la omnipotencia de todos esos dioses que adoró y sirvió desde tiempo inmemorial.

Entonces ¿qué asombro puede causar que ella vuelva a ser tan celosa, tan devota, como antaño lo fue, y se postre ante el nuevo ídolo, el sufragio? Desde la antigüedad soporta persecuciones, encarcelamientos, torturas y toda forma de sufrimientos con la sonrisa que le ilumina el rostro. Desde la antigüedad espera también con el corazón ligero, el eterno milagro de la deidad del siglo XIX, el sufragio. Una nueva vida, dicha, goces, alegrías, libertad e independencia personal, todo eso y más tiene la esperanza que surja del sufragio, como por escotillón. En su ciega devoción, no ve lo que percibieron hace cincuenta años otros intelectos: que el sufragio es un grandísimo daño que cooperó en la esclavización del pueblo; mas ella astutamente cierra los ojos ante la evidencia, en el deseo que su ilusión no se disuelva en el aire.

El sufragio, en igualdad de condiciones para la mujer y el hombre, se basa en la idea fundamental que ella debe tener el mismo derecho que su compañero a participar en los asuntos de la sociedad. No es posible que se pueda rehusarle esa justa participación en la vida societaria, aunque el sufragio fuera una práctica sana y justiciera. Mas la ignorancia de la mente humana está compuesta para ver un derecho, una libertad, donde no hay más que una imposición. ¿No significa acaso una de las más brutales imposiciones esto que un grupo de personas conciban y confeccionen leyes para obligar con la fuerza y la violencia a que otras las acaten y obedezcan? Y todavía la mujer clama por esa única oportunidad, que trajo tanta miseria al mundo, que le hurtó al hombre su integridad y la confianza en sí mismo; una imposición que corrompió totalmente al pueblo, convirtiéndolo en fácil presa en las manos de políticos sin escrúpulos y venales.

¡EI pobre y estúpido ciudadano libre norteamericano! Libre para morirse de hambre, libre para vagar por las calles de las grandes ciudades y del campo; él disfruta de la bienaventuranza del sufragio universal, y con su derecho forjó las cadenas que arrastran sus pies. La recompensa que recibe se reduce a una labor agotadora, leyes prohibiendo con graves penas el derecho del boicot, de atacar a los rompehuelgas, en efecto, todo, casi todo, menos salvaguardar su sacrosanto derecho a fin de que no le roben el fruto de su trabajo. Y asimismo nada le enseñaron a la mujer los desastrosos resultados de este fetiche del siglo XIX. Es que se nos asegura que si ella entra en la liza, purificará la política.

Innecesario sería decir que no me opongo al sufragio femenino; en el sentido convencional de la idea pura, debería ejercerlo. Ya que no veo por cuáles razones físicas, psicológicas y morales la mujer no posee los mismos derechos del hombre. Mas esto no me ciega hasta llegar a la absurda noción que la mujer ha de llevar a cabo cosas en las que el hombre fracasó. Si ella no las hará peor, tampoco las hará mejor.

Presumir que ella logrará purificar lo que no es susceptible de purificación, es adjudicarle poderes sobrenaturales que nunca tuvo. Desde que su más grande desgracia fue que se la considerase un ángel o un demonio, su verdadera salvación se halla en que se le otorgue un razonable sitio en la tierra; es decir, que se la considere un ser humano y por ende sujeta a cometer los yerros y las locuras propios de la condición humana. ¿Podremos entonces creer que dos errores se convertirán porque sí en dos cosas justas, sensatas? Las más ardientes partidarias del sufragio femenino, ¿serán capaces de asentir con semejante locura?

De hecho los intelectuales más avanzados que trataron la cuestión del sufragio universal llegaron a la conclusión que el actual sistema político es absurdo y completamente inadecuado para satisfacer las apremiantes exigencias de mejoramiento, de justicia, de la vida moderna. Este punto de vista lo comparte una gran convencida de las bondades del sufragio femenino, Dra. Helen I. Summer. En su valioso trabajo Equal Suffrage, dice: En Colorado pude darme cuenta muy bien que la igualdad del voto femenino y masculino, ha servido solamente para demostrar del modo más contundente la esencial podredumbre del actual sistema y la degradación que él significa. Naturalmente la doctora Summer, al hablar así, subentiende un particular sistema de votaciones, pero con igual acierto lo dicho se aplica a la entera maquinaria política. Con semejante base es difícil comprender de qué manera la mujer, como factor político, puede beneficiarse a sí misma y al resto de la humanidad.

Pero las devotas del sufragio nos dicen: Contemplen y observen en los países y en los Estados en donde el sufragio femenino existe. Comprueben lo que las mujeres realizaron en Australia, en Nva. Zelandia, Finlandia, los países escandinavos, y en nuestros mismos Estados de Idaho, Colorado, Wyoming y Utah. La distancia añade encantos desconocidos, para citar el dicho polaco: nos hallamos muy bien donde nunca estuvimos. De ahí que se quiera presumir que en esos países y Estados, totalmente diferentes de los otros, poseen la más grande libertad, una grande igualdad económica y social, una noble apreciación de la vida, una bondadosa comprensión de la encarnizada lucha económica y en todo lo que atañe a las cuestiones vitales de la raza humana.

Las mujeres en Australia y en Nueva Zelandia pueden votar y colaborar en la confección de las leyes. ¿Las condiciones de los trabajadores en general son mejores que las de Inglaterra, donde las sufragistas desarrollan una heroica lucha? ¿Existe una libre maternidad más dichosa en la concepción de sus hijos que en Inglaterra? ¿No se sigue considerando a la mujer como un mero objeto de placer o de comodidad sexual? ¿Se emancipó ella de la moral puritana que igualmente afecta a ambos sexos? Ciertamente que no, pero la mujer política ha de responder afirmativamente, que sí, que todo se consiguió ya. Si esto fuese así, aun me parecería ridículo señalar a Australia y Nueva Zelandia como La Meca de las hazañas de la igualdad de sufragio.

Por otra parte, quienes conocen a fondo las condiciones políticas de Australia, afirman que los políticos amordazaron a los trabajadores con leyes tan restrictivas que si se declara una huelga sin el permiso legal de una comisión de arbitraje, este acto es considerado como un crimen de alta traición.

Ni por un momento pienso implicar al sufragio femenino como responsable por este estado de cosas. Lo que deseo indicar es que no hay razón para destacar a Australia como una obra maestra, fruto de las actividades femeninas, desde que con su influencia fue incapaz de libertar a los trabajadores de la esclavitud de la política patronal.

Finlandia le otorgó a las mujeres el derecho del voto, y también el de sentarse en el Parlamento. ¿Esto le valió para desarrollar entre sus mujeres un más grande heroísmo, un sentimiento más intenso por la libertad que en las de Rusia? Finlandia, así como Rusia, estuvo bajo el sangriento látigo del zar. ¿Dónde existen las finlandesas Perovskaias, Spiridonovas, Figners, Breshskovskalas? ¿Dónde las innumerables muchachas finlandesas, como las rusas, quienes marchaban alegremente a Siberia en defensa de sus ideas? Finlandia tuvo una escasez penosa de libertadores heroicos. ¿El voto puede crearlos? El único finlandés vengador de su pueblo fue un hombre, no una mujer, y para el caso empleó un arma más eficaz que el voto.

Por parte de nuestros Estados, donde las mujeres votan, y a los que constantemente se los señaló como lugares de maravillas, ¿qué cosa se realizó con la ayuda del voto de la mujer que los otros Estados no tengan y gocen ampliamente, o que no se haya podido acometer mediante esfuerzos enérgicos, sin que el voto mediara para nada?

Si es verdad que en los Estados en que fue instaurado el sufragio femenino, la mujer participa de los mismos derechos del hombre sobre la propiedad, ¿de qué le vale esto a la masa de mujeres sin propiedad, a los millares de asalariadas, quienes viven al día? La igualdad en el voto no afectó sus condiciones; esto también lo admite la Dra. Summer, capacitada para conocer lo que allí sucede. Siendo una convencida sufragista, fue enviada al Colorado por el Coílegrate Eque Suffrage league of New York para realizar una serie de encuestas e investigaciones, recogiendo datos en favor del sufragio femenino. Ella será, pues, la última persona que diga algo en contra de su propio credo; y asimismo nos informa que la igualdad del sufragio alteró ligeramente las condiciones económicas de la mujer. Esta no recibe una paga adecuada a su trabajo; aunque en el Colorado el derecho de votar lo adquirió desde 1876, las maestras reciben un salario menor al de sus colegas de California. Por otra parte, la Srita. Summer nos hace notar el hecho de que habiendo la mujer ejercido el simple derecho del voto durante 34 años, y que desde 1894 se haya instaurado el sufragio en igualdad de condiciones para los puestos femeninos electivos, un censo realizado hace pocos meses, solamente en Denver descubrió 15,000 niños defectuosos físicamente en edad escolar. Ello con la agravante que en el Departamento de Educación había algunas mujeres desempeñando altas funciones, y también que el elemento femenino hizo votar leyes severas para la protección de los niños y los animales. Además, ellas tomaron el más grande interés por las instituciones del Estado, las cuales tratan de recoger los niños vagabundos, los defectuosos y los delincuentes. ¿Qué queda de la fama gloriosa del sufragio femenino si fracasó en su cometido más importante, el niño? ¿Y qué le resta de una más noble idea de la justicia, para que lleve a la niñez en la esfera de la política? Y en 1903, cuando los propietarios de las minas emprendieron una verdadera guerrilla contra los mineros de la Western Miners Union; cuando el general Bell implantó el reinado del terror, arrancando del lecho a los trabajadores, apaleándolos por las calles, masacrando a varios, arrojando a otros en los calabozos, declarando: al infierno la Constitución, al fuego con ella, ¿dónde estaban entonces las mujeres políticas y por qué no ejercieron el poder de sus votos? Sí, ellas lo emplearon. Ayudaron así a derrotar al gobernador Waite, un hombre de principios y de amplias miras liberales. Tuvo que cederle el sitio al instrumento de los reyes de las minas, el gobernador Peabody, el enemigo de los trabajadores, el zar del Colorado. Ciertamente, el sufragio masculino no habría hecho otra cosa. Claro que no. ¿Dónde están entonces las ventajas para la mujer y la sociedad, derivadas del sufragio femenino? La repetida afirmación que ella purificará la política no es más que un mito. Es el concepto que se deduce por las personas que estudiaron las condiciones políticas de Idaho, Wyoming, Colorado y Utah.

La mujer, esencialmente una puritana en lo moral, es naturalmente santurrona, siendo por eso incansable en su esfuerzo de convertir a los otros en buenas criaturas, como ella piensa que deben ser. De ahí que en Idaho, ella se apartó de su hermana de la calle, de reputación dudosa y la declaró inepta para votar. Eso de lo dudoso, no ha de comprenderse por la prostitución en el matrimonio. No hay necesidad de decir que la prostitución ilegal y el juego de azar son actividades severamente prohibidas. Respecto a las leyes, deberían pertenecer al gramatical género femenino: todo es prohibido. Por lo demás, las leyes son maravillosas. No necesitan extenderse mucho sin que su espíritu se abra a todas las plagas del infierno. La prostitución y los juegos de azar nunca florecieron allí con más exhuberancia como ahora que tienen las leyes en su contra.

En Colorado el puritanismo de las mujeres se manifestó en una forma drástica: Los hombres de existencia notoriamente viciosa y en relación con los lugares de corrupción, desaparecieron desde que la mujer adquirió el derecho de votar (Equal surfrage, Dra. Helen Summer). ¿Pudo el hermano Comstock portarse tan bien? ¿Pueden los padres puritanos hacer más? No sé si muchas de ellas han de comprender la gravedad que encierra este paso en falso. No sé si querrán comprender este hecho, que en vez de elevar a la mujer, la convirtieron en una espía política, una despreciable entrometida en los asuntos privados de la gente, no tanto por servir la causa, sino como decía una de ellas: les gusta ir a las casas desconocidas y husmear todo lo que ven, escuchar todo lo que oyen, tratándose de política o de otras cosas. (Equal Suffrage). Sí; hasta fisgonear dentro del alma humana en todos sus más escondidos rincones. ¿Y cuándo pudieron disfrutar de tan excelentes oportunidades, sino ahora que se metieron en la política?

Hombres notorios por sus existencias viciosas, relacionados con los sitios de corrupción. Ciertamente, esa mujer que desea reunir muchos votos no puede ser acusada de falta de sentido. ¿Afirmando desde ya que estas movimentadas corporaciones pueden decidir entre lo que es vicio o virtud, o proponer cuáles son las vidas limpias para un ambiente eminentemente limpio, acaso los políticos no deberán seguir a esos regentes de lugares de corrupción, no entran ellos en la misma categoría? A menos que lo niegue la americana hipocresía, puesta de manifiesto en la ley de prohibición, cuyas sanciones no hicieron más que extender el vicio de la embriaguez entre las clases ricas, mientras vigila el único sitio donde beben los pobres. Si no fuera que por esta sola razón, o sea su estrechez puritana hacia la vida, debe considerarse como uno de los más grandes peligros al dejarle en sus manos el poder político. El hombre se halla atiborrado de prejuicios y todavía la mujer se está engolfando más en ellos. Aquel, en el reñido campo económico, se ve obligado a desplegar todas sus capacidades intelectuales y físicas. De modo que no le queda tiempo ni humor para medir la moralidad de su vecino con el metro puritano. En sus actividades políticas tampoco se conduce ciegamente. Comprende que es la cantidad, no la calidad, lo que se necesita para hacer mover las muelas de los molinos políticos, y a menos que no sea un reformista sentimentaloide o un fósil, sabe muy bien que los políticos no pueden representar otro conglomerado que el de una ciénaga pestilencial.

Las mujeres, quienes se hallan más o menos enteradas acerca del proceder de los políticos, conocen la naturaleza de la bestia; pero, por su vanidosa suficiencia y por su egotismo, creen que bastan sus caricias para que este animal se vuelva un corderito, todo gentileza, dulzura y pureza. ¡Como si las mujeres no fuesen capaces de vender sus votos y como si las mujeres políticas no fuesen capaces de comprarlos! Si su cuerpo se puede adquirir mediante una recompensa material, ¿por qué no el voto? y esto es lo que está sucediendo en Colorado, así como en otros Estados, sin que el hecho pueda ser refutado por esas mismas mujeres que se hallan en favor del sufragio.

Como hiciera constar antes, su punto de vista tan estrecho sobre los principales asuntos de la vida, no es el solo argumento que la inhabilita para creerse superior al hombre en la faz política. Hay otros. Su larga existencia económicamente parasitaria borró completamente de su conciencia el concepto de la igualdad. Exige iguales derechos que el hombre, más sabemos que muy raras mujeres feministas tratan de propagar sus ideas en los distritos poco atrayentes (Dra. Helen A. Sommer). ¡Qué mezquina igualdad es ésta, comparada con la de la mujer rusa, quien posee en alto grado el valor de afrontar las penas del infierno por su ideal!

La mujer pide iguales derechos que el hombre, y asimismo se indigna si con su sola presencia no puede herirlo de muerte: porque fuma, no se descubre ante ella y no le cede el asiento instantáneamente, como impulsado por un resorte. Se considerarán estas cosas muy triviales, sin embargo, para la verdadera naturaleza de las sufragistas norteamericanas, es algo capital. Sin duda alguna que sus hermanas las inglesas se hallan por encima de estas estupideces. Ellas han demostrado encontrarse a la misma altura en lo que piden y en la voluntad heroica para sostenerlo. Todo el honor al heroísmo y a la testaruda fuerza de las sufragettes.

Gracias a sus enérgicos y agresivos métodos le insuflaron un poco más de vitalidad ciertas señoras norteamericanas demasiado blandas de carácter y pobres de espíritu. Pero después de todo, también las sufragettes carecen de un concepto claro de lo que es verdaderamente la idea de igualdad. ¿No lo comprueba ese tremendo, gigantesco esfuerzo que están llevando a cabo para conseguir un puñado de conquistas que beneficiarán a un grupo de mujeres propietarias, sin que nada se provea para la vasta masa de los trabajadores? Ciertamente, desde su punto de vista político deben ser forzosamente oportunistas, aceptar por lo pronto lo menos, la conquista transitoria, por no perderlo todo. Mas como mujeres inteligentes y liberales, deberán comprender que si el voto es un arma temporal, las desheredadas lo necesitan mucho más que las de una clase económicamente superior, quienes desde ya disfrutan de un poder más grande en virtud de su privilegiada situación económica.

La brillante adalid de las sufragettes inglesas, Sra. Emmeline Pankhurst, no tuvo a menos de admitir, en una conferencia pronunciada en Norteamérica, que en política hay también la división de las clases en inferiores y superiores. Si es así, las mujeres trabajadoras de Inglaterra ¿qué actitud adoptarán al cobrar fuerza de ley el proyecto Shackleton (1), que solamente beneficiará a las de una situación económica superior? ¿Seguirán aquéllas trabajando de común acuerdo con sus superiores? No es muy probable que las del tipo Annie Keeney, -tan llena de entusiasmo, de convicción, capaz de realizar los mayores sacrificios por su causa-, se avengan a cargar con las mujeres de sus patronos, así como las cargan ya en la faz económica. Y esas clases dominantes tratarán que siempre sea así, aunque el sufragio univer5al igual para mujeres y hombres se estableciera en Inglaterra. Hagan lo que hagan los trabajadores en el presente régimen, siempre serán ellos los que habrán de pagarlo todo. Mas los que aún creen en el poder del voto, demuestran bastante pequeñez espiritual al querer acaparar ese poder para ellos solos, sin ninguna consideración para los que lo necesitan mucho más.

El sufragio en los Estados Unidos hasta ahora no ha sido más que una cosa aparte, absolutamente alejada de las necesidades económicas del pueblo. Por eso, Susan B. Anthony, sin duda un tipo excepcional de mujer, no sólo se demostró indiferente a la precaria situación de los trabajadores, sino que no vaciló en exhibir su manifiesto antagonismo, cuando en 1869 aconsejó a las mujeres que ocupasen los lugares de los tipógrafos en huelga (Equal suffrage, Ora. H. A. Summer). No sé si su actitud mental pudo cambiar antes de su muerte.

Aquí hay, como es natural, algunas sufragistas afiliadas con las obreras de Women's Trade Union League; pero son una pequeña minoría y sus actividades son esencialmente económicas. Las demás contemplan al proletariado que pena con sus herramientas -constructoras de la dicha ajena- con el mismo olímpico despego que hace la sublime providencia. ¿Qué sería de los ricos si no fuera por el trabajo de los pobres? ¿En qué se convertirían esas parásitas señoras, que derrochan en una semana lo que sus víctimas ganan en un año? ¿Igualdad? ¿Quién oyó semejante cosa?

Pocos países han producido un tan arrogante esnobismo como Norteamérica. Esto se aplica particularmente a la mujer de la clase media. No solamente se considera igual al hombre, sino superior en pureza, bondad y moralidad. No hay que asombrarse entonces que las sufragistas otorguen al voto femenino el más grande poder milagroso. En su exaltada soberbia no se da cuenta de qué modo se halla esclavizada, no sólo por el hombre, sino por sus estúpidas nociones sobre la tradición. El sufragio en nada podrá remediar este caso doloroso; más bien podrá acentuarlo, como ya está haciéndolo.

Una de las más grandes líder de los ideales feministas decía que no sólo la mujer tenía derecho a igual salario al del hombre, sino que también le pertenecía el salario del marido. Este, al dejar de sostenerla económicamente sería condenado por la ley a cierto tiempo de prisión, y lo que ganara en la cárcel debería ir a las manos de su esposa. ¿No es éste otro de los brillantes exponentes de cómo el voto femenino entiende suprimir los males sociales, los que han sido combatidos en vano por el esfuerzo colectivo de las mentalidades más ilustradas del mundo? ¿No es lamentable que el supuesto creador del universo nos haya presentado este admirable y maravilloso orden de cosas y que asimismo el voto femenino en manos de la mujer no pueda subvertirlo?

Nada es más peligroso que la disección de los fetiches. Si nosotros hubiésemos vivido en la época en que semejantes herejías eran castigadas con la hoguera, no nos habríamos salvado de aquellos cuya estrechez mental quisiera condenar a muerte a quien disienta con sus ideas y las nociones preestablecidas. Por lo pronto, se me ha de presentar como enemiga del movimiento feminista y de la mujer en general. Repito lo que dije al principio: no creo que la influencia de la mujer empeore el ambiente político, pero tampoco creo que lo mejore. ¿Y si no puede enderezar los errores de los hombres, por qué contribuir a perpetrarlos?

La historia puede ser muy bien una compilación de mentiras; no obstante, algunas verdades contiene, y éstas son la sola guía para el futuro. La historia de las luchas políticas llevadas a cabo por el hombre nos demuestra que nada le benefició sin que le costara largos o graves quebrantos. En una palabra, cada pulgada de tierra conquistada, le valió un constante combate, una incesante brega para afianzar sus derechos, y no fue logrado ésto mediante el sufragio. No hay, pues, razón para creer que la mujer, si quiere escalar las vallas de su propia emancipación, deberá ser ayudada por el voto político.

En los más sombríos países, Rusia, con su absoluto despotismo, la mujer llegó a ser igual al hombre, no a través del voto y si por su voluntad de querer y poder. No conquistó únicamente para ella un vasto campo de enseñanzas para sus particulares vocaciones, sino que alcanzó la estima del hombre, su respeto y su camaradería; y es más, se ganó el respeto, la admiración del mundo entero. Y ésto no fue por el sufragio y si por su heroísmo, su fortaleza, su industriosidad y su poder de soportarlo todo en la lucha por la libertad. ¿En qué país las mujeres que ejercen el derecho del sufragio pueden reclamar para sí semejante victoria? Cuando consideramos lo que la mujer norteamericana emprendió y realizó hasta ahora, encontramos que se necesita algo mucho más poderoso y profundo que el sufragio para que ella obtenga su emancipación.

Hace justamente sesenta y dos años que un puñado de mujeres en el congreso de Seneca Falls presentó un plan de reformas y de demandas por las que se exigía el derecho de tener la misma educación que los hombres y el acceso a varias profesiones, oficios, etc. ¡Qué triunfo, que empresa más magna fue esta! ¿Quién se atreve a decir que la mujer es un trasto bueno sólo para los trabajos domésticos? ¿Quién podrá incurrir en la tontería de sugerir que una u otra profesión no es adecuada a ella porque carece de capacidad para desempeñarla? Durante 62 años se amoldó a esta nueva atmósfera, que significa una nueva vida para ella. Y todo ello sin sufragio, sin el derecho de fabricar leyes, sin el privilegio de llegar a ser juez, carcelero o verdugo.

Sí, muy bien puedo ser considerada una enemiga de la mujer; pero si puedo conducirla por un camino en donde la ilumine la luz de la razón, no he de lamentarme.

La gran desventura de la mujer no estriba tanto en su inadaptabilidad para desempeñar cualquier trabajo masculino, sino en que fue desgastando todas sus fuerzas durante una vida entera, asistida, asesorada por una tradición ancestral y centenaria que la incapacitó físicamente para concertar la paz con su compañero de ruta, el hombre. Lo que importa no es el género de trabajo que emprenda, sino la calidad del trabajo que produzca. En ese sentido el sufragio ni añadirá ni quitará esa cualidad intrínseca. El desenvolvimiento ideal de sus facultades, su libertad, su independencia personal deberá ser la obra de su propio intelecto y de sus propias manos. Primero, afinándose como carácter y como individualidad libre, y no como un objeto de placer; segundo, rechazando todo derecho que se quiera imponer sobre su cuerpo; rehusándose a procrear, cuando no se sienta con necesidad de hacerlo, negarse a ser sierva de dios, del Estado, de la sociedad, del marido, de la familia, simplificando su existencia tornándola más profunda y rica en nobleza.

Solamente esto, y no el voto político, habrá de libertar a la mujer, convirtiéndola en una fuerza aún desconocida para el mundo; en una lucida y poderosa fuerza para el verdadero amor, para la verdadera paz, para la verdadera armonía; fuerza de divino fuego, creadora de vida, del hombre y de la mujer libres.


Notas

(1) Shackleton fue un miembro del partido laborista cuyo credo luego renegó. La autora hace notar que el parlamento inglés está lleno de estos judas.


La prostitución

Nuestros reformistas hicieron de repente un gran descubrimiento: la trata de blancas. Los diarios se llenaron de exclamaciones y hablaron de cosas nunca vistas e increíbles, y los fabricantes de leyes se prepararon para proyectar un haz de leyes nuevas a fin de contrarrestar esos horrores.

Es altamente significativo este hecho toda vez que a la pública opinión se le presenta, como si fuera una distracción más, unos de estos males sociales, enseguida se inaugura una cruzada contra la inmoralidad, contra el juego de azar, las salas de bailes, etc. ¿Y cuáles son los resultados de semejantes campañas aparentemente moralizadoras? El juego aumenta cada vez más, las salas funcionan clandestinamente a la luz del día, la prostitución se encuentra siempre al mismo nivel y el sistema de vida de los proxenetas y sus similares se vuelve un poco más precario.

¿Cómo puede ser que esta institución, conocida hasta por los niños de teta, haya sido descubierta recientemente? ¿Qué es, después de todo, este gran mal social, -reconocido por todos los sociólogos- para que dé lugar a tanto ruido y a tanta alharaca la publicación de todas esas informaciones?

Resumiendo las recientes investigaciones sobre la trata de blancas -por lo pronto muy superficiales- nada de nuevo se descubrió. La prostitución ha sido y es una plaga sumamente extendida, y asimismo la humanidad continuó hasta ahora imbuida en sus asuntos, indiferente a los sufrimientos y a la desventura de las víctimas de ese tráfico infame; tan indiferente como lo fue ante nuestro sistema industrial, o ante la prostitución económica.

Solamente cuando el humano dolor se convierte en una diversión, en una especie de juguete de brillantes colores, el niño que es el pueblo se interesa por él, siquiera un tiempo determinado; el pueblo es un niño de carácter veleidoso; todos los días quiere un juguete nuevo. Y el desaforado grito contra la trata de blancas, es precisamente eso. Le servirá para divertirle durante un tiempo y también dará lugar a que se instituya una serie de puestos públicos, unos cuantos parásitos más, que se pasearán por ahí, como detectives, inspectores, miembros investigadores, etc.

¿Cuál es la verdadera causa que origina el tráfico de la mujer, no solamente de la blanca, sino de la negra y la amarilla? Naturalmente es la explotación, que engorda el fatídico Moloch del capitalismo con una labor pagada a un misérrimo precio, lo que empuja a miles de jóvenes mujeres, muchachas y niñas de poca edad hacia el pozo sin fondo del comercio del lenocinio. Es que todas ellas sienten y opinan como la Sra. Warren: ¿para qué agotar la existencia por la paga de algunos chelines semanales en un obrador de modista, etc., durante diez, once horas por día?

Es lógico esperar que nuestros reformistas no dirán nada acerca de esta causa fundamental. Comprenden demasiado que son verdades que rinden poco. Es más provechoso desempeñar el papel del fariseo, esgrimir el pretexto de la moral ultrajada, que descender al fondo de las cosas.

Sin embargo, hay una recomendable excepción entre los jóvenes escritores: Reginald Wright Kauffmong, cuyo trabajo The House of Bondage es uno de los primeros y serios esfuerzos para estudiar este mal social, no desde el punto de vista sentimental del filisteísmo burgués. Periodista de vasta experiencia, demuestra que nuestro sistema industrial no ofrece a muchas mujeres otras alternativas que las de la prostitución. La heroína femenina que se retrata en The House of Bondage, pertenece a la clase trabajadora. Si el autor hubiese pintado la vida de una mujer de otra esfera, se habría hallado con idéntico asunto y estado de cosas.

En ninguna parte se trata a la mujer de acuerdo al mérito de su trabajo; por eso, ese procedimiento es todavía más flagrantemente injusto. Es imperiosamente inevitable que pague su derecho a existir, a ocupar una posición cualquiera mediante el favor sexual. No es más que una cuestión de gradaciones que se venda a un hombre, casándose, o a varios. Que nuestros reformistas lo admitan o no, la inferioridad social y económica de la mujer, es directamente responsable de su prostitución.

Justamente en estos días la buena gente se asombró de ciertas informaciones, donde se demostraba que solamente en Nueva York, de diez mujeres que trabajaban en fábricas, nueve percibían un salario de seis dólares semanales por 48 horas de trabajo, y la mayoría de ellas debían afrontar varids meses de desocupación; lo que en total representaba una suma anual de 280 dólares. Ante estas horribles condiciones económicas, ¿hay motivo de asombro al constatar que la prostitución y la trata de blancas se hayan convertido en un factor tan predominante?

Si las precedentes cifras pueden ser consideradas exageradas, no estará de más escuchar lo que opinan algunas autoridades en materia de prostitución:

Las múltiples causas de la creciente depravación de la mujer se hallan en los cuadros estadísticos, indicando la trayectoria de los empleos ocupados, sus remuneraciones antes de que se produjera su caída; entonces se dará la oportunidad para que el economista político decida si la mera consideración de los negocios es una suficiente disculpa para el patrono que disminuye el nivel general de los jornales obreros o si bien aumentándolos en un pequeño porcentaje, los contrabalancea, por la enorme suma de tasas y ex-acciones impuestas al público sobre los gastos que éste hace al adentrarse -para su satisfacción- en la vasta maquinación de los vicios, la cual es un resultado directo, la mayoría de las veces, de una insuficiente retribución del trabajo honesto.(Dr. Sanger, La Historia de la Prostitución).

Nuestros actuales reformistas podrían muy bien enterarse del libro del Dr. Sanger. Entre 2,000 casos observados por él, son raros los que proceden de la clase media, de un hogar en prósperas condiciones. La gran mayoría salen de las clases humildes y son, por lo general, muchachas y mujeres trabajadoras; algunas caen en la prostitución a causa de necesidades apremiantes; otras debido a una existencia cruel de continuo sufrimiento en el seno de su familia, y otras debido a deformaciones físicas y morales (de las que hablaré después). También para edificación de puritanos y de moralistas, había entre esos dos mil casos, cuatrocientas mujeres casadas que vivían con sus maridos. ¡Es evidente que no existía mucha garantía de la pureza de ellas en la santidad del matrimonio!

El Dr. Blaschko en Prostitution in the Nineteenth Century, hace resaltar más aún que las condiciones económicas son los más poderosos factores de la prostitución.

Aunque la prostitución existió en todas las edades, es el siglo XIX el que mantiene la prerrogativa de haberla desarrollado en una gigantesca institución social. El desenvolvimiento de esta industria con la vasta masa de personas que compiten mutuamente en este mercado de compra y venta, la creciente congestión de las grandes ciudades, la inseguridad de encontrar trabajo, dio un impulso a la prostitución que nunca pudo ser soñado siquiera en periodo alguno de la historia humana.

Otra vez Havelock Ellis, aunque no se incline absolutamente hacia las causas económicas, se halla empero obligado a admitir que directa o indirectamente éstas vienen a ser uno de los tantos motivos, y de los principales. Encuentra, pues, que un gran porcentaje de prostitutas se reclutan entre las sirvientas, no obstante sufrir menos necesidades. Pero el autor no niega que la diaria rutina, la monotonía de sus existencias de servidumbre, sin poder compartir nunca las alegrías de un hogar propio, sea también causa preponderante que las obliga a buscar el recreo y el olvido en la vida de los ficticios placeres de la prostitución. En otras palabras, la muchacha que es sirvienta no posee nunca el derecho de pertenecerse a sí misma; maltratada y fatigada por los caprichos de su ama, no puede encontrar otro desahogo que el de prostituirse un día u otro, lo mismo que la muchacha de la fábrica y de la tienda.

La faz más divertida de esta cuestión que acaba de hacerse pública, es la superabundante indignación de nuestras buenas y respetables personas, y especialmente de algunos caballeros cristianos, quienes siempre encabezan esta suerte de cruzadas y también otras que surjan de cualquier parte o por cualquier motivo. ¿Es que ellos ignoran completamente la historia de las religiones y particularmente de la cristiana? ¿Por qué razones deberían gritar contra la infortunada víctima de hoy, desde que es conocido por los estudiosos de alguna inteligencia que el origen de la prostitución es, precisamente, religioso, lo que la mantuvo y la desarrolló por varios siglos, no como una vergüenza, sino como digna de ser coronada por el mismo dios?

Parece que el origen de la prostitución se remonta a ciertas costumbres religiosas, siendo la religión la gran conservadora de las tradiciones sociales, la preservó en forma de libertad necesaria y poco a poco pasó a la vida de las sociedades. Uno de los ejemplos típicos lo recuerda Herodoto; quinientos años antes de Cristo, en el templo Mylitta, consagrado a la Venus babilónica, se establecía que toda mujer que llegase a edad adulta había de entregarse al primer extraño que le arrojase un cobre en la falda como signo de adoración a la diosa. Las mismas costumbres existían en el oriente de Asia, en el norte de África, en Chipre, en las islas del Mediterráneo, y también en Grecia, donde el templo de Afrodita en Corinto poseía más de mil sacerdotisas dedicadas a su servicio.

El hecho que la prostitución religiosa se convirtiese en ley general, apoyada en la creencia que la actividad genésica de los seres humanos poseía una misteriosa y sagrada influencia para promover la fertilidad de la naturaleza, es sostenido por todos los escritores de reconocida autoridad en la materia. Gradualmente y cuando la prostitución llegó a ser una institución organizada bajo la influencia del clero, se desarrolló entonces en sentido utilitario, coadyuvando así a las rentas públicas.

El Cristianismo, al escalar el poder político cambió poco semejante estado de cosas de la prostitución. Los meretricios bajo la protección de las municipalidades se encontraban ya en el siglo XIII. Los principales jefes de la Iglesia los toleraron. Constituían esas casas de lenocinio una especie de servicio público, cuyos dirigentes eran considerados como empleados públicos. (Havelock Ellis, Sex and Society).

A todo esto débese agregar lo que escribe el Dr. Sanger en su libro citado anteriormente:

El Papa Clemente II, dio a la publicidad una bula diciendo que se debía tolerar a las prostitutas, porque pagaban cierto porcentaje de sus ganancias a la Iglesia.

El papa Sixto IV fue más práctico; por un solo meretricio que él mismo mandó construir, recibía una entrada de 20,000 ducados.

En los tiempos modernos la Iglesia se cuida más, respecto a este asunto. Por lo menos abiertamente no fomenta el comercio del lenocinio. Encuentra mucho más provechoso constituirse en un poder casi estatal, por ejemplo la Iglesia de la Santísima Trinidad, y alquilar a precios exorbitantes las reliquias de un muerto a los que viven de la prostitución.

Aunque desearía mucho extenderme sobre la prostitución de Egipto, de Grecia, de Roma y de la que existió durante la edad media, el espacio no me lo permite. Las condiciones de este último periodo son particularmente interesantes, ya que el lenocinio se organizó en guildas -asociaciones gremiales- presidido por el rey de un meritricio. Estas corporaciones empleaban la huelga como medio de mantener inalterable sus precios. Por cierto es algo mucho más práctico que el usado por los explotadores modernos de ese mismo tráfico.

Pero sería demasiado parcial y superficial por nuestra parte, sostener que el factor económico es la única causa de la prostitución. Hay otros no menos importantes y vitales. Los mismos reformistas los reconocen, mas no se atreven a discutirlos, ni hacerlos públicos, y menos aumentar esa cuestión, que es la savia de la verdadera vida del hombre y de la mujer. Me refiero al tema sexual, cuya sola mención produce ataques espasmódicos en la mayoría de las personas.

Se concede que una mujer es criada más para la función sexual que para otra cosa; no obstante se la mantiene en la más absoluta ignorancia sobre su preponderante importancia. Cualquier cosa que ataña a este asunto se ie suprime con aspaviento, y la persona que intentara llevar la luz a estas espesas tinieblas, sería procesada y arrojada a la cárcel. Sin embargo, sigue siendo incontrovertible que mientras se continúe en la creencia que una joven no debe aprender a cuidarse a sí misma, ni debe saber nada acerca de la más importante función de su vida, no tiene que sorprendernos que llegue a ser fácil presa de la prostitución, o de otra forma de relaciones, que la reducen a convertirse en un mero instrumento sexual.

A esta criminal ignorancia se debe que la entera existencia de una joven resulte deformada y estropeada. Desde hace tiempo la gente se halla convencida que un muchacho, en su adolescencia, sólo responde al llamado de su naturaleza, es decir, tan pronto como despierta a la vida sexual puede satisfacerla; pero nuestros moralista se escandalizarían al sólo pensar que una muchacha de esa edad hiciese lo mismo. Para el moralista la prostitución no consiste tanto en el hecho que una mujer venda su cuerpo, sino en que lo venda al margen del hogar, del matrimonio. Este argumento no  muy infundado, ya que lo prueban la cantidad de casamientos por conveniencias monetarias, legalizados, santificados por la ley y la opinión pública; mientras que cualquier otra unión, aun siendo más desinteresada y espontánea, será considerada ilegítima, y por ende condenada y repudiada. Y eso que la prostitución, definida con propiedad, no significa otra cosa que la subordinación de las relaciones sexuales a la ganancia. (Guyot, La Prostitución).

Son prostitutas aquellas mujeres que venden su cuerpo, ejerciendo actos sexuales y haciendo de ellos una profesión (Banger, Criminalité et Condition Economique).

En efecto, Banger va más allá; sostiene que el acto de prostituirse es intrínsecamente igual para el hombre y la mujer que contrae matrimonio por razones económicas.

Naturalmente, el matrimonio es el único fin a que tienden todas las jóvenes, pero a miles de muchachas, cuando no pueden casarse, nuestro convencionalismo social las condena al celibato o a la prostitución. Y la naturaleza humana afirma siempre su improrrogable derecho, sin cuidarse de las leyes; ya que no existen razones plausibles para que esa naturaleza se adapte a una pervertida concepción de moralidad.

Generalmente la sociedad considera el proceso sexual del hombre como un atributo de su propio desarrollo viril; entre tanto, lo que idénticamente se realiza en la vida de la mujer es mirado como una de las más terribles calamidades: la pérdida del honor. y todo lo que es bueno y noble en la criatura humana. Esta doble modalidad moral tuvo no poca participación en la creación y perpetuación de la prostitución. Ello entraña mantener a la juventud femenina en una absoluta ignorancia de la cuestión sexual, con el pretexto de la inocencia, junto con una represión anormal de los deseos genésicos, lo que contribuye a originar morbosos estados de ánimo, que nuestros puritanos particularmente ansían evitar y prevenir.

Tampoco la venta de los favores sexuales ha de conducir necesariamente a la prostitución; es más bien responsable la cruel, despiadada, criminal persecución llevada a cabo por los poderosos contra la masa de los vencidos; los primeros tienen aún el cinismo de divertirse a costa de los últimos.

Muchachas, todavía niñas, que trabajan amontonadas, en talleres, a veces con temperaturas tórridas, durante diez o doce horas al pie de una máquina, forzosamente deben hallarse en una constante sobreexcitación sexual. Muchas de esas muchachas no poseen hogares confortables ni nada parecido; al contrario, viven en continua penuria; entonces la calle o cualquier diversión barata le servirá para olvidar la rutina diaria. Todo esto trae como consecuencia natural la proximidad de los dos sexos. Es pues, muy difícil afirmar cuál de los dos factores condujeron a ese punto culminante de la sobreexcitación sexual de la joven; mas el resultado será el mismo. Ese es el primer paso hacia la prostitución. No es ella la responsable, por cierto. Al contrario, esa falta recae sobre la sociedad; es la total carencia de comprensión; nuestra falta de una justa apreciación de los sucesos de la vida; especialmente la culpa es del moralista, que condena a la que cayó para una eternidad, solamente porque se desvió del sendero de la virtud; eso es, porque realizó su primera experiencia sexual sin la sanción de la iglesia y del Estado.

Ella se sentirá completamente al margen de la vida social, que le cerrará las puertas. Su misma educación y todo lo que se le ha inculcado, hará que se reconozca una depravada, una criatura caída para siempre, sin el derecho a levantarse más, sin que nadie le extienda la mano; al contrario, se tratará de hundirla cada vez más. Es así como la sociedad crea las víctimas y luego vanamente intenta regenerarlas. El hombre más mezquino, el más corrompido y decrépito podrá aún considerarse muy bueno para casarse con una mujer, cuya gracia comprará muy ufano, en vez de pensar que puede salvarla de una vida de horrores. Tampoco podrá dirigirse a su hermana la honesta en busca de amparo, de auxilio moral; ésta, en su estupidez, teme mancillar su pureza y castidad, no comprendiendo que en muchos aspectos su posición es más lamentable que la de su hermana en la calle.

La mujer que se casa por dinero, comparada con la prostituta, es verdaderamente un ser despreciable, dice Havelock Ellis. Del mismo modo se prostituye, se le paga menos, en cambio, por su parte retribuye mucho más en trabajo y cuidados y se halla atada a un solo dueño. Por empezar, la prostituta nunca firma un contrato, por el cual pierde todo derecho sobre su persona, conserva su completa libertad de entregarse a quien quiere, no obstante hallarse obligada siempre a someterse a los brazos de los hombres.

No se trata mejor a esa mujer casada, si llegan a su noticia las palabras de la apología de Lecky, al decir de la prostituta: aun cuando sea la suprema encarnación del vicio, es también la más eficiente salvaguarda de la virtud: gracias a ella, cuántos hogares aparentemente respetables escaparon de ser corrompidos, mancillados por prácticas antinaturales; sin ella, estas aberraciones del sentido genésico abundarían más de lo que se puede suponer.

Los moralistas se hallan siempre dispuestos a sacrificar una mitad de la raza humana para conservación de algunas miserables instituciones que ellos no pueden hacer prosperar. En rigor, la prostitución no representa tampoco una salvaguarda más para asegurar la pureza del hogar, como no lo representan esas mismas leyes, cuyos efectos pretende contrarrestar. Casi el cincuenta por ciento de los hombres casados frecuentan los prostíbulos o los patrocinan. Es a través de este virtuoso elemento que las casadas -y aun los niños- contraen enfermedades venéreas. Asimismo no tiene ninguna palabra de condenación para el hombre, mientras que para la indefensa víctima, la meretriz, no hay ley lo suficientemente monstruosa que la persiga y la condene. No es solamente la presa de los que la poseen, durante el ejercicio de su profesión; lo es también de cada policía y de cada miserable detective que la persiga, de los oficialitos de los puestos de policía y de las autoridades de todas las cárceles a donde llegue.

En un reciente libro, escrito por una mujer que regenteó una de esas casas, se puede hallar la siguiente anotación: Las autoridades del lugar me obligaban a pagar todos los meses, en calidad de multa de $14.70 a $29.70; las pupilas debían pagar de $5.70 hasta $9.70 solamente a la policía. Si se tiene en cuenta que la autora hacía sus negocios en una ciudad pequeña, las sumas que cita no comprenden las extras en forma de contravenciones, coimas. etc.; de lo que se puede deducir la enorme renta que reciben los policías de los departamentos, extraídas, sonsacadas del dinero de esas víctimas, que ellos tampoco desean proteger. Guay de la que se rehúse a oblar esa suerte de peaje; será arrastrada como ganado, aunque no fuera más que para ejercer una favorable impresión sobre los honestos y buenos ciudadanos de esas ciudades, o también para obedecer a las autoridades que necesitan cantidades extras de dinero. además de las lícitas. Para las mentalidades enturbiadas por los prejuicios que no creen a la mujer caída incapaz de emociones, les será imposible imaginarse, sentir en carne propia la desesperación, las afrentosas humillaciones, las lágrimas candentes que vierte cuando la hunden cada vez más en el fango.

¿Parecerá acaso extraño que una mujer que regenteara una de esas casas sepa expresarse tan bien con tal vehemencia, sintiendo de tal manera? Más extraño me parece el proceder de este buen mundo cristiano que supo sacar provecho, trasquilar, hacerle pagar su tributo de sangre y dolor a semejante criatura y luego no le ofrece otra recompensa que la detracción y la persecución. ¡Oh la caridad de este buen mundo cristiano!

Se está investigando con mucha violencia contra la trata de blancas que se importa desde Europa a Norteamérica. ¿Cómo podrá conservarse virtuoso este país si el viejo mundo no le presta su ayuda? No niego que en una pequeña parte sea esto verdad, tampoco niego que existen emisarios en Alemania y en otras naciones haciendo su innoble comercio de esclavas con los Estados Unidos. Pero me niego absolutamente a creer que este tráfico asuma apreciables proporciones, en lo que respecta a Europa. Si es verdad Que la mayoría de las prostitutas de Nueva York son extranjeras, sucede también por lo mismo que la mayoría de su población está compuesta de extranjeros. Desde el momento que se va a otra ciudad del territorio norteamericano, Chicago, por ejemplo, encontraremos que las prostitutas extranjeras se hallan en ínfima minoría.

Igualmente exagerada es la creencia basada en que la mayoría de las mujeres que comercian sus encantos en las calles de esta ciudad, ejercitaban el mismo tráfico en sus países respectivos antes de venir a Norteamérica. Muchas de estas muchachas hablan un excelente inglés, se americanizaron en sus modales y su vestir, lo que es un fenómeno imposible de adaptación, de verificarse, a menos que hayan permanecido bastantes años en este país. Lo cierto es esto, que fueron arrastradas a la prostitución por las condiciones del ambiente norteamericano, a través de las costumbres norteamericanas, inclinadas a un lujo excesivo, a la afición desmedida por sombreros y vestidos vistosos, y naturalmente para todas estas cosas se necesita dinero, un dinero que no se gana en las fábricas, ni en las tiendas.

En otras palabras, no hay razón para creer que ningún grupo comercial de hombres deseen correr los riesgos de gastos exorbitantes para importar aquí productos extranjeros, cuando por las mismas condiciones del ambiente el mercado rebasa con miles de muchachas del país. Por otra parte, hay también pruebas suficientes para afirmar que la exportación de mujeres jóvenes norteamericanas, no es tampoco un factor desdeñable.

Ahí está un ex secretario de un juez de Cook County, III., Clifford G. Roe, quien acusó abiertamente que se embarcaban muchachas del Estado de Nueva Inglaterra para el exclusivo uso de los empleados del Tío Sam en Panamá. Mr. Roe agregaba que le pareció que había un ferrocarril subterráneo entre Boston y Washigton, en el que continuamente viajaban mujeres de esas. ¿No es muy sugestivo que esa línea ferroviaria vaya a morir en el centro y en el corazón de las autoridades federales? Ese Roe dijo mucho más de lo que se deseaba en las esferas oficiales, y la prueba es que al poco tiempo fue destituido. No es muy sensato que los empleados de la administración nacional se pongan a narrar cierta clase de cuentos.

Las excusas que se adujeron para aminorar la gravedad de este suceso, estribaban en las particularidades climatológicas de Panamá y en que allí no existía ningún meretricio. Es el sólito sofisma, la sólita hoja de parra con la que un mundo hipócrita quiere escudarse porque no se atreve a enfrentar la verdad.

Después de Mr. Roe se halla James Bronson Reynolds, quien hizo un estudio completo de la trata de blancas en Asia. Siendo este un típico norteamericano y amigo del futuro Napoleón estadounidense, Teodoro Roosevelt, se puede asegurar que es el último hombre que intenta desacreditar las virtudes innatas de su país. Así es como nos informa sobre los establos de Augias del vicio norteamericano. Hay allí prostitutas norteamericanas que se pusieron de tal modo en evidencia, que en el Oriente la American girl es sinónimo de prostituta. Mr. Reynolds le hace recordar a sus conciudadanos que mientras los norteamericanos en China se hallan bajo la protección de sus cónsules, los chinos en Estados Unidos están completamente desamparados. Todos los que conocen las brutales y bárbaras persecuciones que la raza amarilla soporta en casi toda la costa del Pacífico, han de ver con agrado la amonestación de Mr. Reynolds.

En vista de todos los hechos descriptos, es un poco absurdo señalar a Europa como un foco de infección, de donde proceden la mayoría de las enfermedades sociales que llegan a las playas norteamericanas. Y esto es tan absurdo como proclamar que la raza judía es la que proporciona el más cuantioso contingente de esta desarmada presa ante todos los apetitos. Estoy segura que nadie podrá acusarme de nacionalista en ningún sentido. He podido despojarme de este prejuicio como de otros, de lo que me hallo muy satisfecha. Es por eso que me fastidia oír la afirmación de que aquí se importan las prostitutas judías, y si protesto acerca de tal infundio, no es por mis simpatías judaizantes, sino por los rasgos inherentes de la vida de esa gente, que conozco muy bien. Nadie ha de decir que las jóvenes judías emigran a tierras extrañas, si no sabe que algún pariente cercano o lejano ha de acompañarlas. La muchacha judía no es aventurera. Hasta hace pocos años no abandonaba su hogar, aun para ir a la próxima aldea o ciudad, donde podía visitar a alguien de su relación. ¿Es entonces probable que una joven judía deje su familia, viaje miles de millas hacia tierras desconocidas bajo la influencia de promesas y de fuerzas extrañas? Id si queréis hacia esos grandes transatlánticos y comprobad si esas muchachas no llegan acompañadas con sus parientes, hermanos, tías o familias amigas. Habrá excepciones, naturalmente, pero de ahí a establecer que un gran número de jóvenes judías vienen importadas con el propósito de la prostitución y de cosas parecidas, es desconocer completamente la sicología hebrea.

Los que viven en casas de cristal no deberían arrojar piedras al techo de las ajenas; además, los cristales norteamericanos son un poco delgados y pueden romperse fácilmente, y en el interior no habrá cosas placenteras para ser exhibidas en público.

Adjudicar el aumento de la prostitución a la alegada importación extranjera, al hecho de extenderse cada vez más el proxenetismo, es de una superficialidad abrumadora. Como ya me referí al primer factor, el segundo, los proxenetas, detestables como son, no se debe ignorar que forma parte esencialmente de una fase de la prostitución moderna, fase acentuada por las persecuciones y los castigos resultantes de las esporádicas cruzadas llevadas a cabo contra ese mal social.

El proxeneta, no dudando que es uno de los miserables especimenes de la familia humana, ¿en qué manera puede ser más despreciable que el policía, quien le arranca hasta el último centavo a la pobre trotadora de la calle para luego conducirla presa todavía? ¿Cómo el proxeneta ha de ser más criminal, o una más grande amenaza para la sociedad cuando los propietarios de grandes almacenes, de tiendas o fábricas, buscan sus víctimas entre el personal femenino para satisfacer sus ansias bestiales y después enviarlas a la calle? No intento defender al proxeneta de ningún modo, mas no comprendo por qué se le ha de dar caza despiadadamente, cuando los verdaderos perpetradores de las iniquidades sociales gozan de inmunidad y de respeto. Entonces, hay que recordar muy bien que ellos también contribuyen a hacer a las prostitutas, no solamente el proxeneta. Es por nuestra vergonzosa hipocresía que se creó la prostituta y el proxeneta.

Hasta el año 1894 estaba muy poco difundido en Norteamérica el hombre que vivía exclusivamente de las mujeres alegres. Por entonces tuvimos unos ataques epidérmicos de virtud. El vicio debía abolirse y el país purificarse a toda costa. El cáncer social fue extirpado del exterior para que sus raíces arraigaran más hondamente en el organismo de la nación. Los propietarios de prostíbulos y sus infelices víctimas se hallaron a merced de la policía. Se subsiguió la inevitable consecuencia con exorbitantes multas, las coimas y la penitenciaría.

Las pupilas antes relativamente amparadas en los meretricios, por representar ellas cierto valor monetario, se encontraron en la calle como presas indefensas en las manos del policía groseramente codicioso. Desesperadas, necesitando que alguien las protegiera amándolas, les fue muy fácil caer en los brazos de los proxenetas, uno de los productos más genuinos de nuestra era comercial. De ahí que la modalidad social del proxenetismo no fue más que una excrescencia natural de las persecuciones de la policía, de las bárbaras puniciones y el intento siempre frustrado de suprimir la prostitución. Sería absurdo confundir esa faz moderna de los males sociales con esta última.

La opresión simple y pura y los proyectos de leyes coercitivas no han de servir más que para amargar a la infortunada víctima de su misma ignorancia y estupidez, y luego llevarla a la última degradación. Uno de ellos logró su máxima severidad, proponiendo que a las prostitutas se les diera el tratamiento de los criminales, y las cogidas en flagrante, se las penaría con cinco años de cárcel y 10,000 dólares de multa. Semejante actitud sólo demuestra la obtusa incomprensión de las verdaderas causas de la prostitución, como factor social, como también esto es una manifestación del puritánico espíritu de otros días sangrientos en la historia del puritanismo.

No existe un escritor moderno que al tratar este asunto no señale la completa futilidad de estos métodos legislativos con sus innumerables medios de coerción. El Dr. Blaschko dice que las represiones gubernativas y las cruzadas moralizadoras nada consiguen más que dispersar el mal social que quieren combatir por miles de otros conductos secretos, multiplicando así los peligros para la sociedad. Havelock Ellis. el temperamento más humanitario y el estudioso más profundo de la prostitución, nos hace comprobar con el fehaciente testimonio de citas históricas, que cuanto más drástico es el método de represión, mucho más empeora las condiciones de ese mal. Entre una de esas citas se halla la siguiente: En 1560 Carlos IX abolió con un edicto todos los prostíbulos; pero el número de las meretrices no hizo más que aumentar, mientras otras casas de lenocinio fueron apareciendo clandestinamente, siendo mucho más peligrosas que las anteriores. A despecho de esa legislación, o por causa de ella, no hubo país entonces en el que la prostitución se extendiera con más fuerza, jugando un rol preponderante. (Sex and Society).

Solamente una opinión pública inteligentemente educada, que deje de poner en práctica el ostracismo legal y moral hacia la prostitución, ha de coadyuvar al mejoramiento del presente estado de cosas. Cerrar los ojos por un falso pudor y fingir ignorancia ante este mal y no reconocerlo como un factor social de la vida moderna, no hará más que agravarlo. Debemos estar por encima de la estúpida noción soy mejor que tú, tratando de ver en la prostituta solamente a un producto de las condiciones sociales. Semejante actitud por parte nuestra, al desterrar para siempre toda postura hipócrita, establecerá una más amplia comprensión, haciéndonos espiritualmente aptos para otorgarle un trato más humanitario, casi fraternal a esas desventuradas.

Respecto a la total extirpación de la prostitución, nada, ningún método podrá llevar a cabo esa magna empresa, sino la más completa y radical trasmutación de valores, en la actualidad falsamente reconocidos como beneficiosos -especialmente en lo que atañe a la parte moral- junto con la abolición de la esclavitud industrial, su causa causarum.


Mayorías y minorías

Si hubiera que juzgar sumariamente la tendencia de nuestro tiempo, diría simplemente: Cantidad. La multitud, el espíritu de la masa domina por doquier, destruyendo la calidad. Nuestra vida entera descansa sobre la cantidad, sobre lo numeroso: producción, política y educación. El trabajador, que en un tiempo tuvo el orgullo de la perfección y de la calidad de su trabajo, ha sido reemplazado por un autómata incompetente, privado de cerebro, el cual elabora enormes cantidades de cosas sin valor ninguno, y generalmente insultantes, en su grosería y ordinariez, para la humanidad. Todas esas cantidades, en vez de hacer la vida más confortable y plácida, no hicieron más que aumentar para el hombre la mole de sus preocupaciones angustiosas.

En política nada más que cantidad; esto sólo importa. En la proporción que desconocen, ya sean sus principios, sus ideales, sus postulados de justicia, van siendo suplantados por la esencia formal del número, de lo numeroso. En la lucha por la supremacía de los varios partidos políticos mutuamente se ponen trampas, se engañan, perpetran las más sombrías maquinaciones unos contra otros en la certera confianza que el que obtenga el éxito final será proclamado victorioso por la mayoría. ¡Y a expensas de qué cosas, con cuánto detrimento de toda dignidad y decencia se alcanza este momento! No hemos de ir muy lejos en busca de prueba para este doloroso caso.

Jamás la corrupción, la completa podredumbre fue tan evidente en el aparato gubernativo; jamás el pueblo norteamericano se vio obligado a enfrentarse con la naturaleza de Judas de nuestras corporaciones políticas, las que durante años reclamaron para sí el dictado de pereza intachable, tildándose sostenes salvaguardadores de nuestras instituciones y los verdaderos protectores de los derechos y de la libertad del pueblo.

Pero cuando los crímenes de ese partido político se muestran a la luz del día, tanto que el más ciego no dejaría de notario, le será suficiente lanzar sus sólitas promesas deslumbrantes y reunir los candidatos que gozan de más favor público para que se asegure su supremacía. La verdadera víctima engañada, traicionada, no sabe decidirse en contra, sino en favor de la victoria. Espantados algunos se preguntan: ¿cómo pueden las mayorías traicionar de esa manera las tradiciones de la libertad norteamericana? ¿Dónde se halla su capacidad de juicio y de razón? Justamente las mayorías no razonan, son incapaces de formular un juicio propio. Carentes de originalidad y de valor moral, las mayorías siempre depusieron en manos ajenas sus particulares destinos, incapaces de cargar con la menor responsabilidad, siguen a sus pastores hasta cuando las conducen a la destrucción, a su aniquilamiento. Tenia razón el doctor Stockman, el de Los puntales de la Sociedad: Los más peligrosos enemigos de la Libertad y la Justicia en nuestro medio son las mayorías compactas, las malditas compactas mayorías. Sin ambición, ni iniciativa, esas masas compactas nada odian más que el espíritu de innovación. Siempre se oponen, condenan y persiguen al innovador, al descubridor de una nueva verdad.

Es el más repetido lugar común entre los políticos, incluso los socialistas, que la nuestra es una era de individualismo de minorías. Sólo que aquellos que sobrenadan en la superficie de los conocimientos humanos pueden entretenerse y quedar satisfechos con ese punto de vista ¿Acaso los menos no son quienes acaparan todo el bienestar del mundo? ¿No son ellos los dueños, los reyes absolutos de la situación? Su éxito material no se debe, empero, al individualismo, sino a la inercia, al amilanamiento y a la completa sumisión de las masas. Estas necesitan ser dominadas, conducidas y reprimidas. Respecto al individualismo, que en la humana historia nunca tuvo oportunidad de lograr la menor expresión, lo tiene mucho menos ahora de aparecer de manera normal y sana.

El educador, de honestos e ideales propósitos, el artista o el escritor de ideas originales, el hombre de ciencia independiente, el explorador de nuevos dominios del saber, o el individuo de ideas avanzadas que busca la renovación de la sociedad; a todos ellos se los empuja diariamente contra la pared invisible de los prejuicios por hombres cuya sabiduría y facultades creadoras se han vuelto decrépitas con el tiempo.

Educadores del tipo de Ferrer no se les tolera en ninguna parte, mientras que los malabaristas de la educación oficial, a lo Elliot y Butler, resultan ser los perpetuadores de una era de nulidades y de autómatas. En el orden teatral y literario los ídolos son Humphrey Wards y Clyde y Fitches, mientras muy pocos conocen o aprecian la belleza genial de Emerson, Thoreau, Whitman, un Ibsen, un Hauptmann, un Butler Yeats o un Stephen Philippe. Son como las estrellas solitarias lejos del horizonte de la multitud.

Editores, empresarios de teatros y críticos no exigen las cualidades superlativas en la creación del arte, sino que se preguntan: ¿tendrán mucha venta? ¿será del paladar del público? Y este paladar es como una hornalla: engulle todo lo que no necesita masticación mental. De ahí que lo mediocre, 10 vulgar, el lugar común representan la obra maestra literaria más en boga.

¿Es necesario que digamos que referente a las bellas artes hemos de encontrarnos con lo mismo? No hay mas que emprender una jira por nuestros parques para percatarnos de la fealdad, de la horrible vulgaridad de nuestros artefactos artísticos, en forma de estatuas y monumentos. Ciertamente, sólo el gusto de las mayorías pueden tolerar semejante ultraje a la belleza. Falsa en su concepción y mezquina, ñoña en la ejecución la estaturia que infesta las ciudades norteamericanas tiene tanta relación con el arte como una confitura de mazapán con la escultura de Miguel Ángel. El talento artístico, que no se somete a estas preestablecidas normas de la mentalidad común del público, deseando dar el fruto más original de su temperamento y luchando para ser fiel, sincero, veraz con la realidad tratando de ver con sus ojos, será condenado a conducir una obscura y miserable existencia. Su obra algún día se podrá convertir en el más caro capricho de la muchedumbre; pero esto no sucede hasta que la sangre de su corazón se haya vaciado para siempre; hasta que el explorador de nuevos caminos haya dejado de existir y el tropel de la plebe miope haya extinguido la herencia legada por el maestro.

Se dice que el artista de la actualidad no puede darnos verdaderas creaciones, porque, lo mismo que Prometeo, se halla encadenado a la roca de las necesidades económicas. Esto puede ser verdad para todas las épocas. Miguel Ángel dependía de su señor - los Médici- como los pintores y los escultores de nuestro tiempo, excepto que los entendidos de arte de entonces se hallaban bastante distantes de la entendida multitud de ahora. Estos se sentían honrados y felices de que el artista se dedicase todo el tiempo que deseara a cincelarles una urna, un cáliz, supongamos.

El supuesto mecenas de nuestros días no posee otro criterio que el valor material de una obra de arte: el dólar. En nada le atañe la calidad intrínseca de grandes obras y sí la cantidad de dólares que importa su venta. El financista de Les Affaires sont les Affaires, dice respecto a varias manchas, paisajes al óleo: Vea qué bueno es; me cuesta cincuenta mil francos. Igualito que nuestros advenedizos. Las fabulosas sumas pagadas por las grandes obras que descubre, revela con elocuencia la pobreza, la vulgaridad de su gusto, de su concepto artístico.

El más imperdonable pecado para la sociedad es la independencia intelectual. Si esto resalta más en un país cuyo símbolo es la democracia, también evidencia cuán grande es el poder de las mayorías.

Wendel Phillips dijo, hace cincuenta años: En nuestro país de absoluta igualdad democrática, la opinión pública no es sólo omnipotente, sino omnipresente. No hay un refugio a donde no llegue esta tiranía, no hay escondrijo donde no nos alcance; y el resultado es este: se empuña la linterna del griego famoso y se va en busca de un centenar de norteamericanos, y entre ellos no se encontrará uno que no tenga algo que ganar o perder por parte de la buena opinión que sustentaran los que los rodean, ya sea acerca de sus ambiciones, de su vida social y de sus negocios. La consecuencia se resume en que nosotros, en vez de constituir una masa de verdaderas individualidades, no somos más que seres que, al temernos mutuamente, escondemos nuestras propias y más íntimas convicciones; como nación comparada a otra nación, somos solamente un atajo de cobardes. Con más intensidad que otros pueblos, experimentamos un miedo cerval de unos hacia los otros. Evidentemente, en nada cambiaron las condiciones que le sugiriera tan aguda constatación a Wendel Phillips.

Hoy, como ayer, la pública opinión es el tirano omnipresente; hoy, como entonces, las mayorías no representan más que una masa de cobardes, prestos a aceptar aquel que encarne el espejo de su pobreza mental y espiritual. Esta es la base donde se apoya el éxito sin precedentes de un hombre como Roosevelt. Entraña el peor elemento de la psicología plebeya de la masa. El político que conozca a fondo las mayorías, le importa poco de la integridad doctrinaria de los ideales. Por lo que se pirra, es la apariencia brillante y espectacular. No es el caso de que se trate de una exposición canina, el premio por el boxeo o el linchamiento de un negro, la exhibición insolente de una boda rica de algún heredero multimillonario o la acrobática elocuencia de algún ex presidente de la nación. Más feas son las contorsiones mentales, más deliciosas les resultarán a las masas. Así, Roosevelt, pobre de ideales y vulgar espiritualmente, continúa siendo el hombre de la hora.

Por otra parte, los hombres, por encima, muy por encima de estos pigmeos políticos, hombres de refinada cultura, de facultades creadoras, son reducidos violentamente al silencio, como si se tratara de personas afeminadas. Es absurdo que se quiera calificar de individualista la época presente. No es más que una amarga repetición de una idéntica fenomenología desarrollada a todo lo largo de la historia: cada esfuerzo de progreso para elevar el nivel de la vida, la ciencia, la religión, la política, la libertad económica, emanó siempre de las minorías, no de las mayorías. Hoy, como hace varios siglos, los raros, las individualidades independientes, son incomprendidas y por ende perseguidas, encarceladas, torturadas y asesinadas.

El principio de la fraternidad humana, traído por el agitador de Nazareth, pudo preservar el germen de una nueva vida, de verdad y justicia, hasta el día que fue una antorcha de luz para unos pocos.

Desde el momento en que las mayorías se apropiaron de este gran principio, se convirtió en la materialización de una ritología que produjo por doquiera sufrimientos y calamidades incontables. Los ataques llevados a cabo contra la Roma papal por las colosales figuras de Huss, Calvino y Lutero, fue como una irradiante aurora en la densa noche. Pero tan pronto como Lutero y Calvino se volvieron políticos y empezaron a reunir a las pequeñas potencias de la nobleza y apelaron al espíritu plebeyo de la masa, las grandes posibilidades de la Reforma fueron desviadas de su natural cauce. Ellos pudieron captarse el éxito de las mayorías, pero se comprobó una vez más que éstas no eran menos sanguinarias en las persecuciones contra el pensamiento y la razón que el monstruo del catolicismo. ¡Guay de los herejes, de la minoría, que no se plegase a los dictados de sus dogmas! Después de una constante lucha y de un tesón infinito, la mentalidad humana se ha más o menos libertado del fantasma religioso; las minorías otra vez emprendieron nuevas conquistas y las mayorías se hallan en pos de ellas, ladrándoles, gravadas por el peso muerto de las verdades que con el andar del tiempo resultaron falsas.

Políticamente, la raza humana se encontraría actualmente en una absoluta esclavitud si no fuera por los héroes que surgen de cuando en cuando: un John Bulls, Wat Tylers, Guillermo Tell y las numerosas individualidades gigantescamente libres que combatieron a pie firme contra el poder de los tiranos y de los reyes. Sin la pléyade de las mentalidades independientes, que vivían y pensaban más allá de su época, el mundo nunca hubiese sido sacudido radicalmente por esa tormentosa ola: la Revolución francesa. Los grandes acontecimientos de la historia siempre fueron precedidos por otros más pequeños, infinitesimales. De ahí que la elocuencia enardecida de un Camilo Desmoulin fuese como el toque de trompetas ante los muros de Jericó, arrasando el emblema de las injusticias, de las torturas y de los horrores de la Bastilla.

En todo periodo que se inaugura son los menos los portabanderas de las grandes y nuevas ideas, del esfuerzo precursor de la liberación. No es, por cierto, la masa que, al contrario de ellos, sirve de lastre y les impide moverse tanto como quisieran.

Esta verdad resalta con mucha más fuerza en Rusia que en cualquier otro país. Miles de vidas fueron las sacrificadas por ese régimen de sangre y terror, y aún no ha sido aplacado el monstruo del trono. ¿Cómo pueden suceder semejantes cosas, cómo puede darse que la cultura, las ideas, todo lo que hay de más noble en sentimientos, en emocionados ideales se encuentre sometido a ese yugo de hierro. Las mayorías, las compactas mayorías, la somnolencia de las masas; el campesino ruso, después de un centenar de años de lucha, de sacrificios, de una miseria indecible, todavía cree que la cuerda que ahorca al hombre blanco, de blancas manos, le trae fortuna.

En las luchas norteamericanas por la libertad las mayorías no dejaron de ser uno de los mayores obstáculos. Hasta en nuestros días las ideas de Jefferson, de Patrick Henry, de Tomás Paine son negadas y vendidas por poco precio por las mayorías. La masa no las necesita. La grandeza y el coraje de Lincoln ha sido olvidado por el hombre que creó tal escenario del panorama actual. Los verdaderos héroes santos para los negros se hallan representados por un puñado de luchadores de Boston: Lloyd Garrison, Wondell Phillips, Thoureau, Margaret Fuller y Theodoro Parker, cuya doctrina valerosa culminó en la gigantesca figura de John Brown. Su incansable espíritu batallador, su elocuencia y perseverancia fue minando el poder de los propietarios del sur. Lincoln y sus secuaces llegaron cuando la abolición ya era un hecho consumado y reconocido por casi todos.

Hará unos cincuenta años que una idea, cual rudo meteoro, hizo su aparición en el horizonte social del mundo, una idea que iba muy lejos, enteramente revolucionaria, que lo abarcaba todo en un solo abrazo y que tuvo la suprema virtud de infundir terror en los corazones de los tiranos y hacer temblar las tiranías. Por otra parte, era ella un mensaje de alegría, de una grandiosa esperanza para los millares de desheredados. Los poseídos de estas ideas, los hombres de mentalidad más avanzada, los precursores, conocían lo abrupto del camino que deberían recorrer; y lo soportaron todo: oposición, las persecuciones y dificultades casi insuperables; pero orgullosos y sin temor alguno marchaban hacia adelante, siempre hacia adelante ... Ahora esta idea se ha convertido en algo corriente, manoseado, un verdadero lugar común. Actualmente, casi todo el mundo es socialista, el hombre rico, así como la pobre víctima que explota; los que hacen las leyes, como las autoridades, y el infortunado delincuente; el libre pensador, así como el perpetrador de las falsedades religiosas, la señora a la moda, así como su sirvienta. ¿Por qué no? Ahora que la verdad de hace cincuenta años se ha convertido en una mentira; ahora que se mustió, se apagó todo lo que había en ella de juvenil frescura y se le robó sus fibras más vigorosas, su fuerza revolucionaria y su ideal humanitario, ¿por qué no? Ahora no es más que una bella visión, rumorosa, de inefable poesía, sino un plan práctico y realizable, sobre el que descansan las mayorías, ¿por qué no? La astucia política sabe muy bien cantar las loas de la masa; dice: Las pobres mayorías, la ultrajada, la maltratada, pobre de este gigante si no quisiera seguirnos a nosotros.

¿Quién no oyó esta misma letanía varias veces y en todo tiempo? ¿Quién no se sabe de memoria este invariable estribillo en los labios de todos los políticos? Que la masa sangra por cada paso que da, que se la roba y se la explota, lo se tanto yo como esos que mendigan votos. Pero insisto que no es ese grupo de parásitos, sino la masa la culpable de este terrible estado de cosas. Se cuelga del cuello de sus amos y ama el látigo y es la primera en gritar: ¡crucificad! en el momento que una voz se levanta para protestar contra la sacrosanta autoridad y el capitalismo u otra institución igualmente caduca. Ya no existiría la autoridad y la propiedad privada si la masa estuviese dispuesta en convertirse en soldados, en policías, en carceleros y verdugos. El socialista demagogo sabe esto tan bien como yo, pero sostiene el mito de las virtudes de la mayoría, porque su verdadero sistema de vida sólo significa la perpetuación del poder autoritario. ¿Y este último cómo podría ser reconocido como algo, sin el apoyo de lo numeroso? Sí; la autoridad, la coerción y la ciega obediencia son atributos de la masa; nunca existirá en ella la libertad o el libre desenvolvimiento de la individualidad ni jamás podrá nacer de su seno una sociedad libre.

No es que no me adolore con los oprimidos, con los desheredados de la Tierra, no es porque no conozco el horror, la vergonzosa e indigna vida que conduce el pueblo, que repudio las mayorías como una fuerza creadora de bondad. ¡Oh, no, no! Sino que sé demasiado, que como masa compacta jamás estuvo al lado de la justicia ni de la igualdad. Suprimió las voces humanitarias, subyugó el espíritu humano y cargó de cadenas el cuerpo. Como masa, su finalidad principal fue el de hacer de la vida una cosa uniforme, gris y monótona, convirtiéndola en un árido desierto. Como masa será siempre la aniquiladora de la libre individualidad, de la libre iniciativa y de la originalidad. Creo, por eso, en lo que dice Emerson: La masa es grosera, mentalmente lisiada, perniciosa en lo que exige y en lo que pide. En vez de adulársela, es necesario fustigarla duramente. Nada deseo concederle, sino para ejercitarme en ella para dividirla, romperla y extraer así otras tantas individualidades. ¡Las masas! Son nada más que una gran calamidad. Para nada deseo las masas, sino hombres valerosos, dignos y leales, y mujeres amables, dulces y nobles en sus instintos.

En otras palabras, la viviente verdad de un social y económico bienestar no llegará a transformarse en realidad, sino por el esfuerzo inteligente, el intrépido valor de las minorías poseedoras de una perfecta independencia mental, y no por obra y gracia de las masas.


California

Traducción del inglés por Gonzalo Lara

¡California, el oeste dorado siempre joven y hermoso, hay fuerza en tus brazos y fuego en tu sangre! ¡Sin duda continuarás siendo la irresistible tentación de los hombres! Viril de miembros y abierta de espíritu, California se ha vuelto rápidamente el campo donde el Trabajo, ese moderno gladiador, se prepara para la contienda futura. San Francisco es el gran campo de batalla que crece más desafiante y rebelde. Pero que Los Ángeles se uniera a la carrera es algo más allá de lo que un optimista hubiera esperado. Hace dos años Los Ángeles era un asilo de parásitos y extravagantes, una ciudad cuya población era predominantemente flotante y sin personalidad propia. El eterno espíritu de la revolución y la solidaridad de los trabajadores han transformado a la enferma planta de invernadero en una planta salvaje con sus ramas expandiéndose en busca de más luz y libertad. El firme, desafiante trabajo, confronta al letal reptil, la conspiración de los mercaderes y la asociación de industriales, presidida por el Zar Otis y la agencia de detectives Burns como su instrumento. En verdad, el trabajo precisa ser desafiante para enfrentarse a esta monstruosa hidra.

¡Queridos camaradas del 1887, Parsons, Spies, Lingg, Engel y Fischer! Al fin, después de veinticuatro años, vuestra preciosa sangre está actuando como estímulo para vuestros hermanos norteamericanos. Nunca antes, ni siquiera durante la cobarde conspiración de 1903 ha hablado vuestro silencio con más fuerza que ahora en Los Ángeles y en San Francisco. Nunca antes vuestro mutismo encontró mayor eco, tan profundo aprecio.

Aún el enemigo advierte el poder de este silencio. ti mismo enemigo que aplastó a nuestros hermanos se prepara ahora para repetir su orgía. ¡Los mismos enemigos, y sin embargo cuán diferentes! Los Gary, Grinnell, Bonfield y los Schaacks son los mismos, transplantados de Chicago a Los Ángeles. Judas Iscariote es el mismo. También lo es la prensa mentirosa. El mismo apetito incontenible por la libra de carne, los mismos métodos infames, la misma bárbara cacería de hombres. Todo es lo mismo, salvo una cosa: los trabajadores han madurado, son más sabios, firmes y más solidarios. Y el Capital lo sabe, sabe que no será capaz de repetir el crimen nefando del 11 de noviembre de 1887. ¡Queridos camaradas, vuestra heroica muerte no ha sido en vano!

El eterno espíritu de la revolución que se manifiesta en la lucha de los trabajadores de la costa oeste ha sido robustecida por un espíritu aún más amplio de alcances más poderosos en expresión que viene del Sur a través de la frontera. La Revolución en México, el acontecimiento más preñado de nuestros días. Nadie se deje engañar por una prensa mentirosa que aspira a convertir a ese gran levantamiento en una algarada política. No, no, es el humillado, explotado y mancillado peón que se despierta a su hombría. Es la eterna víctima del dinero y el poder que ahora canta una canción que os levanta asombrados de vuestros soñolientos retiros.

¡Hasta que vuestro corazón, vuestro cobarde corazón, vuestro corazón traidor, palpite con terror!

¡Tierra y Libertad! es el grito de guerra de los rebeldes mexicanos. ¡Qué otra llamarada más grande o sublime puede servir de causa para encender el fuego de la rebelión! ¡Qué otra causa puede merecer el apoyo de todos los verdaderos revolucionarios!

Y sin embargo es tan ominoso el veneno de la prensa que la gente que debería estar mejor informada, está influenciada por ella y es indiferente al levantamiento más grandioso de nuestro tiempo.

Quisiera tener la elocuencia de un Camille Desmoulin, o la pluma de un Marat, para transmitir el espíritu y la devoción que inspira los heroicos esfuerzos de los rebeldes mexicanos. Entonces estaría segura de que nadie dejaría de advertir que, cualquiera que sea el comienzo o el final de la Revolución, ésta ha superado las limitaciones de las consideraciones políticas, hacía la meta de la emancipación económica ¡Tierra y Libertad!

Es ésta la gran aspiración que impulsa a tan sublime abandono tal y como lo manifiestan los rebeldes mexicanos, y especialmente ese grupo de hombres que contemplan la verdadera alma de la lucha: Ricardo y Enrique Flores Magón y sus correligionarios en la Junta Liberal. Tanta energía, casi sobrehumana, en su esfuerzo, tal devoción gloriosa, tan hermosa perseverancia ¿serán ahogadas en sangre por la alianza Madero-Taft, o rechazarán los mexicanos tan sangrienta burla? La respuesta depende con mucho de los trabajadores, los elementos radicales y, especialmente, de los simpatizantes norteamericanos. En cada uno de nosotros, que representa las tradiciones revolucionarias del pasado, descansa la grave responsabilidad del fracaso o la victoria de la Revolución Mexicana.

Esto entonces será, y al pueblo incluso se unirán vuestros ejércitos,

Y sobre vuestras cervices, vuestras testas, vuestras coronas,

Plantaré mi fuerte, irresistible pie.



Con tan grandes fuerzas operando en California del Sur no sorprende del todo que la misma sicología de Los Ángeles haya experimentado tan maravilloso cambio. Basta ya de estúpida y superflua pérdida de tiempo en lo intrascendente. El eterno espíritu de la revolución, la huelga general dirigida contra la acción de la politiquería. Esas son las cuestiones más sensibles a la gente de California, nada más importa.

La gente de la Costa ha probado ser leal, pero esta vez se ha superado a sí misma. Once reuniones en Los Ángeles, ocho reuniones y un debate en San Francisco, atrajeron enormes multitudes que llenaron los locales con mucha seriedad y entusiasmo que hasta se aviene una con las penalidades y vicisitudes del recorrido. El debate fue de particular importancia pues es la primera vez que el Templo del Trabajo de San Francisco abrió sus puertas a la voz del Anarquismo, también porque mi oponente, el señor McDevitt, es el único antagonista socialista durante mi gira que sabe sus manuales y aún algo de Anarquismo.

Dos reuniones en San Diego y dos en Fresno, agregadas a las de Los Ángeles y San Francisco señalan las mejores jornadas de nuestro largo y azaroso viaje. Mejores por cuanto la asistencia y la distribución de literatura y, aún, por la bienvenida que se nos tributó, pero mejores sobre todo por la inspiración, el aliento y la esperanza imbuidas por el indestructible, sempiterno espíritu de la rebelión. Parece que ha emergido lo mejor de cada uno, según el celo maravilloso y la devoción con la que cada quien trabajó. Nuestros camaradas en Los Ángeles, Owen, Cravello, Riddle, Wirth, y otros, pusieron lo mejor de su parte para que se celebraran las reuniones. El querido y viejo correligionario de San Francisco, John Gassel, siempre en su puesto, Briesen, Belinsky y muchos más, no menos activos. Luego Ernest Besselman, incansable y honesto. Mi amable anfitrión E. E. Kirk, y ... tantos otros que quisiera me alcanzara el espacio para mencionarlos.

¡California, el oeste dorado siempre joven! Hay fuerza en tus miembros y fuego en tu sangre. He probado ambos y estoy bien preparada para enfrentar mi camino hasta el final.


El primero de mayo en Petrogrado

En 1890 se celebró en América por primera vez el primero de Mayo como el día de fiesta del Trabajo internacional. El Día de Mayo llegó a ser para mí un acontecimiento extraordinario, inspirador como pocos. Ser testigo de la celebración del Primero de Mayo en un país libre era algo con que se podía soñar o desear con vehemencia, pero que quizás nunca se realizaría. Y ahora, en 1920 el sueño de muchos años iba a convertirse en realidad en la Rusia revolucionaria. La impaciencia me devoraba por presenciar pronto el Primero de Mayo. Fue un día glorioso; al calor del sol primaveral se iban derritiendo los últimos hielos del invierno inclemente. Desde muy temprano sonidos musicales me saludaron, grupos de trabajadores y soldados marchaban por las calles entonando cantos revolucionarios. La ciudad estaba alegremente adornada: la plaza Uritski, frente al Palacio de Invierno, era una masa roja y las calles cercanas un verdadero tumulto de colores. Multitudes compactas se dirigían hacia el Campo de Marte donde yacían los héroes de la Revolución.

Aunque tenía una tarjeta-invitación para la tribuna oficial preferí permanecer entre el pueblo para sentirme una parte de la gran hueste que había llevado a cabo el acontecimiento mundial. Este era su día, el día de su realización. No obstante ... parecían peculiarmente tranquilos, abrumadamente silenciosos. No había alegría en su cantar, ni regocijo en su risa. Marchaban mecánicamente, automáticamente respondían a los claqueurs de la tribuna oficial que gritaban Hurrah a medida que las columnas pasaban.

Por la noche se iba a verificar un acto público. Mucho antes de la hora anunciada la plaza Uritski, frente al Palacio, y las orillas del Neva hervían de gente, reunida para presenciar el acto al aire libre que simbolizaría el triunfo del pueblo. La pieza constaba de tres partes: la primera describía las condiciones que condujeron a la guerra y el rol de los socialistas alemanes en ella; la segunda reproducía la Revolución de Febrero, con Kerenski en el poder; la última, la Revolución de Octubre.

Fue una pieza vivida, real, fascinadora. Se representó en los peldaños del que fue Stock Exchange, frente a la plaza. En el escaño más alto se sentaban reyes y reinas con sus cortesanos, a quienes rendían pleitesía militares endosados en vistosos uniformes. La escena representa una recepción de gala: se anuncia que se va a construir un monumento en homenaje al capitalismo mundial.

Hay mucho regocijo y sigue una salvaje orgía de música y danza. Entonces de las profundidades emergen las masas esclavizadas y trabajadoras, sonando sus cadenas tristemente en contraste con la música de arriba. Están respondiendo a la orden de construir el monumento para sus amos: se ven algunos que llevan martillos y yunques; otros tambalean bajo el peso de enormes bloques de piedra o van cargados de ladrillos. Los obreros trabajan penosamente en su mundo de miseria y oscuridad, azotados, para que realicen esfuerzos mayores, por el látigo del capataz de esclavos, mientras arriba hay luz y alegría y los amos están de fiesta. La realización del monumento se señala por amplios discos amarillos levantados en alto en medio del regocijo del mundo que se mueve en la cumbre.

En este momento se ve una banderita flameando abajo, y una pequeña figura que arenga al pueblo. Puños amenazantes se alzan y la bandera y la figura desaparecen para reaparecer en diferentes partes del bajo mundo. Otra vez flamea la bandera roja, ora aquí, ora allá. Poco a poco el pueblo cobra confianza y se vuelve amenazador. La indignación y la angustia crecen, los reyes y las reinas empiezan a alarmarse. Para mayor seguridad se encierran en las ciudades, y el ejército se prepara para defender la fortaleza del capitalismo.

Estamos en agosto de 1914. Los gobernantes están otra vez de fiesta y los trabajadores siguen esclavizados.

Los miembros de la Segunda Internacional están confabulados con el poder. Permanecen sordos al alegato de los trabajadores que piden los salven de los horrores de la guerra. Entonces los acordes del God save the king anuncian la llegada del ejército inglés. Es seguido por soldados rusos con fusiles y artillería y una procesión de enfermeras y tullidos, el tributo para el Moloch de la guerra.

El siguiente acto describe la Revolución de febrero. Banderas rojas aparecen por todas partes, automóviles blindados se atacan entre sí. El pueblo asalta el Palacio de Invierno y arría el emblema de la mansión del Zar. El gobierno de Kerenski asume el poder y el pueblo es arrastrado otra vez a la guerra. Entonces viene la maravillosa escena de la Revolución de Octubre, con soldados y marineros que marchan a lo largo del amplio espacio que se extiende ante la construcción de mármol blanco. Saltan a los peldaños del palacio, hay una breve lucha y las masas lanzan vítores de triunfo. La Internacional flota en el aire; sube más alto y más alto en exultantes estruendos de alegría. Rusia es libre; los trabajadores, soldados y marineros anuncian la nueva era, el comienzo de la comuna mundial.

Enormemente conmovedor fue este acto. Pero la inmensa masa permaneció silenciosa. Sólo un débil aplauso se oyó de la gran muchedumbre. Yo estaba confundida. ¿Cómo explicar esta sorprendente falta de respuesta? Cuando le hablé a Lisa Zorin acerca de ello dijo que el pueblo había vivido la Revolución de Octubre y que la representación teatral era un pálido reflejo de la realidad de 1917. Pero mi pequeña vecina comunista me dio una versión diferente: El pueblo ha sufrido tantas desgracias desde octubre de 1917, dijo, que la revolución ha perdido todo significado para él, La pieza tuvo la virtud de hacer su dolor más acerbo.


Recuerdos de Kropotkin (1)

Traducción del francés por Chantal López y colaboración de Omar Cortés en la redacción del texto en español

Estábamos en Moscú cuando recibimos una carta de Dmitrov diciendo que nuestro camarada Pedro Kropotkin (2) estaba abatido por la neumonía. El choque fue muy fuerte, porque en julio lo habíamos visitado encontrándole gozando de buena salud y de buen humor. Parecía más joven y muy mejorado en comparación a como lo habíamos visto en el pasado mes de marzo. La brillantez de sus ojos y su vivacidad demostraban una salud excelente. La quinta de los Kropotkin era encantadora con el sol de verano, sus flores y la reverdeciente hortaliza de Sofía. Pedro nos hablaba con mucho orgullo de su compañera y de su talento como jardinera. Tomándonos a Sacha (3) y a mí por la mano, nos llevó con una infantil exhuberancia al lugar en donde Sofía había plantado un tipo especial de lechuga. Logró obtener cabezas tan gordas como las coles, con hojas rizadas y deliciosas. Nos decía que él había preparado la tierra, pero que la verdadera experta era Sofía. Su cosecha de papa, del invierno pasado, fue tan buena que quedó bastante como para intercambiarla por forraje para su vaca, y hasta para compartirla con sus vecinos de Dmitrov que tenían pocas legumbres. Nuestro querido Pedro retozaba por su jardín hablando sobre temas de jardinería como si fuesen acontecimientos mundiales. El espíritu juvenil de nuestro camarada era contagioso por su encanto y su alegría.

Por la tarde, en su estudio, de nuevo fue el sabio y pensador claro y penetrante en su juicio sobre las personas y los acontecimientos. Discutimos sobre la dictadura, los métodos impuestos a la revolución por la necesidad y los inherentes a la naturaleza del partido. Quería que Pedro me ayudase a comprender mejor la situación que amenazaba hacer derrumbarse mi fe en la revolución y en las masas. Pacientemente, y con la ternura que se prodiga a un niño enfermo, intentó calmarme. Afirmaba que no había razón para desesperarse. Decía que comprendía mi conflicto interior pero que estaba seguro que con el tiempo aprendería a hacer la distinción entre la revolución y el régimen. Eran dos mundos diferentes y el abismo entre ellos debía forzosamente ser cada vez más profundo con el paso del tiempo. La revolución rusa era mucho más grande que la francesa y con un significado más potente para el mundo entero. Había marcado profundamente la vida de las masas en todas partes y nadie podía prever la rica cosecha que la humanidad iba a recolectar. Los comunistas que se adherían irrevocablemente a la idea de un Estado centralizado estaban condenados a maldirigir el curso de la revolución. Siendo su meta la supremacía política, inevitablemente se convirtieron en los jesuitas del socialismo, justificando todos los medios para lograr sus fines. Sus métodos paralizaban la energía de las masas y aterrorizaban a la gente. Pero sin el pueblo, sin la participación directa de los trabajadores en la reconstrucción del país, nada creativo y esencial podría ser realizado.

Nuestros propios camaradas, prosiguió Kropotkin, omitieron en el pasado dar una consideración suficiente a los elementos fundamentales de una revolución social. El factor básico, en un levantamiento, era la organización de la vida económica del país. La Revolución rusa demostraba que debíamos prepararnos para ello. Llegó a la conclusión de que el sindicalismo iba probablemente a proveer a Rusia de lo que más le faltaba: un instrumento mediante el cual podría efectuarse la construcción económica e industrial del país. Se refería al anarco-sindicalismo, indicando que ese sistema, gracias a la ayuda de las cooperativas, salvaría las revoluciones futuras de los fatales errores y de los terribles sufrimientos por los cuales pasaba Rusia.

Recordaba vivamente todo esto al recibir la triste noticia de la enfermedad de Kropotkin. No podía pensar en partir para Petrogrado sin antes ver de nuevo a Pedro. Enfermeras eficaces eran escasas en Rusia. Yo podría curarlo, menos no podía hacer para mi querido maestro y amigo.

Supe que la hija de Pedro, Alejandra, se encontraba en Moscú y que estaba pronta a partir para Dmitrov. Ella me informó que una enfermera muy competente, una rusa que estudió en Inglaterra, estaba encargada de atenderlo. Debido a que en su pequeña quinta había muchas visitas, me aconsejó no molestar a Pedro por el momento. Ella partiría para Dmitrov y me informaría por teléfono acerca del estado de su padre y de si era útil o no mi visita.

Apenas había llegado a Petrogrado, cuando la señora Ravich me telefoneó para decirme que me hablaron urgentemente desde Dmitrov. Había recibido un mensaje de Moscú pidiendo que yo fuera inmediatamente, ya que Pedro se encontraba muy grave.

Durante el trayecto hubo una terrible tempestad de nieve, lo que ocasionó que el tren llegase a Moscú con diez horas de retraso. No había tren para Dmitrov hasta el día siguiente por la noche; y las carreteras estaban bloqueadas por montones de nieve, tan altos que impedían el paso de los coches. Las líneas telefónicas estaban interrumpidas y no había medios para llegar o comunicarse con Dmitrov.

El tren de la noche avanzaba con una lentitud exasperante y se detenía a menudo para cargar combustible. Eran las cuatro de la madrugada cuando llegamos. Acompañada de Alejandro Shapiro (4), un amigo íntimo de la familia Kropotkin, y Pavlov, un camarada del sindicato de los panaderos, me apresuraba hacia la quinta de los Kropotkin. Pero ... fue demasiado tarde, Pedro había dejado de respirar una hora antes. Murió a las cuatro de la madrugada, el 8 de febrero de 1921. Su viuda, desconsolada, me dijo que Pedro había preguntado si yo estaba en camino y cuándo llegaría. Sofía estaba desmarrida y gracias a la necesidad de cuidar de ella olvidé el cruel concurso de circunstancias que me habían impedido prestar el menor servicio al que había impregnado un tan potente impulso a mi vida y a mi trabajo.

Sofía nos comunicó que Lenin, informado de la enfermedad de Pedro, había enviado los mejores médicos de Moscú a Dmitrov, así como víveres y golosinas para el enfermo. También había ordenado que se le enviaran frecuentes boletines sobre el estado de Pedro y de publicarlos en la prensa. Triste desenlace: tantas atenciones dadas en su lecho de muerte al hombre que, por dos veces, había sido perseguido por la tcheka y que por esa razón fue forzado a tomar un retiro no deseado. Pedro Kropotkin ayudó a preparar el terreno para la Revolución, pero se le rehusó participar en su vida y en su desarro1lo; su voz resonó en Rusia a pesar de la persecución zarista, pero fue ahogada por la dictadura comunista.

Pedro no buscaba, ni nunca aceptó, favores de ningún gobierno, no toleraba ninguna pompa ni mucho menos la fastuosidad. Por eso decidimos que el Estado no debía entrometerse en su entierro para que éste no fuese rebajado por la participación de los oficiales: sus últimos días en la tierra debía pasarlos sólo en compañía de sus camaradas.

Schapiro y Pavlov fueron hacia Moscú por Sacha y los demás camaradas de Petrogrado con el fin de encargarse de los funerales. Me quedé en Dmitrov para ayudar a Sofía a preparar a su querido difunto en vista de su traslado a la capital para el entierro.

(...) Hasta el día en que fue obligado a encamarse, Pedro continuó trabajando en las más difíciles condiciones sobre su obra La ética, que, pensaba, sería su obra cumbre. Su más grande pesar, en sus últimos momentos, era que no tuvo un poco más de tiempo para terminar lo que había empezado hacía años.

En los tres últimos años de su vida, Pedro había sido apartado de todo estrecho contacto con las masas, y a su muerte volvía a tomar plenamente contacto con ellas. Campesinos, obreros, soldados, intelectuales, hombres y mujeres sobre un radio de varios kilómetros, así como toda la comunidad de Dmitrov, afluía a la quinta de Kropotkin para rendir un último homenaje al hombre que había vivido entre ellos compartiendo sus luchas y sus dolores.

Sacha llegó a Dmitrov con numerosos camaradas de Moscú para asistir al traslado del cuerpo de Pedro hacia la capital. Nunca el pueblecito había rendido a alguien un homenaje tan grande como a Pedro Kropotkin. Eran los niños quienes mejor lo conocieron y amaron por su joven y alegre carácter. Ese día las escuelas cerraron en signo de duelo para el amigo que se iba. Los niños fueron en gran número a la estación y, cuando el tren partió lentamente, agitaron sus manos para decir adiós a Pedro.

En el camino supe por Sacha que la comisión, encargada de los funerales, que él ayudó a organizar y de la que era presidente, había sido objeto de múltiples obstáculos por parte de las autoridades soviéticas. Se le había permitido publicar dos panfletos de Pedro y sacar un número especial del boletín en su memoria. Más tarde, el Soviet de Moscú, bajo la presidencia de Kamenev, pidió que los manuscritos de ese boletín fuesen sometidos a la censura. Sacha, Schapiro y otros camaradas protestaron diciendo que esos trámites retardarían su publicación. Para ganar tiempo habían prometido que sólo apreciaciones sobre la vida y el trabajo de Kropotkin aparecerían en ese boletín. Luego, de repente, el censor se acordó que tenía demasiado trabajo en curso por el momento y que el asunto debía esperar su turno. Esto significaba que el boletín no podría aparecer a tiempo para el entierro; era evidente que los bolcheviques echaban mano a su habitual táctica dilatoria hasta que fuese demasiado tarde para que el boletín se repartiera en el tiempo debido. Nuestros camaradas decidieron pasar a la acción directa. Lenin a menudo se había apropiado de esta idea anarquista, ¿por qué los anarquistas no la volverían a tomar de él? El tiempo apremiaba y el objetivo era bastante importante para arriesgar hasta un arresto. Rompieron los sellos que la Tcheka había colocado sobre la imprenta de nuestro viejo camarada Atabekian y nuestros amigos trabajaron como hormigas para preparar y sacar el boletín a tiempo.

El homenaje de estimación y de afecto para Pedro Kropotkin se transformó, en Moscú, en una manifestación monstruo. En el momento en que el cuerpo llegó a la capital y fue depositado en la casa de los sindicatos, así como durante los dos días en que el difunto fue expuesto en el hall de mármol, hubo un desfile de gentes como nunca se había visto desde los días de octubre.

La Comisión Kropotkin había enviado una requisa a Lenin, rogándole liberar temporalmente a los anarquistas encarcelados en Moscú para que pudieran tomar parte en los últimos honores rendidos a su maestro y amigo fallecido. Lenin lo había prometido y el Comité Ejecutivo del Partido Comunista dio la orden a la Veh-tcheka (la Tcheka rusa) de liberar según su apreciación a los anarquistas encarcelados, para que participasen en los funerales. Pero la Veh-Tcheka aparentemente no estaba dispuesta a obedecer, ni siquiera a Lenin o a la suprema autoridad de su propio partido; preguntó si la comisión podía garantizar el regreso de los prisioneros a la cárcel. Esta dio una garantía colectiva. Después de esto, la Veh-Cheka declaró que no había anarquistas encarcelados en Moscú. En realidad Butirky y la prisión interior de la Tcheka estaban repletos de nuestros camaradas, arrestados durante una razzia en la conferencia de Kharkov, a pesar de que esta última, en virtud de un acuerdo entre el gobierno soviético y Nestor Makhno (5) haya sido oficialmente permitida. Además, Sacha logró obtener un pase para entrar a la cárcel Butirky y habló con más de una veintena de nuestros camaradas encarcelados. Acompañado por el anarquista ruso Yartchuk, visitó también la prisión interior de la Tcheka de Moscú y ahí tuvo una conversación con Aaron Baron (6), que representaba en esa ocasión a un gran número de otros anarquistas encarcelados. Sin embargo, la Tcheka insistía diciendo que no había anarquistas encarcelados en Moscú.

De nuevo, la comisión fue obligada a recurrir a la acción directa. En la mañana del entierro, pidió a Alejandra Kropotkin que telefoneara al soviet de Moscú para decir que se iba a denunciar públicamente esa falta de palabra y que las coronas depositadas por los soviets y organizaciones comunistas iban a ser quitadas si la promesa dada por Lenin no era cumplida.

El gran hall de las columnas estaba repleto; entre los presentes habían varios representantes de la prensa europea y americana. Nuestro viejo amigo Henry Aisberg estaba ahí, otro periodista, Arthur Ransone, representaba al Manchester Guardian. Era seguro que darían a conocer esa falta de palabra de los soviets. Como se había informado al mundo entero de los cuidados y atenciones procurados a Pedro Kropotkin por el gobierno soviético durante su última enfermedad, la publicidad dada a un tal escándalo debía ser evitada a toda costa. Por eso Kamenev pidió un lapso prometiendo solemnemente liberar a los anarquistas encarcelados en los siguientes veinte minutos.

Durante una hora se retrasó el entierro, las grandes masas de gente en duelo, temblaban bajo el cruel frío de Moscú, esperando en la calle la Ilegada de los encarcelados discípulos del gran difunto. Al fin llegaron, pero no eran más que siete de la cárcel de la Tcheka. No había ni un camarada de la cárcel Butirky. En el último momento, la Tcheka aseguró a la comisión que habían sido liberados y que ya estaban en camino. (...) Con un triste orgullo los prisioneros en permiso llevaban los restos de su camarada y amado maestro. La vasta asamblea en la calle los recibió con un impresionante silencio. Soldados sin armas, marineros, estudiantes, niños, organizaciones sindicales representando a todos los oficios, grupos de hombres y mujeres representando a los intelectuales, campesinos y muchos grupos anarquistas con sus banderas rojas o negras, una multitud unida sin coerción, ordenada sin mando, caminó durante dos horas hasta el cementerio Devichy situado en los alrededores de la ciudad.

En el museo de Tolstoi, los tonos de la marcha fúnebre de Chopin y un coro formado por los discípulos del profeta de lasnaia Poliana saludaron el cortejo. En señal de agradecimiento, nuestros camaradas bajaron sus banderas como homenaje rendido por un gran hijo de Rusia a otro.

Pasando frente a la cárcel de Butirky, la procesión se detuvo por segunda vez y nuestras banderas se inclinaron como testimonio del último saludo de Pedro Kropotkin a sus valientes camaradas que le hacían señales de despedida a través de las ventanas enrejadas. En la tumba de nuestro camarada, la expresión espontánea de un profundo dolor caracterizaba los discursos pronunciados por hombres representativos de diferentes tendencias políticas. La nota dominante fue que la muerte de Pedro Kropotkin constituía la pérdida de una potencia moral enorme tal como ya no existía en nuestro país.

Por primera vez desde mi llegada a Petrogrado, mi voz era oída en público. Me parecía extrañamente dura e incapaz de expresar todo lo que Pedro fue para mí.

El dolor que me causó su muerte estaba ligado a mi desesperanza frente al fracaso de la revolución que nadie entre nosotros había sido capaz de evitar.

(...) Los siete detenidos, que habían salido bajo palabra, pasaron la tarde con nosotros y fue en la noche cuando regresaron a sus celdas. Los guardias, que no los esperaban, habían cerrado las puertas y se retiraron. Los hombres casi debieron forzar la entrada, ya que los guardias estaban tan asombrados de ver a los anarquistas bastante locos como para cumplir una palabra dada por sus camaradas.

Finalmente los anarquistas de la prisión Butirky no asistieron al entierro. La Veh-Tcheka afirmó a la comisión que ellos habían rehusado asistir a pesar de que se les dio la posibilidad. Sabíamos que era una mentira pero, sin embargo, decidí hacer una visita personal a nuestros prisioneros para escuchar su propia versión. Esto significaba la odiosa necesidad de pedir un permiso a la Tcheka. Me llevaron al despacho privado del jefe tchekista que era un muchacho muy joven, revólver en la cintura y otro sobre la mesa. Se adelantó hacia mí extendiéndome su mano y llamándome querida camarada. Me dijo que su nombre era Brenner y que vivió en América, que había sido anarquista y naturalmente nos conocía muy bien a Sacha ya mí, sabiendo todo acerca de nuestras actividades en Estados Unidos. Estaba orgulloso de llamarnos camaradas. Naturalmente, ahora estaba con los comunistas, me explicó, pues consideraba al actual régimen como un paso dado hacia el anarquismo. La cosa importante, era la revolución y puesto que los bolcheviques trabajaban para ella, él cooperaba con ellos. ¿Pero, había yo cesado de ser revolucionaria como para rechazar la mano fraternalmente tendida de uno de sus defensores?

Le contesté que en toda mi vida nunca había dado la mano a un detective y mucho menos a un policía que fue anarquista. Había venido con el propósito de obtener un pase para entrar a la cárcel y deseaba saber si esto era posible.

(...) Se levantó, salió de la pieza. Esperé media hora preguntándome si era prisionera. A cada uno su turno en Rusia ¿por qué no yo? De repente escuché pasos y la puerta se abrió de par en par; un hombre viejo, evidentemente un tchekista, me permitía entrar en la cárcel Burtirky.

Entre un numeroso grupo de camaradas encarcelados encontré a varios que había conocido en Ios Estados Unidos: Fanny y Aaron Baron, Voline (7) y otros que habían trabajado en América, así como a rusos de la organización Nabat (8) que yo había encontrado en Kharkov. Un representante de la Veh-Tcheka había ido a verlo, me dijeron, y les ofreció liberar a algunos de ellos, individualmente, pero no en grupo, tal como había sido arreglado con la comisión. Nuestros camaradas se opusieron a esta falta de palabra e insistieron para asistir en grupo al entierro de Kropotkin. ¡En grupo o nada! El hombre les declaró que debía informar a los oficiales superiores de su petición y que regresaría pronto con la decisión definitiva. Pero nunca regresó. Los camaradas decían que esto no tenía ninguna importancia porque habían tenido su propio mitin en memoria de Pedro Kropotkin en el corredor de la cárcel, donde lo homenajearon con discursos de circunstancia y cantos revolucionarios. Con la ayuda de otros prisioneros políticos, habían transformado la cárcel en una universidad popular, me contó Voline. Daban clases de ciencia y economía política, de sociología y de literatura; enseñaban a los prisioneros comunes a leer y a escribir. Bromearon diciéndonos que de hecho, tuvieron más libertad que nosotros en el exterior y debíamos envidiarles. Pero temían que esa tolerancia no durara mucho tiempo.


Notas

(1) Extractos de Living my Life, publicado en Ni Dieu ni maitre, Daniel Guérin.

(2) Piotr Alexevich Kropotkin (1842-1921). Iniciador de la corriente anarco-comunista, es autor de: La conquista del pan, La moral anarquista, Campos, talleres y fábricas, Etica, origen y desarrollo, etc.

(3) Sacha, sobrenombre familiar de Alexandro Berkman (1870-1936); de origen judío-ruso, emigró a los Estados Unidos en 1888. Queriendo apoyar a los huelguistas en su lucha contra los esquiroles profesionales dispara en 1892, en Pittsburgh, al magnate de la siderurgia, Henry Clark Frick, quien resulta ligeramente herido. Es condenado el lo. de marzo de 1893 a 21 años de cárcel de los cuales purga 14; fue defendido sin descanso por Emma Goldman. Con ella es arrestado y deportado en 1919 a la Rusia soviética. En diciembre de 1921, después de la represión de Kronstadt y la ejecución de Fanny Baron deja Rusia dirigiéndose hacia Alemania y luego hacia Francia. Enfermo se suicida en Niza (Francia). Es autor de: Memorias de cárcel de un anarquista en 1912; El mito bolchevique en 1922; El ABC del comunismo libertario en 1928.

(4) Alexandro Shapiro (1882-1947). Hijo de un anarquista ruso; secretario de la oficina internacional anarquista después del Congreso de Amsterdam de 1907. Durante la revolución rusa fue redactor del periódico Golos Truda con Volin, y miembro del secretariado de relaciones exteriores. La represión de los anarquistas por los bolcheviques le obligó a partir hacia Berlín en 1922 en donde anima el grupo de los anarquistas rusos exiliados. Luego vive en París -en donde colabora en el Combat Syndicaliste -y después en los Estados Unidos.

(5) Nestor Ivánovich Majnó (1889-1935). Líder guerrillero originario del pueblo de Guliái-Pole. Como anarco-comunista tuvo que enfrentarse a las tropas de guardias blancas como a los bolcheviques, ya que estos últimos no aceptaban ni toleraban la autonomía por la cual pregonaba Majnó: Reconquistaremos nuestra tierra, no para seguir el ejemplo de los últimos años y colocar nuestro destino en manos de unos nuevos amos, sino para tomarlo en las nuestras y conducir nuestras vidas de acuerdo con nuestra voluntad y nuestras concepciones de la verdad. (Citado en Los anarquistas rusos de Paul Avrich).

El objetivo de Majnó era acabar con cualquier clase de dominación y fomentar la autodeterminación social y económica. Depende de los obreros y campesinos, decía en una de sus proclamas de 1919, el organizarse y establecer sus relaciones en todos los aspectos de la vida, de la forma que consideren justa. (Paul Avrich, Los anarquistas rusos).

Finalmente en 1920, el 25 de noviembre, los jefes del ejército de Majnó eran capturados por el Ejército Rojo y ejecutados inmediatamente. Al día siguiente, Trostky ordenó un ataque contra el cuartel general de Majnó en Guliái-Poie. (...) Durante el ataque la mayor parte del equipo de Majnó fue hecho prisionero o simplemente fusilado sobre la marcha. Pero el Batko, personalmente, junto a los restos de un ejército que había llegado a contar con decenas de miles de hombres, logró escapar a sus perseguidores. Después de vagar por Ucrania durante la mayor parte del año, el líder guerrillero, exhausto y todavía malherido, cruzó el río Dniéster hacia Rumania, llegando posteriormente a París, en donde vivió como obrero de una fábrica y murió en 1935.

(6) Aaron Baron, anarquista, participa en la revolución rusa de 1905. Siendo exiliado en Siberia se evade y se dirige a los Estados Unidos. Regresa a Rusia en 1917. Coedita con Volin el periódico Nabat en Kharkov. Arrestado por la tcheka con su compañera Fanny en noviembre de 1920, permanece en la cárcel y en campo de concentración hasta 1938. Detenido de nuevo no se supo más acerca de su paradero. Fanny Baron fue fusilada por los bolcheviques en septiembre de 1921.

(7) Vsevolod Mikalovitch Eichebaum, más conocido por Volin, nació el 11 de agosto de 1882. Anarquista, redactor en varios periódicos entre los cuales destacan el semanario Golos Truda y el diario Nabat. Formuló una idea de la Síntesis Anarquista que consideraba tres aspectos del anarquismo: sindicalismo, comunismo e individualismo. Es autor de La persecución del anarquismo en la Rusia Soviética y de La Revolución desconocida. Murió el 15 de septiembre de 1945 en París, víctima de la tuberculosis.

(8) Nabat: Confederación de organizaciones anarquistas creada a finales de 1918 cuyos principales líderes fueron; Volin, Aaron Baron y Pedro Archinoff.


Recuerdos de Kronstadt (1)

Traducción del francés por Chantal López y la colaboración de Omar Cortés en la redacción del texto en español.

(...) En Rusia el asunto de las huelgas me había intrigado a menudo. La gente contaba que la menor tentativa de ese tipo era aplastada y sus participantes encarcelados. No lo creía, y como siempre, en estos casos, me dirigí a Zorin (2) para obtener más información. Exclamó: ¡Huelgas bajo la dictadura del proletariado! ¡Tales cosas no existen! Me reprochó dar crédito a esas historias tan insensatas e imposibles. ¿Por cierto, contra quiénes, los obreros en la Rusia soviética, debían ponerse en huelga? ¿Contra ellos mismos? Eran los dueños del país, tanto política como industrialmente. De seguro, entre los obreros se encontraban algunos que no tenían plena conciencia de clase y que no conocían sus verdaderos intereses. Estos vociferaban de vez en cuando, pero eran elementos incitados (...) por egoístas y enemigos de la Revolución. Parásitos que, a propósito, inducían al error a la gente Ignorante. (...) Evidentemente, las autoridades soviéticas debían proteger al país de estos saboteadores que, en su gran mayoría, estaban ya en la cárcel.

Desde entonces me enteré, por observaciones personales y por experiencia, que los verdaderos saboteadores contrarrevolucionarios y bandidos que estaban en las cárceles de la Rusia soviética no eran más que una minoría insignificante. La gran masa de la población penitenciaria se componía de heréticos sociales que eran culpables de pecado fundamental contra la iglesia comunista, pues ninguna ofensa era considerada con tanto odio como la de tener opiniones políticas diferentes a las del partido, y de protestar contra las maldades y crímenes del bolchevismo. Me di cuenta que la mayoría estaba compuesta por prisioneros políticos -tanto campesinos como obreros-, culpables de haber pedido un buen trato y mejores condiciones de vida. Estos hechos, rigurosamente ocultados al público, eran sin embargo conocidos por todo el mundo, como también casi todas las cosas que ocurrían en secreto bajo la superficie soviética. Estas informaciones prohibidas, ¿cómo lograban emerger? Era un misterio para mi, pero de hecho emergían y se esparcían con la misma rapidez e intensidad de un incendio en un bosque.

Menos de veinticuatro horas después de nuestro regreso a Petrogrado, supimos que en la ciudad había un profundo descontento y que corrían rumores de huelga, cuya causa eran los sufrimientos acrecentados, debidos a un invierno extraordinariamente riguroso, así como a la habitual miopía de los Soviets. Terribles tempestades de nieve habían retrasado el envío de magros abastecimientos de víveres y de combustibles para la ciudad. Además, el Petro-Soviet cometió el estúpido error de cerrar varias fábricas y de reducir, a la mitad, la ración de sus empleados. Al mismo tiempo, se supo que en los almacenes se distribuyó a los miembros del partido un nuevo abastecimiento de zapatos y de ropas, mientras que los demás obreros estaban miserablemente vestidos y calzados. Y, para colmo de errores, las autoridades habían prohibido el mitin convocado por los obreros para discutir la manera de mejorar esta situación.

Entre los elementos no comunistas de Petrogrado era común la opinión de la gravedad de la situación. La atmósfera era tan tensa como para explotar de un momento a otro. Naturalmente decidimos quedarnos en la ciudad, no con la esperanza de poder evitar los disturbios amenazadores sino para estar presentes y poder ser útiles a la gente.

La tempestad se desató más pronto de lo que esperábamos. Comenzó con la huelga de los obreros de los molinos de Trubetskoy. Sus reivindicaciones eran muy modestas: un aumento de las raciones alimenticias, tal como se los habían prometido desde hacía mucho tiempo, y la distribución de los zapatos disponibles. El Petro-Soviet rehusó discutir con los huelguistas, hasta que no hubieran regresado a su trabajo.

Compañías de kursanty (3) armados, compuestas por jóvenes comunistas cumpliendo su servicio militar, eran enviadas para dispersar a los obreros reunidos alrededor de los molinos. Los cadetes intentaban provocar a la masa disparando al aire, pero afortunadamente los obreros habían acudido desarmados y no hubo sangre derramada. Los huelguistas recurrieron a una arma mucho más potente: la solidaridad de sus camaradas obreros. El resultado fue que los obreros de cinco fábricas pararon el trabajo y se juntaron al movimiento huelguístico. Llegaban, como un solo hombre, de los muelles de Galernaya, de los almacenes de la marina, de los molinos de Patronny, de las fábricas de Baltysky y de Laferm. Su manifestación fue en seguida dispersada por los soldados. De todas las informaciones recibidas, concluí que el trato reservado a los huelguistas no era de ninguna manera fraternal.

(...) La petición de los obreros para obtener más pan y combustibles se transformó en solicitud de reivindicaciones políticas precisas, debido a la actitud arbitraria e intransigente de las autoridades. Un manifiesto pegado a las paredes, no se supo nunca por quien, llamaba a un cambio total de la política del gobierno. Decía: ¡Los obreros y los campesinos necesitan primero, libertad! No quieren vivir bajo los decretos de los bolcheviques, quieren controlar su propio destino. Cada día la situación se volvía más tensa, nuevas reivindicaciones circulaban y eran pegadas en los muros y en las paredes de los edificios. Al fin apareció un llamamiento a favor de la asamblea constituyente, tan detestada y denunciada por el partido en el poder.

La ley marcial fue declarada y se dio la orden a los obreros de reingresar a sus fábricas, con la amenaza que de no hacerlo serían privados de sus raciones. Esto, sin embargo, no dio resultado: pero, a raíz de este hecho un cierto número de sindicatos fueron liquidados, sus dirigentes y los más recalcitrantes huelguistas, encarcelados.

Impotentes, mirábamos grupos de hombres rodeados de soldados y de tchekistas armados pasar bajo nuestras ventanas. Con la esperanza de convencer a los dirigentes soviéticos de la locura y del peligro de su táctica, Sacha (4) intentó encontrarse con Zinoviev, mientras yo buscaba a los señores Ravich, Zorin y Zipperovitch, jefes del soviet de los sindicatos de Petrogrado. Pero todos rehusaron recibirnos bajo el pretexto de que estaban demasiado ocupados en defender la ciudad contra los complots contrarrevolucionarios tramados por mencheviques y socialistas-revolucionarios. Este estribillo estaba muy gastado por haber sido utilizado durante tres años, pero siempre muy bueno para impresionar a los militantes comunistas.

La huelga se extendía a pesar de las extremas medidas que se tomaron. Continuaban los arrestos, pero la estupidez, con la cual las autoridades reaccionaban, alentó a elementos ignorantes. Comenzaron a aparecer proclamas contrarrevolucionarias y antisemitas, rumores de represión militar y de brutalidades de la Tcheka contra los huelguistas, corrían por la ciudad.

Los obreros estaban decididos, pero pronto fue claro que los derrotarían por el hambre; no había manera de ayudar a los huelguistas, aun teniendo algo que darles. Todas las avenidas por las cuales se podía llegar a los barrios industriales estaban bloqueadas por las tropas. Además, la misma población estaba en una situación espantosa. Los pocos víveres y ropas que podíamos reunir eran una gota de agua en el océano. Todos nos dábamos cuenta de la desigualdad del régimen alimenticio entre los secuaces de la dictadura y los trabajadores. Tan grande era esa desigualdad que imposibilitaba a los huelguistas sostener la situación durante mucho tiempo.

En esta tensa y desesperada situación, de repente apareció un nuevo factor que daba alguna esperanza para un posible arreglo. Eran los marineros de Kronstadt. Fieles a sus tradiciones revolucionarias y a la solidaridad de los trabajadores, demostradas tan lealmente durante la revolución de 1905 y, más tarde. en los levantamientos de marzo y octubre de 1917, de nuevo apoyaban a los proletarios arrasados de Petrogrado. No ciegamente; tranquilamente y sin que nadie se enterara, habían enviado una comisión para informarse de las reivindicaciones de los huelguistas. El informe de esta comisión llevó a los marineros de los barcos de guerra Petropavlovsk y Sebastopol a adoptar una resolución en favor de sus hermanos obreros en huelga (5). Se declaraban entregados a la revolución y a los soviets así como leales para con el partido comunista. Sin embargo protestaban contra la actitud arbitraria de ciertos comisarios e insistían firmemente sobre la necesidad de una más grande autodeterminación para los grupos organizados de los obreros. Además reclamaban libertad de reunión para los sindicatos y las organizaciones de campesinos, así como la libertad para todos los detenidos políticos y sindicales de las prisiones soviéticas y de los campos de concentración.

(...) Durante un mitin celebrado el lo. de marzo, al que asistían 16,000 marineros, soldados del Ejército rojo y obreros de Kronstadt, resoluciones similares fueron adoptadas en forma unánime a excepción de tres votos. Los tres opositores eran: Vassiliev, presidente del soviet de Kronstadt, que presidía el mitin; Kuzmin, comisario de la flota báltica y, Kalinin, presidente de la República socialista soviética federada.

Dos anarquistas habían asistido al mitin y a su regreso, nos contaron que allí había reinado orden, entusiasmo y buen espíritu. Desde los primeros días de octubre no habían visto demostración tan espontánea de solidaridad y de compañerismo ferviente. Sólo deploraban que no hubiéramos asistido a esta demostración. Decían que la presencia de Sacha -a quien los marineros de Kronstadt habían defendido tan valientemente cuando pesaba sobre nuestras cabezas la extradición de California en 1917- habría influido mucho sobre la resolución. Estábamos de acuerdo con ellos, ya que hubiese sido una experiencia maravillosa participar, en territorio soviético, en el primer gran mitin masivo que no estaba organizado por consigna. Hacía ya tiempo, Gorki me aseguró que los hombres de la flota báltica, habían nacido anarquistas y que mi lugar estaba entre ellos. A menudo yo deseaba ir a Kronstadt para encontrar y hablar a las tripulaciones, pero tenía la convicción que en mi estado mental confuso y quebrantado de aquel entonces nada podría ofrecerles de constructivo. Ahora tomaría mi lugar entre ellos, sabiendo que los bolcheviques correrían el rumor de que yo incitaba a los marineros en contra del régimen. Sacha decía que poco le importaba lo que dirían los comunistas. Se uniría a los marineros en su protesta a favor de los obreros huelguistas de Petrogrado.

Nuestros camaradas insistieron sobre el hecho de que las expresiones de simpatía por parte de Kronstadt para con los huelguistas no podrían, de ninguna manera, ser consideradas como una acción antisoviética. De hecho, el espíritu de los marineros y las resoluciones adoptadas en su mitin masivo eran netamente pro-soviéticas. Protestaban enérgicamente contra la actitud autocrática para con los huelguistas hambrientos, pero el mitin, en ningún momento, había dejado entrever la menor oposición a los comunistas. En realidad, ese gran mitin había tenido lugar bajo los auspicios del soviet de Kronstadt. Para demostrar su lealtad, los marineros habían acogido con cantos y música a Kalinin cuando llegó a la ciudad; y su discurso fue atentamente escuchado con el más profundo respeto. Aún más, a pesar de que él y sus camaradas habían vituperado a los marineros y condenado su moción, estos escoltaron muy amigablemente a Kalinin hasta la estación, tal como nuestros informantes lo pudieron constatar.

Oímos rumores según los cuales Kuzmin y Vassiliev habían sido arrestados por los marineros, durante un mitin de trescientos delegados de la flota, de la guarnición y del soviet de los sindicatos. Preguntamos a nuestros dos camaradas lo que sabían al respecto. Confirmaron que, en efecto, estos dos hombres habían sido arrestados. La razón era que Kuzmin denunció, durante el mitin, a los marineros y huelguistas de Petrogrado como traidores, (...) declarando que, desde ese momento, el partido comunista iba a combatirlos como contrarrevolucionarios hasta el final. Los delegados tuvieron conocimiento de que Kuzmin había dado la orden de evacuar todo el abastecimiento y las municiones de Kronstadt dejando así a la ciudad en la inanición. Por esta razón los marineros y la guarnición de Kronstadt decidieron arrestar a los dos hombres y tomar precauciones para que las provisiones no se retirasen de la ciudad. Pero esto de ninguna manera era una señal de intento de rebelión ni de que los hombres de Kronstadt dejasen de creer en la integridad revolucionaria de los comunistas. Por el contrario, se permitió a los delegados comunistas hablar tanto como los otros. Otra prueba de confianza en el régimen se dio con el envío de un comité de treinta hombres para conferenciar con el Petro-Soviet en vista de un arreglo amigable de la huelga.

Nos sentíamos orgullosos de esta magnífica solidaridad de los marineros y soldados de Kronstadt para con sus hermanos en huelga de Petrogrado y esperábamos que, gracias a la mediación de los marineros, el fin de los disturbios se lograrían rápidamente.

Desgraciadamente nuestras esperanzas fueron truncadas una hora después de que recibimos noticias de los acontecimientos de Kronstadt. Una orden firmada por Lenin y Trotsky estremeció a todo Petrogrado. La orden decía que Kronstadt se había amotinado contra el gobierno soviético y denunciaba a los marineros como Ios instrumentos de antiguos generales zaristas quienes, de acuerdo con Ios traidores socialistas-revolucionarios, habían tramado una conspiración contrarrevolucionaria en contra de la República proletaria.

¡Absurdo! ¡Pero es pura locura! exclamó Sacha después de leer una copia de esta orden. Lenin y Trotsky deben estar mal informados. ¡No es posible que puedan creer que los marineros sean culpables de una contrarrevolución! ¡Cómo sería posible que las tripulaciones del Petropavlovsk y del Sebastopol, que constituían el apoyo más sólido de los bolcheviques desde octubre, se hayan convertido en contrarrevolucionarios! ¿No los había saludado el mismo Trotsky, como el orgullo y la flor de la revolución?.

En seguida debemos ir a Moscú, dijo Sacha. Era absolutamente necesario ver a Lenin y a Trotsky para explicarles que todo esto era un terrible malentendido, un error que podría ser fatal a Ia misma Revolución. Era muy duro para Sacha renunciar a su fe en la integridad revolucionaria de hombres considerados, por millones de gentes en el mundo, como apóstoles del proletariado. Yo estaba de acuerdo con él; pensaba que Lenin y Trotsky habían sido tal vez inducidos en el error por Zinoviev, quien telefoneaba todas las noches dando detallados informes sobre Kronstadt. Zinoviev, hasta entre sus camaradas, nunca tuvo la reputación de tener valor personal. Tuvo pánico desde los primeros síntomas de descontento expresados por los obreros de Petrogrado. Cuando supo que la guarnición local había expresado su simpatía con loS huelguistas, perdió completamente la cabeza y ordenó que le instalaran una ametralladora, en el hotel Astoria, para su protección personal. El asunto de Kronstadt lo había llenado de terror, cosa que le indujo a pregonar historias sin sentido en Moscú. Sacha y yo sabíamos todo esto, pero yo no podía creer que Lenin y Trotsky realmente pensaran que los hombres de Kronstadt fueran culpables de una contrarrevolución o capaces de cooperar con generales blancos, tal como se les acusaba en la orden de Lenin.

Una ley marcial extraordinaria fue decretada en toda la provincia de Petrogrado, y nadie más que los oficiales provistos de autorizaciones especiales, podían dejar la ciudad. La prensa bolchevique lanzaba una campaña de calumnias y vituperaciones contra Kronstadt, proclamando que los marineros y soldados habían hecho causa común con el general zarista Kozlovsky por lo que declaraban a la gente de Kronstadt fuera de la ley. Sacha comenzaba a darse cuenta que la situación tenía un origen mucho más profundo y muy diferente a una simple mala información de Lenin y Trotsky. Este último debía asistir a la sesión especial del Petro-Soviet en donde se decidiría el destino de Kronstadt. Decidimos asistir.

Era la primera vez que oiría a Trotsky en Rusia. Pensaba que podría recordarle sus palabras de despedida en Nueva York: la esperanza expresada por él, de vernos pronto en Rusia para ayudar a las grandes tareas hechas posibles por el derrocamiento del zarismo. Íbamos a pedirle dejarnos ayudar a resolver los problemas de Kronstadt en un espíritu fraternal; disponer de nuestro tiempo y nuestra energía, y hasta de nuestras vidas, en esta suprema prueba que la revolución planteaba al partido comunista.

Desgraciadamente, el tren en el que viajaba Trotsky llegó tarde, por lo que no pudo asistir a la sesión. Los hombres que hablaron en esta asamblea eran inaccesibles. Un loco fanatismo animaba sus palabras y un miedo ciego los invadía.

El estrado estaba severamente guardado por unos kursanty; soldados de la Tcheka, bayoneta calada, se encontraban entre el estrado y el auditorio. Zinoviev, que presidía, parecía estar en el límite de una crisis nerviosa. Se levantó varias veces para hablar volviéndose a sentar en seguida. Cuando finalmente comenzó a hablar, giró la cabeza de derecha a izquierda como si temiera un ataque repentino. Su voz, siempre tan infantilmente débil, subía en un tono agudo, extremadamente desagradable y de ninguna manera convincente.

Denunciaba al general Kozlovsky como el mal genio de los hombres de Kronstadt, a pesar de que la mayoría de los asistentes supiesen que este oficial había sido colocado en Kronstadt por el mismo Trotsky como especialista en artillería. Kozlovsky era viejo y decrépito, y no tenía ninguna influencia sobre los marineros ni sobre la guarnición. Esto no impidió a Zinoviev, presidente del comité de defensa creado especialmente para esta ocasión, proclamar que Kronstadt se había levantado contra la revolución e intentaba realizar los planes de Kozlovsky y de sus ayudantes zaristas.

Kalinin se expresó con su habitual actitud paternal y atacó a los marineros en términos violentos, olvidándose de los homenajes recibidos en Kronstadt hacía sólo algunos días. Ninguna medida es demasiado severa para los contrarrevolucionarios que se atreven a levantar la mano contra nuestra gloriosa Revolución, declaró. Los oradores de segundo orden proseguían en el mismo tono, despertando su fanatismo comunista, ignorando los hechos reales y llamando a una venganza en contra de los hombres que en la víspera habían aclamado como héroes y hermanos.

Por encima del estruendo de la gente vociferante, una sola voz intentaba hacerse oír: la voz tensa y grave de un hombre que estaba en las primeras filas. Era el delegado de los empleados huelguistas del Arsenal. Se veía obligado a protestar, decía él, contra las falsas acusaciones lanzadas desde el estrado en contra de los hombres de Kronstadt, tan valientes y leales. Mirando a Zinoviev y señalándole con el dedo, el hombre dijo: Es vuestra cruel indiferencia y la de vuestro partido que nos ha conducido a la huelga y ha despertado la simpatía de nuestros hermanos marineros que lucharon junto a nosotros en la revolución. ¡No son culpables de ningún otro crimen y vosotros lo sabéis! Los calumniáis voluntariamente y llamáis a su exterminio. Gritos como: ¡Contrarrevolucionario, traidor! ¡Menchevique! ¡Bandido! convirtieron la reunión en un verdadero manicomio.

El viejo obrero se quedó de pie, y elevando su voz por encima del tumulto, gritó: Hace apenas tres años que Lenin, Trotsky, Zinoviev y todos vosotros fuisteis denunciados como traidores y espías alemanes. Nosotros, los trabajadores y los marineros os hemos ayudado y salvado del gobierno Kerensky. ¡Somos nosotros quienes os llevamos al poder! ¡Lo habéis olvidado! Ahora sois vosotros quienes nos amenazáis. ¡Recordad que estáis jugando con el fuego! ¡Estáis repitiendo los errores y los crímenes del gobierno de Kerensky! ¡Cuidaos de que un mismo destino no os sea reservado!.

Zinoviev, al oír este desafío, se estremeció. En el estrado, los demás, muy embarazados, se agitaban en sus asientos. La asistencia comunista parecía aterrorizada por este siniestro reto.

En ese momento, otra voz se elevó. Un hombre corpulento, uniformado de marinero, se irguió en el fondo de la sala. Declaró que nada había cambiado el espíritu revolucionario de sus hermanos del mar. Estaban listos, hasta el último hombre, para defender la revolución con cada gota de su sangre. Y se puso a leer la resolución de Kronstadt adoptada en el mitin del 1o. de marzo. El tumulto que se elevó a raíz de esa audacia impidió oírlo, salvo para las personas que estaban muy cerca de él. Sin embargo no se dio por vencido y prosiguió su lectura hasta el final.

La única respuesta que recibieron estos dos valientes hijos de la revolución, fue la resolución de Zinoviev que exigió la total e inmediata rendición de Kronstadt, so pena de ser exterminados. La resolución fue votada apresuradamente en un pandemonium de confusión, siendo ahogadas las voces de la oposición.

Pero el silencio frente a la masacre amenazadora era intolerable. Debía hacerme oír, no ante estos obsesionados que ahogarían mi voz como lo hicieron con los demás. Daría a conocer mi posición esa misma noche mediante un informe dirigido al poder supremo do la defensa soviética.

Cuando estábamos solos, yo hablaba con Sacha de esto, y estaba contenta de saber que mi viejo amigo tenía la misma idea. Sugería que nuestra carta debería constituir una protesta común y referirse únicamente a la resolución de exterminio adoptada por el Petro-soviet. Dos camaradas, que se encontraban en esta reunión, compartían nuestro punto de vista y ofrecían firmar con nosotros el llamado a las autoridades. No tenía ninguna esperanza de que nuestro mensaje ejerciese una influencia moderadora o algún freno sobre las medidas decretadas contra los marineros. Pero estaba decidida a hacer constar mi actitud con el fin de tener un testimonio para los años venideros, comprobando así que no me había quedado muda ante la más negra traición de la revolución, hecha por el partido comunista.

A las dos de la madrugada, Sacha habló por teléfono con Zinoviev para decirle que quería comunicarle algo importante acerca de Kronstadt. Tal vez Zinoviev creyó que ese comunicado podría ayudar a la conspiración contra Kronstadt, ya que de otra manera no se hubiese molestado enviándonos a la señora Ravich a tan avanzada hora de la noche, o sea, diez minutos después de que Sacha había telefoneado. La señora portaba una nota de Zinoviev, en donde éste nos pedía que le entregáramos el mensaje. Le dimos el siguiente comunicado:

Al soviet de los sindicatos y de la defensa de Petrogrado.

Presidente Zinoviev.

Ya es imposible guardar silencio: ¡hasta sería criminal! Los recientes acontecimientos nos motivan, a nosotros los anarquistas, a hablar y definir nuestra posición frente a la situación actual.

El espíritu de descontento que se manifiesta entre los trabajadores y los marineros es el resultado de causas que exigen nuestra seria atención. El frío y el hambre han producido descontento y la ausencia de posibilidades para discutir y criticar, obligan a los marineros y a los obreros a exponer públicamente sus quejas.

Bandas de guardias blancas desean, y pueden intentarlo, explotar ese descontento en beneficio de su propia causa. Ocultos tras los trabajadores y marineros, lanzan slogans reclamando la asamblea constituyente, el comercio libre y plantean reivindicaciones similares.

Nosotros los anarquistas hemos denunciado, desde hace mucho tiempo, el error de esos slogans y declaramos al mundo entero que vamos a combatir, armas en la mano, cualquier tentativa contrarrevolucionaria en cooperación con todos los amigos de la revolución socialista y mano a mano con los bolcheviques.

En lo que se refiere al conflicto entre el gobierno soviético y los trabajadores y marineros, pensamos que debe ser resuelto, no por la fuerza de las armas, sino por la camaradería, por un acuerdo revolucionario y fraternal.

La decisión tomada por el gobierno soviético de derramar sangre, no apaciguará a los trabajadores en la situación actual. Por el contrario, servirá únicamente para empeorar las cosas y reforzará el juego de la contrarrevolución en el interior.

Todavía más grave, el uso de la fuerza por el gobierno de los trabajadores y campesinos contra los obreros y marineros tendrá un efecto reaccionario sobre el movimiento revolucionario internacional y perjudicará a la revolución socialista.

¡Camaradas bolcheviques, reflexionen antes de que sea demasiado tarde! ¡No jueguen con fuego: Están dando un paso decisivo muy grave!

Les proponemos lo siguiente: permitan la elección de una comisión compuesta por cinco personas, incluyendo a dos anarquistas. Esta comisión se desplazará a Kronstadt para resolver el conflicto por medios pacíficos. En la presente situación es el método más radical. Será de una importancia revolucionaria internacional.

Petrogrado, 5 de marzo de 1921.

Alexander Berkman, Emma Goldman (y dos firmas más).

La prueba de que nuestro llamado no encontraría más que oídos sordos, nos fue confirmada el mismo día cuando Trotsky dio un ultimátum a Kronstadt. Por orden del gobierno de los obreros y campesinos, declaró a los marineros y a los soldados de Kronstadt, que iba a disparar como si fueran conejos, a todos los que se atrevieron a levantar la mano en contra de la patria socialista. Se ordenaba a los navíos y a las tripulaciones en rebelión, rendirse inmediatamente al gobierno soviético, de lo contrario, serían sometidos por las armas. Sólo los que se rindieran sin condiciones podrían contar con la misericordia de la República soviética.

Esta última llamada de atención era firmada por Trotsky, como presidente del soviet militar revolucionario y por Kamenev, comandante en jefe del Ejército rojo. Atreverse a dudar del divino derecho de los gobernantes era de nuevo castigado con la muerte.

Trotsky cumplía su palabra. Habiendo tomado el poder gracias a los hombres de Kronstdat, ahora estaba en una posición que le permitía pagar totalmente su deuda al orgullo y a la gloria de la revolución rusa. Los mejores expertos militares y estrategas del régimen zarista estaban en esos momentos a su servicio; entre ellos el famoso Tukhatshevsky (6) que Trotsky nombró comandante general para el ataque contra Kronstadt. Además había hordas de tchekistas entrenados desde hacía tres años en el arte de matar, kursanty y comunistas elegidos especialmente por su obediencia ciega a las órdenes dadas, así como las más seguras tropas de los diferentes frentes. Con esta fuerza concentrada frente a la ciudad condenada, se esperaba controlar fácilmente el motín. Sobre todo, desde que los marineros y soldados de la guarnición de Petrogrado habían sido desarmados, y evacuados de la zona peligrosa todos los que expresaron su solidaridad con sus camaradas sitiados. Desde mi ventana del hotel Internacional veía como los llevaban, en pequeños grupos, rodeados de potentes destacamentos de tropas tchekistas. Su paso había perdido toda gallardía, sus brazos colgaban a lo largo del cuerpo y sus cabezas estaban inclinadas tristemente.

Las autoridades ya no temían a los huelguistas de Petrogrado porque estaban debilitados por el hambre, sin energía, desmoralizados por las mentiras que se propagaron sobre ellos y sus hermanos de Kronstadt; su espíritu roto por la duda que se infiltraba gracias a la propaganda bolchevique. Ya no tenían espíritu de lucha, al igual que ninguna esperanza de poder ayudar a sus camaradas de Kronstadt que habían, sin pensar en ellos mismos, abrazado su causa y que ahora iban a pagarlo con su vida.

Kronstadt estaba abandonada por Petrogrado y aislada del resto de Rusia. Estaba sola y casi sin poder ofrecer resistencia. Se derrumbará con el primer disparo, proclamaba la prensa soviética.

Se equivocaba. Kronstadt de ninguna manera pensaba en un motín, ni en resistir al gobierno soviético. Hasta el último momento, tenía decidido no derramar sangre. Todo el tiempo llamaba a un arreglo comprensivo y amigable. Pero, obligada a defenderse contra la provocación militar, se batió como un león. Durante diez días y diez noches agotadoras, los marineros y los soldados de la ciudad sitiada se mantuvieron firmes contra un continuo fuego de artillería proveniente de tres frentes y contra las bombas lanzadas por la aviación. Repelieron heroicamente las repetidas tentativas de los bolcheviques para, con las tropas especializadas venidas desde Moscú, tomar por asalto las fortalezas. Trotsky y Tukhatshevsky tenían todas las ventajas sobre los hombres de Kronstadt. La totalidad de la maquinaria del estado comunista los apoyaba, y la prensa centralizada continuaba esparciendo veneno en contra de los pretendidos amotinados y contrarrevolucionarios. Sus refuerzos eran ilimitados. Los hombres se envolvían en sabanas blancas para confundirse con la nieve del helado golfo de Finlandia, lo que les permitía camuflarse durante los ataques nocturnos contra los sorprendidos defensores de Kronstadt. Estos últimos tenían nada más su coraje indomable y su fe inquebrantable en la justicia de su causa y en los soviets libres que pregonaban como los únicos capaces para salvar a Rusia de la dictadura. Hasta les faltaba un rompe-hielo para detener el asalto del enemigo comunista. Estaban extenuados por el hambre, el frío, las noches de guardia; sin embargo se mantenían firmes luchando desesperadamente en una muy dispar relación de fuerzas.

Ni una voz amigable se oyó en el transcurso de ese espantoso drama. Durante los días y las noches invadidos por el trueno de la artillería pesada, del rugido de los cañones, no había nadie para protestar o para detener ese terrible baño de sangre. Gorki ... Máximo Gorki ... ¿dónde estaba? su voz sería escuchada. ¡Vamos a verlo!

Me dirigí a varios miembros de la inteligentsia. Gorki, me decían, nunca había protestado ni siquiera en casos graves, individuales, ni en los concernientes a los miembros de su propia profesión, ni siquiera cuando conocía la inocencia de los hombres condenados; y ahora tampoco protestaría. No había la menor esperanza.

La inteligentsia, los hombres y las mujeres que alguna vez fueron los voceros revolucionarios, los maestros del pensamiento, escritores y poetas, eran tan impotentes como nosotros y estaban paralizados por la futileza de cada esfuerzo individual. La mayoría de sus camaradas y amigos se encontraban en la cárcel o en el exilio, algunos habían sido ejecutados. Se sentían agobiados por el aniquilamiento de todos los valores humanos.

Me dirigí a los comunistas que conocíamos, suplicándoles que hicieran algo. Algunos se daban cuenta del monstruoso crimen que su partido estaba cometiendo contra Kronstadt. Admitían que la acusación de contrarrevolucionario al movimiento de Kronstadt, era ficticia. El pretendido dirigente Kozlovsky era una nulidad, demasiado preocupado por él mismo para inmiscuirse en la protesta de los marineros. Estos últimos eran de alta calidad humana siendo su única preocupación el bienestar de Rusia. Lejos de hacer causa común con los generales zaristas, habían hasta rechazado la ayuda que les brindaba Tchernov, el dirigente de los socialistas revolucionarios. No querían ayuda exterior. Pedían el derecho para ellos de escoger sus propios diputados en las próximas elecciones para el soviet de Kronstadt, así como justicia para los huelguistas de Petrogrado.

Los amigos comunistas pasaban noches enteras con nosotros ... hablando ... hablando ... pero ninguno de ellos se atrevía a elevar su voz para protestar abiertamente: Nosotros no nos dabamos cuenta de las consecuencias que esto tendría para ellos, decían. Serían excluidos del partido, se les privaría a ellos y a sus familias de trabajo y de raciones, y estarían literalmente condenados a morir de hambre, o desaparecerían pura y sencillamente sin que nadie supiese jamás lo que les habría pasado. Y sin embargo, nos aseguraban que no era el miedo lo que paralizaba su voluntad, sino la total inutilidad de una protesta o de un llamado. Nada, absolutamente nada, podía detener los engranajes del Estado comunista. Habían sido aplastados por ellos y ya ni siquiera tenían la fuerza para protestar.

Yo estaba obsesionada por la terrible aprensión de que nosotros, Sacha y yo, pudiésemos encontrarnos en idéntica situación, perdiendo todo aliento y resignados como ellos. Cualquier cosa era preferible a esto: la cárcel, el exilio, hasta la muerte; o la huida, huir de esta horrible impostura, de esta falsa apariencia de revolución.

La idea de querer dejar Rusia nunca me había pasado por la cabeza. Yo estaba trastornada y asombrada por este sólo pensamiento. ¡Abandonar a Rusia en su calvario! Pero yo sentía que daría ese paso antes que participar en el engranaje de esta maquinaria, antes que llegar a ser una cosa inanimada manejada como un títere.

El cañoneo sobre Kronstadt prosiguió sin parar durante diez días y diez noches y se detuvo de repente en la mañana del 17 de marzo. El silencio que cubría a Petrogrado era más temible que los disparos incesantes de la noche anterior. La agonía de la espera nos invadió a todos. Era imposible saber lo que pasaba y por qué el bombardeo cesó bruscamente. Avanzada la tarde, la tensión fue reemplazada por un mudo horror. Kronstadt había sido subyugada. Decenas de millares de hombres asesinados, la ciudad ahogada en sangre. El río Neva, del que la artillería pesada había roto el hielo, fue la tumba de una multitud de hombres: kursanty y jóvenes comunistas. Los heroicos marineros y soldados habían defendido sus posiciones hasta el último aliento. Los que no tuvieron la suerte de morir combatiendo, caían en las manos del enemigo para ser ejecutados o enviados a la lenta tortura de las heladas regiones del norte de Rusia.

Estábamos fulminados. Sacha, habiendo perdido el último residuo de su fe en los bolcheviques, erraba desesperado por las calles. Yo tenía los miembros pesados, una inmensa fatiga en cada nervio. Sentada, inerte, miraba !a noche. (...)

Al día siguiente, el 18 de marzo, aún medio dormida, después del insomnio de diecisiete días de angustia, fui despertada por el ruido de numerosos pasos. Los comunistas pasaban marchando, se oían marchas militares y se cantaba La Internacional. Estas estrofas, antaño tan jubilosas a mi oído, sonaron ahora como un canto fúnebre para la esperanza ardiente de la humanidad.

18 de marzo: aniversario de la comuna de París de 1871 aplastada dos meses más tarde por Thiers y Gallifet, ¡los carniceros de 30,000 comuneros! Imitados en Kronstadt el 18 de marzo de 1921.

El verdadero sentido de esta liquidación de Kronstadt fue revelado por el mismo Lenin tres días después de los terribles hechos. En el décimo congreso del Partido Comunista que se celebraba en Moscú, durante el sitio de Kronstadt, Lenin cambió inesperadamente su cántico comunista por un salmo sobre la Nueva Política Económica. Comercio libre, concesiones a los capitalistas, contratación libre para el trabajo en el campo y en las fábricas, en fin todas las cosas condenadas durante más de tres años como significativas de la contrarrevolución, y castigadas con la cárcel o hasta con la muerte, eran ahora inscritas por Lenin en la gloriosa bandera de la dictadura.

Desvergonzadamente, como siempre, admitió lo que gentes sinceras y sensatas, pertenecientes al partido o no, supieron, durante diecisiete días, o sea, que los hombres de Kronstadt no querían colaboración de los contrarrevolucionarios, ni tampoco la de los bolcheviques. Los ingenuos marineros habían tomado en serio la divisa de la revolución: Todo el poder a los soviets, a la que Lenin y su partido prometieron solemnemente fidelidad. ¡Ese había sido el error imperdonable de los hombres de Kronstadt! Por eso tenían que morir. Debían convertirse en mártires que fecundarían la tierra para la nueva cosecha de slogans que Lenin utilizaría para anular completamente los antiguos. La obra de arte era la Nueva Política Económica: la N.E.P. (7)

La confesión pública de Lenin acerca de Kronstadt no detuvo la cacería de los marineros, soldados y obreros de la ciudad vencida. Fueron detenidos por centenares y la Tcheka se encargaba del disparo al pichón.

Era curioso constatar que los anarquistas no fueron mencionados en el motín de Kronstadt. Pero en el décimo congreso, Lenin declaró que una guerra sin tregua debía ser emprendida contra la pequeña burguesía y también contra los elementos anarquistas. La tendencia anarco-sindicalista de la oposición obrera (8) demostraba que se había desarrollado en el seno mismo del partido comunista, precisó Lenin. El llamamiento a las armas contra los anarquistas, lanzado por él, encontró eco inmediato. Los grupos de Petrogrado fueron perseguidos y un gran número de sus miembros arrestados. Además, la tcheka cerró la imprenta y las oficinas en donde se publicaba el Golos Truda (9) que pertenecían a la rama anarco-sindicalista.

Habíamos comprado nuestros boletos para trasladarnos a Moscú antes de que la represión contra el anarquismo se intensificase. Cuando supimos de los arrestos masivos, decidimos quedarnos más tiempo por si éramos buscados. Sin embargo no nos molestaron, tal vez porque era necesario tener algunas celebridades anarquistas en libertad para demostrar al mundo que sólo los bandidos se encontraban en las prisiones soviéticas.

En Moscú encontramos a todos los anarquistas, salvo a una media docena que había sido arrestada. Sin embargo ninguna acusación fue formulada contra nuestros camaradas; no se les oyó ni se les juzgó. A pesar de esto, algunos de ellos habían sido enviados ya a la penitenciaría de Samara. Los que se encontraban todavía en las cárceles de Butirky o Taganka eran sometidos a la violencia. Así, uno de nuestros muchachos, el joven Kashirin, fue golpeado por un tchekista en presencia de los guardias de la cárcel. Maximoff (10) y otros anarquistas que combatieron en los frentes revolucionarios, conocidos y estimados por numerosos comunistas, habían sido obligados a emprender una huelga de hambre para protestar contra las horribles condiciones de prisión.

La primera cosa que se nos pidió hacer, durante nuestra estancia en Moscú, fue firmar un manifiesto dirigido a las autoridades soviéticas denunciando las tácticas realizadas para exterminar a nuestros camaradas.

Obviamente lo hicimos. Sacha ahora estaba tan convencido como yo, que protestas por parte de una minoría de políticos todavía gozando de libertad en Rusia, eran totalmente vanas e inútiles. Por otra parte, ninguna acción eficaz podía esperarse de las masas rusas aun si nos hubiese sido posible entrar en contacto con ellas. Años de guerra, de luchas civiles, de sufrimientos, socavaron su vitalidad y el terror las había vuelto mudas y sumisas.

Nuestra esperanza eran Europa y Estados Unidos, decía Sacha. Había llegado el tiempo de dar a conocer a los trabajadores, en el extranjero, la vergonzosa traición de octubre. La conciencia despierta del proletariado y de los demás elementos liberales y radicales de cada país, debía formar una potente protesta contra esta implacable persecución. Sólo esto, y nada más que esto, podría detener la mano de la dictadura.

Los hechos de Kronstadt tuvieron este efecto sobre mi amigo: destruyó los últimos vestigios del mito bolchevique. No sólo Sacha, sino también los demás camaradas que anteriormente habían defendido los métodos comunistas como inevitables en un periodo revolucionario, fueron forzados a percatarse del abismo entre octubre y la dictadura.

Notas

(1) Extracto de Living m y Life publicado en Ni Dieu ni maitre, Daniel Guérin.

(2) Secretario del Comité de Petrogrado del Partido Bolchevique; acabó su vida en los hornos crematorios de la tcheka.

(3) Alumnos oficiales seleccionados que, con los mongoles, fueron utilizados para reprimir la insurrección de Kronstadt.

(4) Ver la nota referente a Sacha en el escrito Recuerdos de Pedro Kropotkin.

(5) Resolución de la reunión general de la 1ª. y la 2a. escuadras de la flota del Báltico realizada el lo. de marzo de 1921.


Después de escuchados los informes de los representantes enviados a Petrogrado para tener al corriente de la situación a la reunión general de las tripulaciones, la asamblea decide que es necesario:

Dado que los actuales soviets no expresan la voluntad de los obreros y los campesinos,

1o. Proceder inmediatamente a la reelección de los Soviets mediante el voto secreto. La campaña electoral entre los obreros y campesinos deberá desenvolverse en plena libertad de palabra y de acción;

2o. Establecer la libertad de propaganda y de prensa para todos los obreros y campesinos, para los anarquistas y los partidos socialistas de izquierda (Es necesario haber conocido Kronstadt para comprender el verdadero sentido de esta cláusula. Ella tiene la apariencia de limitar la libertad de palabra y de prensa toda vez que no la exige sino para las corrientes de extrema izquierda. Sin embargo, la resolución lo ha señalado así únicamente para prevenir toda posibilidad de error entre el verdadero carácter del movimiento. Desde el principio de la Revolución, tras los días iniciales en que se ajustició a la oficialidad que se había destacado en las represiones, Krostadt practicó las más amplias libertades. Los ciudadanos no eran en nada molestados, cualesquiera fueran sus convicciones. Sólo permanecieron en prisión algunos zaristas inveterados. Pero apenas pasado el espontáneo acceso de cólera, la razón empezó a predominar sobre el instinto de conservación y se planteó en las reuniones la liberación de todos los presos; a tal punto el pueblo de Kronstadt odiaba las prisiones. Y se encargó el dar libertad a todos los presos, pero sólo en el ámbito de la ciudad, donde las intrigas reaccionarias no eran de temer, no así en cuanto a otras localidades, a las que los hombres de Kronstadt querían evitarles la posibilidad del arribo de elementos contrarrevolucionarios. La actuación de Kerensky provocó una nueva oleada de cólera y el proyecto fue abandonado. Mas este sobresalto de mal humor fue el último. Desde entonces Kronstadt no conoció ni un solo caso de persecución por ideas. Todas las tesis podían difundirse en ella libremente. La tribuna de la Plaza del Ancla estaba abierta a todo el mundo.);

3o. Acordar libertad de reunión a los sindicatos y las organizaciones campesinas;

4o. Convocar, al margen de los partidos políticos, una Conferencia de obreros, soldados rojos y marinos de Petrogrado y su provincia, y de Kronstadt, para el 10 de marzo de 1921 a más tardar;

5o. Libertar a todos los presos políticos socialistas e igualmente a todos los obreros, campesinos, soldados rojos y marinos apresados a raíz de los movimientos obreros y campesinos;

6o. Elegir una Comisión para examinar los casos de quienes se encuentren en las prisiones y los campos de concentración;

7o. Abolir las oficinas políticas, pues ningún partido político debe tener privilegios para la propaganda de sus ideas ni recibir del Estado medios pecuniarios para tal objeto. Crear en su lugar comisiones de educación y de cultura, elegidas en cada localidad y financiadas por el gobierno;

8o. Abolir inmediatamente todas las barreras (Se trata de los destacamentos armados en torno a las ciudades cuya finalidad oficial era la de suprimir el comercio ilícito y requisar los víveres y demás productos a él afectados. La arbitrariedad de tales barreras se había hecho proverbial en el país. Hecho llamativo: el gobierno suprimió esas barreras la víspera de su ataque contra Krostadt, procurando, con ello, engañar y adormecer al proletariado de Petrogrado. );

9o. Uniformar las raciones para todos los trabajadores, con excepción de los que ejercen profesiones peligrosas para la salud;

10o. Abolir los destacamentos comunistas de choque en todas las unidades del ejército, e igualmente la guardia comunista en fábricas y usinas. En caso de necesidad, esos cuerpos podrán ser designados en el ejército por las compañías y en usinas y fábricas por los obreros mismos;

11o. Dar a los campesinos plena libertad de acción en lo concerniente a sus tierras y el derecho de poseer ganado, a condición de trabajar ellos mismos, sin recurrir al trabajo asalariado;

12o. Designar una comisión ambulante de control;

13o. Autorizar el libre ejercicio del artesanado, sin empleo de trabajo asalariado;

14o. Pedimos a todas las unidades del ejército y también a los camaradas Kursanty militares adherir a nuestra resolución.

15o. Exigimos que todas nuestras resoluciones sean ampliamente publicadas por la prensa.

Adoptada por unanimidad en la reunión de las tripulaciones de la escuadra. Sólo dos personas se han abstenido.

Firmado: Petritchenko, presidente de la asamblea: Perepelkin, secretario.

En, Volin, La Revolución desconocida, Argentina, Ed. Fora, pág. 283 y 284.

(6) Mikhail Tukhatchevsky (1893-1937). Antiguo oficial zarista, futuro mariscal soviético, finalmente ejecutado por orden de Stalin.

(7) N. E. P. Nueva Política Económica decidida por Lenin tras el fracaso del comunismo de guerra y que tendía a restablecer, en cierta medida, la iniciativa privada.

La alternativa (y esta es la última política posible y la única razonable} es no tratar de prohibir o de obstaculizar completamente el desarrollo del capitalismo, sino intentar orientarlo por el canal del capitalismo de Estado. Esto es económicamente posible, pues el capitalismo de Estado existe -en una u otra forma, en uno u otro grado- dondequiera que haya elementos de comercio libre y capitalismo en general. Obras escogidas, Lenin, Tomo VI.

(8) Tendencia del Partido Bolchevique, dirigida por Chliapnikoff y Alexandra Kollontai, condenada en el Xo. Congreso del Partido.

(9) La participación de los anarquistas en la revolución no se limita a una actividad de combatientes. También se esfuerzan en propagar sus ideas sobre la construcción inmediata y progresiva de una sociedad no-autoritaria. Para ello, crean organizaciones libertarias, exponen en detalles sus principios, los ponen en práctica en lo posible, publican y difunden sus periódicos y su literatura.

Citemos las más activas organizaciones anarquistas de entonces:

1o. La Unión de propaganda anarcosindicalista Goloss Truda, cuyo objetivo era la difusión de las ideas anarcosindicalistas entre los trabajadores. Desplegó su actividad primero en Petrogrado (verano de 1917 - primavera de 1918) y luego, por cierto tiempo, en Moscú. Su órgano, Goloss Truda (La voz del Trabajo) se inició como semanario para transformarse pronto en cotidiano. Fundó también una editorial de obras de su ideología.

Apenas llegados al poder, los bolcheviques se dedicaron a trabar por todos los medios su actitud general y la aparición del diario en particular, hasta liquidar definitivamente la organización y, más tarde, también la editorial. Todos los adherentes fueron apresados o exiliados.

2o. La Federación de Grupos Anarquistas de Moscú fue, relativamente, una gran organización, que sostuvo, en 1917-18, intensa propaganda en Moscú y en provincias. Publicó La Anarquía, cotidiano, de tendencia anarcocomunista (a este respecto es de utilidad aportar algunas notas sobre las distintas tendencias anarquistas. Los anarcosindicalistas ponían su esperanza sobre todo en el movimiento obrero sindicalista libre; dicho de otro modo, en los métodos de acción y de organización propios de este movimiento. Los anarcocomunistas no contaban con los sindicatos obreros, sino con las comunas libres y sus federaciones, como base de acción, transformación y construcción. Profesaban, pues, cierta desconfianza hacia el sindicalismo. Los anarcoindividualistas, escépticos frente al sindicalismo y al comunismo aun libertario, confiaban en el individuo libre sobre todo, no admitiendo sino asociaciones libres de individuos como base de la sociedad nueva. En el curso de la Revolución rusa, cobró impulso un movimiento tendiente a conciliar estas tres tendencias en una suerte de síntesis anarquista y un movimiento libertario unificado, tentativa de que fue iniciadora la Confederación Nabat. Para obtener más detalles sobre esto, consúltese la literatura anarquista, particularmente la periódica, desde 1900 a 1930), y fundó también una editorial. En abril de 1918 fue saqueada por el gobierno soviético. Algunos restos de esta organización aún subsistieron hasta 1921, fecha en que fueron liquidados y sus últimos militantes suprimidos.

3o. La Confederación de Organizaciones Anarquistas de Ucrania Nabate, importante organización creada a fines de 1918, época en que los bolcheviques no habían aún logrado imponer su dictadura en esa región. Se distinguió sobre todo por una actividad positiva, concreta, proclamando la necesidad de una lucha inmediata y directa por las formas no-autoritarias de edificación social, cuyos elementos prácticos se esforzó en elaborar. Desempeño importante papel por su agitación y su propaganda extremadamente enérgicas y contribuyó en mucho a la difusión de las ideas libertarias en Ucrania. Publicó periódicos y folletos en varias ciudades. Su órgano principal fue Nabate (La Campana). Intentó crear un movimiento anarquista unificado (basado teóricamente en una especie de síntesis anarquista, para agrupar todas las fuerzas activas del anarquismo en Rusia, sin diferencia de tendencias, en una organización general. Unificó a casi todos los grupos anarquistas de Ucracia y hasta algunos grupos de la Gran Rusia. Y procuró formar una Confederación Anarquista Panrusa.

Desarrollada su actividad en el agitado Sur, la Confederación hubo de entrar en estrechas relaciones con el movimiento de los guerrilleros revolucionarios, campesinos y obreros, y con su núcleo, la Makhnovtchina y así tomó parte activísima en las luchas contra todas las formas de la reacción; contra el hetman (En pasados siglos, hetman era el título del jefe electo de la Ucrania independiente, instalado en el poder por los alemanes. Skorapadsky se lo apropió.) Skoropadsky, contra Plejuras, Denikins, Grigorieffs, Wrangel y otros, en las que perdió casi todos sus mejores militantes. Por último, atrajo, naturalmente, la fulminación del poder central, cuyos repetidos ataques pudo resistir algún tiempo, a causa de las condiciones reinantes en Ucrania. Su definitiva liquidación por los bolcheviques ocurrió a fines de 1920, época en que muchos de sus militantes fueron fusilados sin apariencia siquiera de procedimiento judicial alguno.

Aparte de estas tres organizaciones de gran envergadura y de acción más o menos vasta, había otras de menor importancia. Un poco por todas partes, en 1917 y 1918, surgieron grupos, corrientes y movimientos anarquistas, generalmente poco importantes y efímeros, pero bastante activos, unos autónomos, otros vinculados a alguna de las organizaciones citadas.

A pesar de algunas diferencias de principio o de táctica, todos estos m8vimientos estaban de acuerdo en lo fundamental, y cada uno cumplía, en la medida de sus fuerzas y sus posibilidades, su deber con la Revolución y el anarquismo, sembrando en las masas laboriosas los gérmenes de una organización social verdaderamente nueva: antiautoritaria y federalista. Todos sufrieron finalmente la misma suerte: la supresión brutal por la autoridad.

Volin, op. cit, pág. 154-155.

(10) Gregori Petrovich Maximoff (1893-1950). Iniciado en el anarquismo por la influencia de los escritos de Kropotkin; colaboró en el periódico Golos Truda; vocero de la tendencia anarco-sindicalista durante la Revolución rusa; debió dejar su país natal en 1922 dirigiéndose a Berlín, donde milito en la Asociación Internacional de los Trabajadores marchando luego a París. Posteriormente emigró a los Estados Unidos en 1952 donde editó periódicos anarquistas en ruso y publicó en inglés una obra sobre la revolución rusa intitulada Twenty years of terror in Rusia, 1940.


Vladimir Ilyitsch Ulyanof Lenin

Cuando leo los himnos de alabanza fúnebre con los cuales se han dirigido al muerto algunos de sus más irritados enemigos, acuden involuntariamente a mi memoria las palabras amonestatorias que empleó Angélica Balabanova frente a Clara Sheridan, la dama que esculpió bustos de Lenin, de Trotsky y de otros jefes del bolchevismo. ¿Se le hubiera ocurrido cincelar hace tres años a Lenin -le pregunto Balabanova- entonces, cuando el gobierno inglés lo anatematizaba como espía alemán? Lenin no ha hecho la revolución. La hizo el pueblo ruso. ¿Por qué no cincela usted a las mujeres y a los hombres del pueblo obrero ruso, los verdaderos héroes de la revolución? ¿Por qué ese repentino interés por Lenin?

Con Balabanova pregunto yo a los que sobrecargan ahora de alabanzas a Lenin, entre los cuales hasta se encuentran algunos menchevistas y social-revolucionarios: ¿Por qué esa repentina simpatía? ¿Por qué ese extático estallido de homenajes para el hombre que ayer mismo era cubierto de anatemas? ¿Acontece esto en base a aquella endeble máxima que afirma que sólo se debe hablar bien de los muertos? ¿O acontece porque hoy es un signo de valor no ir contra la corriente del culto a los héroes? ¿O en resumen, no es más que un efluvio de ordinaria hipocresía? Esos escritores saben tan bien como lo sabía la Balabanova que Lenin no ha hecho la revolución. Más aún, que fue él quien puso un fin a la revolución. Paso a paso, desde el histórico respiro -desde la paz de Brest-Litovsk- hasta marzo de 1921, cuando impuso a sus rebaños su nueva política económica, persiguió Lenin la tarea que se había propuesto, intentó llevar la revolución a la calma, castrarla, desnaturalizar sus fines, privarla de su contenido, de modo que de ella no quedó más que la vestimenta exterior, que debía servir como ornamento en las revistas de gala de la Tercera Internacional.

Esa tarea no era fácil. El pueblo ruso, que se arrojó con toda el alma en la revolución, tenía ardiente fe en sus fuerzas, en sus posibilidades, en su persistencia. Lenin era demasiado perspicaz para oponerse a ese entusiasmo general, a esa honda fe. Al contrario, marchó con el pueblo y se pronunció por las medidas más extremas. Pero el objetivo que perseguía era otro y se diferenciaba esencialmente de los objetivos que el pueblo anhelaba. Era el Estado marxista, -como él lo comprendía- una máquina que involucraba todo en sí, que lo absorbía todo, que todo lo destruía, y cuya palanca tenían Lenin y su partido en las manos. Esa divinidad fue bendecida por Lenin toda la vida.

Cuando la ola revolucionaria llevó a Lenin al poder, vio llegada su hora, la hora en que debía transformarse su sueño en realidad. ¿Qué le importaba que la revolución fuera a la debacle? ¿Qué significaba que Rusia se cubriera de escombros y de ruinas? De la sangre y las pavesas de un gran devenir surgió el Estado marxista. La gloria de la obtención de ese artificio corresponde exclusivamente a Lenin. Nadie trabajó más hábilmente ni con tan absoluta abnegación para ese objetivo que él. El porvenir, sin embargo, no dejará de apreciar justamente el carácter dudoso de esa gloria que incumbe al muerto jefe del bolchevismo, al leninismo, como llama hoy con orgullo el rebaño fanático de sus adeptos la formación política autocrática que pesa gravemente sobre las espaldas de la esclavizada Rusia.

Los incensadores de Lenin lo llaman grande. Pero él no poseía seguramente la grandeza del espíritu y del corazón que constituyen las condiciones previas esenciales de toda grandeza verdadera y general. Lenin mismo habría llenado de vejaciones y de burlas a los que le atribuyen hoy tales cualidades burguesas. Grandeza de espíritu, magnanimidad de corazón, comprensión y simpatía para un adversario eran rasgos que escapaban totalmente a este hombre, que sin embargo, fue tan extraordinariamente humano en sus defectos y criminal en sus errores. Más de una vez se ofreció a Lenin la ocasión de revelar la verdadera grandeza, pero su conformación espiritual entera no le permitió percibir la ocasión magnífica y ni siquiera comprender su importancia. Desde este punto de vista, Lenin ha quedado siempre fiel a sí mismo. Der Tag del 27 de enero da cuenta de una interesante historia. Era en 1890; Rusia se vio visitada por una terrible miseria. Toda la inteligencia rusa, sin diferencia de opiniones, se asoció para encontrar medios y vías que pudieran aliviar la situación del pueblo hambriento. León Tolstoi mismo escribió un caluroso llamado de socorro. En Samara, el centro del distrito del hambre, se reunió un grupo de intelectuales para deliberar sobre su trabajo en pro de los hambrientos. En esa reunión se levantó un joven y se expresó así: El hambre revoluciona a las masas y facilita la lucha contra la autocracia rusa. Por esa razón considero un crimen el proyectado socorro. Naturalmente no tengo ninguna inclinación a participar de ese crimen. Ese joven era Vladimir Ilyitsch Ulyanof Lenin.

No sé si el autor de esta historia, presente en aquella reunión, ha citado exactamente el discurso del joven Lenin, pero es tan notablemente significativo para toda la conformación espiritual de Lenin y refleja tan excelentemente su conducta frente a la vida y a los padecimientos humanos, que bien podría ser la verdad. Lenin demostró la misma fría inflexibilidad en otra ocasión memorable, y fue frente a Dora Kaplan, que tenía tras sí largos años de cárcel; no había sido conducida a su acción ni por motivos personales ni por motivos contrarrevolucionarios. Sabía también que su muerte, lo mismo que su existencia, no podrían contribuir a la prosperidad de Rusia. Con un gran gesto habría podido atraer hacia su persona, de parte del mismo partido a que Dora Kaplan pertenecía, humana consideración. Podía reservar la vida de esa mujer. Ese hubiera sido un signo de grandeza que habría señalado bajo las circunstancias un elemento nuevo, vital, al curso entero de la revolución. Pero nadie puede dar lo que no tiene. Lenin, a quien toda verdadera grandeza humana le era extraña, entregó a Dora Kaplan a sus verdugos, a la tcheka. ¿Se puede representar uno por un sólo momento que un Tolstoi, un Bakunin, un Kropotkin, los tres grandes rusos, hubieran podido hacerse culpables de una crueldad tan innecesaria e infructuosa? ¡Pero para qué mencionar esos espíritus universales! Hubo dos mujeres en el movimiento anarquista: Luisa Michel y Voltairine de Cleyre. También contra ellas se intentó la muerte. ¿Cómo procedieron contra sus atacantes? ¿Se atuvieron a su libra de carne? ¡No, al contrario! Ambas se negaron a participar en un asesinato. Solicitaron la vida de los hombres que habían querido quitarles la suya. Compárese los actos de Luisa Michel y de Voltairine de Cleyre con el acto de Lenin y se verá la mísera impresión que produce el último en realidad.

Y sin embargo poseía Lenin una grandeza, que nadie podrá disputarle, poseía la grandeza del jesuitismo, la voluntad de seguir su camino con astucia y despreocupación de los medios y un menosprecio extremo hacia los asombrosos sacrificios que ofrendaba a su divinidad. En este sentido, los Torquemadas de todos los tiempos han sido grandes. De algunos se sabe que estallaban en sollozos al mandar a sus víctimas a la cámara de tortura o a la muerte. Tal vez sollozó también Lenin por el tributo que debía pagar por sus tentaciones. Felizmente tales lágrimas eran el factor paralizador del espíritu de la humanidad y destructor de todo intento de una nueva forma de vida. Los Torquemadas han sido siempre las fuerzas más reaccionarias y contrarrevolucionarias de la historia humana. Y Lenin era un reaccionario. Todos sus hechos políticos desde 1917 son una demostración viviente de sus aspiraciones contrarrevolucionarias. Contrarrevolucionarias en el sentido que han contribuido con todos los medios al fracaso de la revolución.

La paz de Brest-Litovsk inflingió a la revolución la herida más mortal. El establecimiento de la tcheka transformó a Rusia en un matadero humano. La recaudación violenta de los impuestos y las expediciones punitivas asociadas a ella aniquilaron millares de vidas y destruyeron aldeas enteras. Kronstadt y el tributo de sangre que debieron satisfacer sus mejores hijos a la divinidad de Lenin. El decreto que sancionó la guerra hasta el extremo contra la oposición obrera y los anarquistas sindicalistas (esa orden secreta impartida en el X congreso del Partido Comunista Pan-ruso, aparece ahora a la luz del día; fue utilizada como un apoyo por los leninistas en las últimas discusiones con la oposición); y finalmente el restablecimiento del capitalismo por el NEP (Nueva Política Económica); todo esto y más surgió del cerebro del hombre que ha sido canonizado como un santo por la iglesia comunista. Y todas esas medidas han contribuido a sofocar la revolución y a destruir las esperanzas del pueblo ruso. Pero no sólo Rusia, todo el mundo debió experimentar el jesuitismo de Lenin, pues llevó a todas partes el germen de la descomposición a las filas de los oprimidos.

Pero Lenin creía absolutamente en la necesidad de tales métodos, en la necesidad de sembrar el desconcierto, la abominación y la descomposición. Consideraba todo eso como una parte esencial de su doctrina. Tenemos sus propias palabras al respecto: Krasnaia Lotopies No.7, contiene un discurso de Lenin en el quinto congreso de la social democracia rusa (partido obrero), que remitió su defensa ante un tribunal del partido. Se le achaca entonces la difamación y la calumnia de treinta y un menchevistas, que habían abandonado el partido y formado un bloque con los cadetes. El jefe de ese grupo era F. Dan. Lenin formuló su opinión entonces en las siguientes palabras: En el ataque a los opositores políticos es la forma, no el contenido, de importancia. En realidad, la forma representa el tono que dirige toda la música. La forma debe ser, pues, tal que provoque en el oyente o en el lector odio, desprecio, horror contra los atacados. La misión de la forma no es convencer sino dispersar las filas de los adversarios, no mejorar sus defectos, sino aniquilar su organización y su actividad, extirparlas de la Tierra. La forma del ataque debe ser tal que incite a los peores pensamientos y a la sospecha y lleve el caos y la desorientación a las filas del proletariado. Al preguntársele si no pensaba que tales métodos son reprobables, contestó Lenin: Ciertamente cuando se aplican al propio partido y contra los propios camaradas. Pero en la lucha contra todos los adversarios políticos no sólo no es reprochable ese método, sino que es digno de recomendación y necesario. Lo repito, en mi ataque contra los grupos salidos de los menchevistas he escogido intencional y conscientemente esa forma, que es apropiada para escindir las filas del proletariado y provocar odio, desconfianza y horror contra nuestros enemigos políticos.

Nadie puede hacer a Lenin el reproche de que ha utilizado sutilidades alguna vez. Pero eso no puede encubrir el hecho de que toda su vida ha esparcido un peligroso veneno en las filas del proletariado. Las filas de su pequeño partido fueron infestadas poco a poco. Mientras Lenin tuvo en sus manos los hilos del bolchevismo, no podía surgir nada a la superficie. Pero ahora que la muerte misma ha disuelto el férreo puño, hace explosión el veneno contenido y amenaza devorar el edificio entero que ha construido tan diligentemente el gran jesuita de nuestro tiempo.

La muerte es la gran niveladora de toda la vida. Fue hacia Lenin como había ido sobre los montones de víctimas del leninismo, sólo que hacia él fue con más consideración. Dora Kaplan, Fanny Baron, León Tchorny y muchos otros debieron morir más de una muerte cruel antes de que la tcheka de Lenin los colocara de espaldas a los muros. Sus cuerpos muertos no fueron expuestos a la vista. Ningún homenaje se les ha ofrendado. Ningún canto mortuorio resonó en su sarcófago y las campanas de las cuarenta iglesias de Moscú no les rindieron ningún quejumbroso acompañamiento. Murieron de una muerte afrentosa, pues habían quedado fieles a la revolución, aunque no tuvieron éxito. No así Lenin. Este tuvo éxito. Consiguió poner en pie su máquina. Ha despertado a nueva vida todos los males que la revolución quería extirpar: el capitalismo, la explotación y todo lo que de ello se deriva. No es milagro que Lenin fuera enterrado con la pompa de un potentado y que su reino sea reconocido hoy por las potencias europeas. ¿Y por qué no? La revolución ha muerto. ¡Larga vida al leninismo!

El Vaticano, Mussolini, el patriarca Tikon, los reaccionarios, los aventureros y arribistas del mundo pagan ahora su tributo al hombre que hubieran matado hace siete años si hubiese caído en sus manos. ¡Mentirosos e hipócritas todos! La expresión de su respeto y de su simpatía es solo una máscara tras la cual ocultan su alegría porque el leninismo les ha proporcionado la llave de las riquezas de Rusia, que ahora están dispuestos a extraer hasta el fondo.

Pero la última palabra en la determinación de Rusia no ha sido dicha aun. El pueblo, tan grande en su cólera de los días de octubre, se levantará de nuevo y testimoniará que el triunfo del leninismo y su muerto jefe fue al mismo tiempo su trágica derrota.

Berlín, febrero de 1924.


Losovski levanta el telón

Durante el primer congreso de la Internacional sindical roja, emplearon, Losovski como jefe de esa organización, y sus colaboradores, todos los medios para convencer a los delegados extranjeros y en especial a los franceses de que la III Internacional no tenía la intención de someter a su control la Internacional sindical roja. Lejos de hacer de la I.S.R. una rama dependiente de la Tercera Internacional, saludaban a esta como a una organización hermana autónoma con la que pensaban trabajar mano a mano.

Nosotros, que estábamos en Rusia entonces y teníamos un íntimo contacto con el trabajo previo de la I.S.R., sabíamos sin embargo más. Sabíamos que la I.S.R. debía inyectar sangre fresca en el cuerpo achacoso de la Tercera Internacional, que sólo se componía aun de un puñado de intelectuales. En los círculos comunistas rusos era un secreto a voces el fin a que era destinada la I.S.R., pero era necesario hacer creer a los delegados extranjeros y en especial a los anarco-sindicalistas franceses, enemigos de toda tutela sobre su organización por un partido político cualquiera, que la Internacional comunista estaba libre de tales intenciones, al menos era necesario hacer creer hasta que hubiesen sido ganados para la I.S.R.

Conservo bien en la memoria mi conversación con el ruso-americano De Leonite Reinstein, referente a las relaciones de ambas internacionales.

Reinstein había vivido muchos años en los Estados Unidos y fue siempre un adversario de los I.W.W. y de los anarquistas-sindicalistas. En 1917 se dirigió a Rusia y figuraba allí constantemente como delegado del proletariado americano. Esto era en tiempos del bloqueo, durante el cual era muy difícil entrar en Rusia y cuando no habían descubierto aún otros delegados americanos nombrados por sí mismos cuan provechoso es servir a los moscovitas. ¡Qué hará ahora el pobre Reinstein cuando la concurrencia americana es tan fuerte!

En 1921 era Reinstein presidente de la comisión anglo-americana para los trabajos preparatorios del congreso sindical. Reinstein decía entonces que había sido su idea la que movió a la Internacional comunista a fundar una nueva Internacional sindical. Eso era inevitable para la Tercera Internacional si no quería ser un mero club de discutidores políticos, pues entonces la Tercera Internacional estaba compuesta sólo de rusos y de extranjeros en absoluto separados del exterior, es decir, que no tenía la menor idea de lo que pasaba entre los trabajadores de otros países. Una corporación obrera organizada en escala internacional -decía Reinstein-, añadiría a la Tercera Internacional nueva y vigorosa savia y se convertiría pronto en un poder mundial. Destino y función predeterminado y prefijado a la I.S.R. largo tiempo antes de su nacimiento.

Y es preciso decir que la I.S.R. hace honor a sus creadores. No sólo ha sido creada de acuerdo al modelo de la Internacional Comunista, sino que es realmente el clisé de todos sus sueños y planes. Y esos sueños no son otros que la dominación de los trabajadores y su dependencia del Estado político, lo que hoy es llamado leninismo. La I.S.R. no tiene más misión que la de asegurar esa dominación mundial.

Los delegados del primer congreso de la I.S.R. cayeron con facilidad en el lazo que les había tendido Moscú; algunos, a causa de su ingenua fe en que la Tercera Internacional representaba efectivamente la revolución rusa; otros -y estos constituían la mayoría- fueron suficientemente perspicaces para comprender el engaño; pero consideraron más sensato servir a los amos de Moscú en vez de servir a su organización, que los había enviado para defender la Internacional Sindical Roja contra el ensayo de asocíarla a objetivos políticos. Aparte de ellos, se encontraban entre los delegados hombres serios que rehusaron dejarse hipnotizar, pero tuvieron poca ocasión para hacerse oír en esa asamblea dominada por pseudo delegados de centros industriales como Palestina, Muchara o Afganistán, por ejemplo.

Han pasado tres años desde entonces. La I.S.R. ha señalado más y más quién es amo en su casa y qué órdenes deben ser ejecutadas, órdenes que no persiguen otro propósito que esparcir en las filas del proletariado internacional el caos, la confusión y la desconfianza. Sin embargo existen aún almas crédulas que se atienen tenazmente a la superstición de que la Internacional Comunista no es más que la buena hermana de la I. S. R.; esta protege frente a los ataques de los enemigos a su débil organización hermana. Por eso es preciso que sepan de La fuente comunista más autoritaria, del presidente de la I.S.R., qué rol ha desempeñado la Internacional Comunista en la vida de la I.S.R. y qué rol desempeñará.

La Pravda dedicada al quinto aniversario de la Tercera Internacional, contiene el siguiente artículo de Losovski. Escribe entre otras cosas lo que sigue:

Por eso, porque la Internacional Comunista expuso la demanda de conquistar los sindicatos existentes desde dentro, en lugar de formar nuevas y pequeñas organizaciones revolucionarias, ha sido salvado todo el movimiento sindical del completo derrumbamiento.

La Tercera Internacional, no sólo tiene el mérito de ser la autora de la Internacional Sindical Roja, es, además, el guía de su camino y de su actividad.

Es necesario ocuparse cuidadosamente de la obra de la I.S.R., de las resoluciones y decisiones de su soviet central para reconocer cuán entrelazadas están ambas internacionales. En realidad, todas las resoluciones fueron inspiradas por el Cominter en la dirección de sus fines y métodos ... De igual modo que la I.S.R. no podría haber nacido sin la ayuda de la Internacional Comunista, ésta no podría, sin aquélla, y sin los partidos comunistas, continuar existiendo en todos los países. Justamente ese estrecho intercambio de interpretaciones políticas y de ideas es lo que provocó los ataques de los anarquistas contra la Internacional Comunista ... Pero nosotros no tenemos tiempo para escuchar las charlatanerías reformistas y anarquistas. La Internacional comunista está muy ocupada en la formación de un frente único de lucha revolucionaria contra el bloque reformista de Amsterdam y de la Segunda Internacional.

La Internacional Comunista no ha considerado nunca el movimiento obrero como un campo cerrado que no tendría derecho a pisar en razón de su programa y de sus métodos ... Tal cosa exigen constantemente de nosotros los anarquistas y los reformistas. Pero la Internacional Comunista no cederá jamás a esa exigencia. El fin de nuestro partido es ganar la mayoría de la clase obrera, y organizar a ésta para la revolución, para cuyo fin son indispensables los sindicatos. Pero éstos no son considerados por la Internacional Comunista como un fin, sino como un medio para instalar la dictadura del proletariado. Y por esa razón la Internacional Comunista debe declarar la guerra a la solución de los anarco-sindicalistas franceses: todo el poder a los sindicatos.

Desde 1921, Losovski parece que ha aprendido a revelar algunas veces la verdad y a traicionar secretos comunistas. Con otras palabras: declara que la Internacional Comunista no ha tenido nunca la menor idea de que los fines y la actividad de la I.S.R. significan algo especial junto a los suyos propios, y que todo debe subordinarse a la Internacional Comunista, cuyo propósito, según Losovski, es la conquista del poder político y la dictadura del proletariado.

Algún día comprenderán seguramente los trabajadores la completa significación de esa dictadura. Entonces comprenderán que sólo han sido títeres en el teatro del comunismo y han contribuido por eso a poner en escena el drama ruso, aquel drama que ha enterrado la revolución, paralizado el pensamiento y los actos de las masas y que ha creado un sistema de persecuciones políticas como apenas había visto antes el mundo. Entonces reconocerán que bajo la dirección del comunismo han restablecido el capitalismo.

Se debería desesperar por completo de las posibilidades de las masas si no se cree apasionadamente que ese despertar vendrá.

Berlín, abril de 1924.


Francisco Ferrer y la Escuela moderna

Se considera que la experiencia es la mejor escuela de la vida. El hombre o la mujer que no aprende alguna lección vital en esa escuela es mirado como un zote. Aun pareciendo extraño que digamos que las instituciones organizadas continúan perpetuando errores, ellos, sin embargo, no aprenden nada de la experiencia, a la que se someten como si fuera algo irremediable.

Vivía y trabajaba en Barcelona un hombre llamado Francisco Ferrer. Era un maestro de niños, conocido y amado por su pueblo. Fuera de España sólo una culta minoría conocía la obra de Francisco Ferrer. Para el mundo en general, este maestro no existía.

El primero de septiembre de 1909, el gobierno español -a requerimiento de la Iglesia Católica- arrestó a Francisco Ferrer. El trece de octubre, después de un proceso ridículo, fue llevado al foso de Montjuich, colocado contra el horrible muro, testigo de infinitos gemidos, y allí cayó muerto. Instantáneamente, Ferrer, el maestro oscuro, adquirió contornos universales inflamando de indignación a todo el mundo civilizado contra el espectacular asesinato.

La muerte de Francisco Ferrer no fue el primer crimen cometido por el gobierno hispano y la Iglesia Católica mancomunados. La historia de estas instituciones es una dilatada corriente de sangre y fuego. No sólo no aprendieron nada por la experiencia sino que ni siquiera dieron en pensar que cualquier ser, por frágil que sea, lapidado por la Iglesia y el Estado, crece y crece hasta tomar los contornos de poderoso gigante que libertará algún día a la humanidad de su peligroso poder.

Francisco Ferrer nació en 1859, de humildes padres. Estos eran católicos, y, por supuesto, quisieron educar a su hijo en la misma fe. No sabían que el muchacho se convertiría en el precursor de una gran verdad y rehusaría marchar por el viejo sendero. A temprana edad Ferrer comenzó a dudar de la fe de sus padres. Quiso saber por qué el Dios que le hablaba de bondad y de amor turbaba el sueño del inocente infante con espantos y pavores de torturas, de sufrimientos de infierno. Despierto y de mente vivaz e investigadora, no tuvo que andar mucho para descubrir el horror de ese monstruo negro, la Iglesia Católica. No haría ya buenas migas con ella.

Francisco Ferrer no fue solamente un incrédulo, un investigador de la verdad, sino también un rebelde. Su espíritu estallaba en justa indignación al considerar el férreo régimen de su país. Y cuando un puñado de rebeldes, dirigidos por el valiente patriota General Villacampa, bajo el estandarte del ideal republicano, se rebeló contra ese régimen, nadie fue combatiente más ardoroso que el joven Francisco Ferrer.

¡EI ideal republicano! Espero que nadie le confundirá con el republicanismo de este país (1). Sea la que fuere, la objeción que yo, como anarquista, pueda hacer a los republicanos de los países latinos, sé que se elevaron mucho más alto que el corrompido y reaccionario partido que, en América, está destruyendo todo vestigio de libertad y de justicia. Basta sólo con pensar en los Mazzini, en los Garibaldi, en otras veintenas, para descubrir que sus esfuerzos fueron dirigidos, no simplemente hacia la destrucción del despotismo, sino particularmente contra la Iglesia Católica, la que desde su aparición ha sido la enemiga de todo progreso y liberalismo.

En América tenemos justamente el reverso. El republicanismo brega por derechos autoritarios, por el imperialismo, por peculados, por el aniquilamiento de toda apariencia de libertad. Su ideal es la untuosa respetabilidad de un Mc Kinley y la brutal arrogancia de un Roosevelt.

Los rebeldes republicanos españoles fueron sometidos. Se necesita más que un valiente esfuerzo para conmover la roca de las edades, para cortar la cabeza de esa hidra monstruo, la Iglesia Católica y el trono español. Arrestos, persecuciones y castigos siguieron a la heroica tentativa del pequeño grupo. Los que pudieron zafarse de los sabuesos volaron a buscar seguridad a playas extranjeras. Francisco Ferrer estuvo entre estos últimos. Fue a Francia.

¡Cómo debió ensancharse su alma en el nuevo país! Francia, la cuna de la libertad, de las ideas, de la acción. París, siempre joven, el intenso París, con su palpitante vida, después de la oscuridad de su propio país retardado, ¡cuánto debió haberle inspirado! ¡Qué oportunidades, qué ocasión gloriosa para un joven idealista!

Francisco Ferrer no perdió el tiempo. Cual un hombre famélico sumergióse en los varios movimientos liberales, trató toda clase de gente, aprendió, absorbió y creció. Interín, también vio cómo se desarrollaba la Escuela Moderna que iba a jugar un papel tan importante y fatal en su vida.

La Escuela Moderna fue fundada en Francia mucho antes de la época de Ferrer. Su fundador, aunque en menor escala, fue el dulce espíritu de Luisa Michel.

Ya sea consciente o inconscientemente, nuestra gran Luisa sentía, hacía tiempo, que el futuro pertenece a la joven generación; que si no se rescata al niño de esa institución que destruye mente y alma, la escuela burguesa, los males sociales continuarán existiendo. Tal vez pensaba con Ibsen que la atmósfera está poblada de espectros, que el hombre y la mujer tienen no pocas supersticiones que vencer. No bien podían salvar el mortal foso de un espectro, cuando he aquí que se encontraban de manos a boca esclavizados a otros tantos noventa y nueve espectros. En tal guisa, sólo muy pocos alcanzan la cima de una completa regeneración.

No obstante, el niño no tiene tradiciones que vencer. Su mente no está sobrecargada con ideas rancias, su corazón no ha crecido a frías con distinciones de casta y clase. El niño es para el maestro lo que la arcilla para el escultor. Que el mundo reciba una obra de arte o una lastimosa imitación depende en gran parte, del poder creador del maestro.

Luisa Michel estaba superiormente dotada para interpretar el alma insaciable del infante. ¿No fue ella misma de naturaleza infantil, tan dulce y tierna, generosa y pura? El alma de Luisa ardía siempre, inflamada de indignación, ante toda injusticia social. Ella estaba invariablemente en las filas avanzadas, siempre que el pueblo de París se rebelaba contra cualquier desmán. Y como estaba hecha para sufrir encarcelamientos por su gran abnegación hacia los oprimidos, la pequeña escuela de Montmartre pronto dejó de existir. Pero la semilla se había sembrado y desde entonces ha producido frutos en muchas ciudades de Francia.

La tentativa más importante de una Escuela Moderna fue la del gran viejo -aunque de espíritu siempre joven- Paul Robln. Junto con unos pocos amigos estableció una amplia escuela en Cempuis, hermoso lugar en los aledaños de París. Paul Robin profesaba como elevado ideal algo más que simples ideas modernas en educación. Quería demostrar por medio de hechos actuales, que la concepción burguesa de la herencia no es sino un mero pretexto para eximir a la sociedad de sus terribles crímenes contra la infancia. El castigo que el niño debe sufrir por los pecados de sus padres, la idea de que debe debatirse en la pobreza y el fango, que está predestinado a convertirse en un ebrio o un criminal, justamente porque sus padres no le dejaron otro legado, era demasiado descabellada para el hermoso espíritu de Paul Robin. Él creía que, fuere lo que fuere la parte que la herencia jugara, hay otros factores igualmente importantes, si no más importantes, que pueden y deben extirpar o disminuir la pseudo primera causa. Un medio social y económico adecuado, el aliento y la libertad de la naturaleza. Gimnasia saludable, amor y simpatía, y, sobre todo, profunda comprensión de las necesidades del niño -todo esto destruiría el cruel, injusto y criminal estigma impuesto al inocente infante.

Paul Robin no seleccionaba a sus niños; él no acudía a los pseudo mejores padres: tomaba su material alli donde pudiera encontrarle. De la calle, de la cabaña, de las inclusas, de todos los grises y horribles lugares donde una sociedad malvada oculta sus víctimas para pacificar su conciencia culpable. Recogió todos los sucios, inmundos, temblorosos pequeños vagabundos que su establecimiento podía albergar y los trajo a Cempuis. Allí, rodeados por la gloria de la propia naturaleza, mantenidos aseados, profundamente amados y comprendidos, las jóvenes plantas humanas comenzaron a crecer, a florecer, a desarrollarse excediendo las esperanzas de su amigo y maestro Paul Robin. Los niños crecieron y se desarrollaron con la firmeza que da la confianza de sí mismo, varones y mujeres amantes de la libertad. ¿Qué peligro más grande para las instituciones que forjan pobres para perpetuar a los pobres? Cempuis fue clausurada por el gobierno francés bajo la acusación de co-educación, que es prohibida en Francia. Sin embargo, Cempuis había estado en actividad bastante tiempo como para probar a todos los educadores avanzados sus formidables posibilidades y para servir como un empuje a los modernos métodos de educación, que son lentos pero minan inevitablemente el actual sistema.

Cempuis fue seguida de un gran número de otras tentativas educacionales -entre ellas la de Madelaine Vernet, poeta y escritor talentoso, autor de L'Amour Libre, y la de Sebastián Faure, con su La Ruche (2), que yo visité cuando estuve en París, en 1907.

Algunos años antes el camarada Faure compró el terreno en el que construyó La Ruche. En un corto tiempo comparativamente logró transformar el antes agreste, incultivado campo en un terreno floreciente, teniendo todas las apariencias de una granja bien cuidada. Un patio cuadrado, amplio, limitado por tres edificios y un ancho camino que conduce al jardín y al huerto, saludan el ojo inquisidor del visitante. El huerto, cuidado como solamente un francés sabe hacerlo, suministra gran variedad de legumbres para La Ruche.

Sebastián Faure opina que si el niño es sometido a influencias contradictorias, su desarrollo sufre en consecuencia. Solamente cuando las necesidades materiales, la higiene del hogar y el ambiente intelectual se armonizan puede el niño crecer como un ser sano, libre.

Refiriéndose a su escuela, Sebastián Faure emite la siguiente opinión:

He tomado veinticuatro niños de ambos sexos, la mayoría huérfanos, o aquellos cuyos parientes son demasiado pobres para pagar. Son vestidos, alojados y educados a mis expensas. Hasta los doce años recibirán una elemental y perfecta educación. Entre la edad de doce y quince -continuando todavía sus estudios- se les enseña algo de comercio, teniendo en cuenta sus disposiciones y aptitudes individuales. Llega, por último, el día en que, libremente, dejan La Ruche para iniciar la vida en el mundo exterior con la seguridad que pueden, en cualquier momento, regresar a ella, donde serán recibidos con los brazos abiertos y se les dará la bienvenida, cual hacen los padres con sus amados hijos. Entonces, si desean trabajar en nuestro establecimiento, pueden hacerlo bajo estas condiciones: un tercio para cubrir sus gastos o sustento, otro tercio que se añade al capital general puesto aparte para acomodar nuevos niños, y el último tercio destinado a ser entregado para el uso personal del joven, como él o ella lo crean conveniente.

La salud de los niños que están ahora a mi cuidado es excelente. El aire puro, la comida nutritiva, el ejercicio al aire libre, los largos paseos, la observancia de las reglas higiénicas, el breve e interesante método de instrucción, y, sobre todo, nuestra afectuosa comprensión y cuidado de los niños han producido admirables resultados físicos y mentales.

Sería injusto afirmar que nuestros pupilos han realizado maravillas; pero, si tenemos en cuenta que pertenecen al término medio, no habiendo tenido oportunidades previas, los resultados son verdaderamente satisfactorios. La facultad más importante que han adquirido -un rasgo raro en los niños de la escuela ordinaria- es el amor al estudio, el deseo de conocer, de ser informado. Han aprendido un nuevo método de trabajo, uno que vivifica la memoria y estimula la imaginación. Hacemos un esfuerzo particular para despertar el interés del niño por lo que le rodea, con el propósito de hacerle descubrir la importancia de la observación, la investigación y la reflexión, de manera que cuando los niños alcancen la madurez no sean sordos y ciegos para las cosas que les circundan. Nuestros niños nunca aceptan nada con fe ciega, sin inquirir el por qué o el motivo; ni se sienten satisfechos hasta que sus preguntas son completamente contestadas. De este modo sus mentes están libres de dudas y temores resultantes de respuestas incompletas o carentes de verdad; esto último es lo que debilita el crecimiento del niño y crea una falta de confianza en sí mismo y en los que le rodean.

Es sorprendente ver cuán francos y buenos y afectuosos son nuestros pequeños entre ellos mismos. La armonía que reina entre ellos y los adultos es en extremo animadora. Sentiríamos como una falta si los niños nos temieran u honraran simplemente porque somos sus mayores. No dejamos nada por hacer para ganar su confianza y amor; realizando esto, la comprensión reemplazará la duda; la confianza al temor, la afección a la severidad.

Nadie ha descubierto plenamente todavía la riqueza de simpatía, bondad y generosidad oculta en el alma del niño. El esfuerzo de todo educador verdadero debería ser abrir ese tesoro -para estimular los impulsos del niño y hacer florecer sus mejores y más nobles tendencias-. ¿Qué premio más grande puede haber para un hombre cuya vida de trabajo es vigilar el crecimiento de la planta humana, ver cómo va desplegando sus pétalos y observar su desarrollo en una verdadera individualidad? Mis camaradas en La Ruche no desean premio más valioso, y es debido a ellos, a sus esfuerzos, más que al mío propio, que nuestro jardín humano promete producir hermosos frutos.

Refiriéndose al objeto de la historia y a la prevalencia de viejos métodos de instrucción, Sebastián Faure dice:

Explicamos a nuestros niños que la verdadera historia está todavía por escribirse, la historia de los que han muerto, desconocidos, realizando esfuerzos para ayudar a la humanidad en la consecución de fines más grandes.

A Francisco Ferrer no podía escapar esta gran ola de tentativas por fundar la Escuela Moderna. Vislumbró sus posibilidades, no meramente bajo su aspecto teórico, sino en su aplicación práctica para las necesidades de todos los días. Debió caer en la cuenta que España, más que cualquier otro país, necesita precisamente de tales escuelas, si es que quiere deshacerse del doble yugo del hisopo y de la espada.

Cuando consideramos que el sistema entero de educación en España está en manos de la Iglesia Católica y cuando recordamos la fórmula católica: Inculcar el catolicismo en la mente del niño hasta la edad de nueve años; es arruinarlo inevitablemente para cualquier otra idea, comprendemos la enorme tarea de Ferrer al traer la nueva luz al pueblo. El destino le asistió pronto, proporcionándole lo que había menester para que pudiera llevar a buen término su gran sueño.

Mlle. Meunier, una pupila de Francisco Ferrer y dama de gran fortuna, interesóse por el proyecto de la Escuela Moderna. Cuando murió, legó a Ferrer algunas propiedades valiosas y doce mil francos anuales de renta para la Escuela.

Se ha dicho que almas levantadas no pueden concebir sino ideas elevadas. Si es así, los despreciables métodos de la Iglesia Católica para macular el carácter de Ferrer, con el fin de justificar su tenebroso crimen, puede explicarse sin muchos rodeos. De ahí que fuera difundida, en los periódicos católicos de América, la calumnia de que Ferrer usó de su intimidad con Mlle. Meunier para entrar en posesión de su peculio.

Personalmente, sostengo que la intimidad, sea ésta de cualquier naturaleza, entre un hombre y una mujer, es asunto exclusivo de ellos vedado a la intromisión ajena. No me extendería sobre este tópico, si no fuera por una de las numerosas y cobardes calumnias propaladas acerca de Ferrer. Por supuesto que los que conocen la pureza del clero católico comprenderán la insinuación. ¿Acaso han mirado los católicos alguna vez a la mujer como a algo que no sea una presa sexual? La crónica histórica referente a los descubrimientos en conventos y monasterios me llevaría muy lejos en ésto. ¿Cómo, entonces, van a entender ellos la cooperación de un hombre y una mujer, excepto sobre una base sexual?

En puridad, Mlle. Meunier era considerablemente mayor que Ferrer. Habiendo transcurrido su infancia y adolescencia con un padre miserable y una madre sumisa, pudo apreciar fácilmente la necesidad del amor y la alegría en la vida del niño. Dióse cuenta que Ferrer era un maestro, que no era un producto deleznable de las instituciones docentes al uso, vale decir, una máquina con diploma, sino un hombre dotado de genio para esa vocación.

Con conocimientos vastos, con experiencia, con los medios necesarios y sobre todo ardiendo en la divina llama de su misión, nuestro camarada volvió a España y allí empezó el trabajo capital de su vida. El 19 de septiembre de 1901 fue abierta la primera Escuela Moderna. Fue entusiastamente recibida por el pueblo de Barcelona que asumió la responsabilidad de sostenerla. En un breve discurso con ocasión de la apertura de la Escuela, Ferrer sometió su programa a sus amigos. Dijo: No soy un orador, ni un propagandista, ni un luchador. Soy un maestro; amo a los niños por sobre todas las cosas. Creo comprenderlos. Quiero contribuir a la causa de la libertad creando una joven generación que esté pronta a ponerse en contacto con una nueva era.

Fue advertido por sus amigos que tuviera cuidado en su oposición a la Iglesia Católica. Sabían hasta dónde podía llegar ésta para abatir aun enemigo. Ferrer también lo sabía. Pero, a semejanza de Brand, creía en todo o en nada. No erigiría la Escuela Moderna sobre la misma antigua calumnia. Sería franco y honesto y abierto para con sus niños.

Francisco Ferrer llegó a ser un hombre notorio. Se le acechó desde el primer día de la apertura de la Escuela. El edificio de ésta fue vigilado; su pequeño hogar en Mangat, también. No se le perdía de vista un paso aun cuando fuera a Francia o Inglaterra para conferenciar con sus colegas. Estaba señalado y era sólo cuestión de tiempo para que el enemigo, acechador, le apretara el lazo corredizo. Logrólo casi, en 1906, cuando Ferrer fue envuelto en el atentado a la vida de Alfonso XIII. La evidencia que le eximía de culpa y cargo era demasiado patente, aun para los mismos cuervos negros; tuvieron que dejarle ir, no por buenos precisamente. Esperaban. ¡Oh!, pueden esperar cuando se han propuesto atrapar una víctima.

El momento llegó al fin, durante el levantamiento antimilitarista de España, en julio de 1909. Tendríamos que buscar en vano en los anales de la historia revolucionaria para encontrar una protesta más notable contra el militarismo. Habiendo vivido durante centurias oprimido por militares, el pueblo español no podía soportar ya más tiempo su yugo. No veían razón para ayudar a un gobierno despótico en someter y oprimir a un pueblo pequeño que luchaba por su independencia, como lo hacían los bravos rífenos. No, no emplearían las armas contra ellos.

Durante mil ochocientos años la Iglesia Católica ha predicado el evangelio de la paz. Y ahora, cuando el pueblo quería convertir actualmente el evangelio en realidad viviente, urgía a las autoridades para que lo forzara a levantarse en armas contra los marroquíes. Así, la dinastía española seguía los criminales métodos de la dinastía rusa, se forzaba al pueblo hacia el campo de batalla. Entonces, colmóse su capacidad de sufrimiento. Entonces, revolviéronse los trabajadores de España contra sus amos, contra los que, cual sanguijuelas, habían desangrado su fuerza, su preciosa sangre vital. Sí, atacaron las iglesias y los sacerdotes, pero si estos últimos tuvieran mil vidas, no podrían posiblemente pagar los terribles ultrajes y crímenes perpetrados contra el pueblo español.

Francisco Ferrer fue arrestado el primero de septiembre de 1909. Hasta el primero de octubre sus amigos y camaradas no supieron qué se había hecho de él. En este día se recibía una carta en l'Humanité, en la que se podía apreciar toda la ridiculez del proceso. Al día siguiente su compañera, Soledad Villafranca, recibía la siguiente carta:

No hay motivo para atormentarse; sabes que soy absolutamente inocente. Hoy estoy particularmente esperanzado y alegre. Es la primera vez que puedo escribirte y la primera que, desde mi arresto, puedo solazarme con los rayos del sol que entran a raudales por la ventanuca de mi celda. Tú también debes estar alegre.

Bien patético es que Ferrer, corriendo ya el 4 de octubre, no creyera que sería condenado a muerte. Pero más triste es aún que sus amigos y camaradas hubieran cometido hasta entonces el desatino de dar crédito al enemigo dotándolo de un sentido de justicia. Una y otra vez habían prestado fe a los poderes judiciales, sólo para ver a sus hermanos muertos ante sus propios ojos. No promovieron ninguna agitación para rescatar a Ferrer, ninguna protesta de cierta extensión, nada. Porque es imposible condenar a Ferrer; es inocente. Pero todo es posible tratándose de la Iglesia Católica.

El 4 de octubre Ferrer envió la siguiente carta a L'Humanité:

Prisión Celular, 4 de octubre de 1909.

Queridos amigos míos. No obstante la más absoluta inocencia, el fiscal exige la pena de muerte, basado en denuncias de la policía, que me presenta como el jefe de los anarquistas del mundo entero, dirigiendo los sindicatos de trabajadores de Francia y culpable de conspiraciones e insurrecciones en todas partes, declarando que mis viajes a Londres y París no fueron emprendidos con otro objeto.

Con calumnias tan infames están tratando de enviarme al patíbulo.

El mensajero está pronto para partir y yo no tengo tiempo para extenderme. Todas las evidencias presentadas al juez instructor por la policía no son más que un tejido de mentiras e insinuaciones calumniosas. Pero ninguna prueba en contra mía ha logrado éxito.

Ferrer.

El 13 de octubre de 1909, el corazón de Ferrer, tan valiente, tan firme, tan leal, fue acallado. ¡Míseros idiotas! La postrer palpitación agonizante de ese corazón acababa de morir cuando comenzó a latir en centenares de corazones del mundo civilizado hasta que creció en terrífico trueno, arrojando su maldición sobre los instigadores del tenebroso crimen. ¡Criminales de negra veste y devoto aire, en los estrados de la justicia! ¡Qué ironía!

¿Participó Francisco Ferrer en el levantamiento antimilitarista? Según la primera acusación que apareció en un periódico de Madrid, firmado por el Obispo y todos los prelados de Barcelona, no era acusado aún de participación. La acusación hacía hincapié en el hecho de que Francisco Ferrer era culpable de haber organizado escuelas ateas y haber difundido literatura atea. Pero en el siglo XX los hombres no pueden ser quemados simplemente por sus creencias ateas. Algo había que inventar, sin embargo; de ahí el cargo de instigador del levantamiento.

Por más que se hurgó para hallar en fuentes auténticas algún indicio que les permitiera fundar su participación en el levantamiento, nada encontraron. Pero entonces no se necesitaban las pruebas ni se aceptaban. Había setenta y cinco testigos -seguros- pero su testimonio fue tomado en forma manuscrita. Nunca fueron careados con Ferrer, ni él con ellos.

¿Es posible, psicológicamente, que Ferrer haya participado? Yo no lo creo, y aquí expongo mis razones: Francisco Ferrer no era solamente un gran maestro, sino también un maravilloso organizador. En ocho años, de 1901 a 1909, había organizado en España ciento nueve escuelas, amén de inducir al elemento liberal en su país a crear 308 más. En conexión con el trabajo de su propia escuela, Ferrer había establecido una imprenta moderna, organizado un cuerpo de traductores y esparcido a todos los vientos ciento cincuenta mil ejemplares de obras científicas y sociológicas modernas, sin olvidar la amplia cantidad de libros de texto racionalistas. Seguramente que nadie sino un organizador metódico y eficiente podía haber realizado tal hazaña.

Por otra parte, se probó en absoluto que el levantamiento antimilitarista no fue preparado en modo alguno, que llegó como una sorpresa para el mismo pueblo, tal como un gran número de insurrecciones revolucionarias en anteriores ocasiones. El pueblo de Barcelona, por ejemplo, tuvo a la ciudad bajo su control durante cuatro días, y, según las declaraciones de los turistas, nunca reinó orden ni paz más perfectos. Por supuesto, el pueblo estaba tan poco preparado que cuando se presentó el momento no supo qué hacer. En este sentido se asemejaron al pueblo de París durante la Comuna de 1871. Estos, tampoco estaban preparados. Aunque moribundos, protegieron los almacenes rebosantes de prisioneros. Apostaron centinelas para cuidar el Banco de Francia, donde la burguesía guardaba el dinero robado. Los trabajadores de Barcelona -¡también ellos!- cuidaron el botín de sus amos.

¡Cuán triste es la estupidez de los miserables; cuán terriblemente trágica! Pero, entonces, ¿hanse introducido tan profundamente los grillos en su carne que, aun pudiendo, no lo rompieran?

El miedo a la autoridad, el respeto a la propiedad privada, cien veces maldecida en sus adentros, ¿cómo es que él no se decide a develarla e ir contra ellos? Tal vez no se haya preparado suficientemente para emprender esta acción.

¿Puede alguien afirmar por un momento que un hombre como Ferrer se afiliara a un esfuerzo tan espontáneo, tan desorganizado? ¿No hubiera sabido que se solucionaría con una derrota, una derrota desastrosa para el pueblo? ¿Y no es más evidente aún que si él hubiera participado, él, el experto organizador, habría planeado enteramente la tentativa? Si todas las otras pruebas fallaran, este solo factor sería suficiente para eximir a Francisco Ferrer. Pero hay otras igualmente convincentes.

Para el mismo día del levantamiento, julio 25, Ferrer había convocado a una conferencia a los maestros y miembros de la Liga de Educación Racionalista. Era necesario encarar el trabajo de otoño y particularmente la publicación del gran libro El Hombre y la Tierra, de Eliseo Reclus, y La Gran Revolución Francesa, de Pedro Kropotkin. ¿Es creíble, en modo alguno plausible que Ferrer, estando en antecedentes acerca del levantamiento, formando parte de él, invitara con sangre fría a sus amigos y colegas a Barcelona para el día en que él sabía que sus vidas estarían en peligro? Es claro, sólo la mente criminal y viciosa de un jesuita podía dar crédito a tal propósito deliberado.

Francisco Ferrer tenía su labor capital delineada; si se hubiese propuesto prestar auxilio a la insurrección, habría estado expuesto a perder todo y no ganar nada, salvo la ruina y el desastre. No es que dudara de la justicia de la ira del pueblo; pero su trabajo, su esperanza, la esencia toda de su vida se encaminaba hacia otra meta.

Caen en el vacío los frenéticos esfuerzos de la Iglesia Católica, sus imposturas, falsedades, calumnias. Ya es condenada por la conciencia humana despierta, de haber repetido una vez más los execrables crímenes del pasado.

Francisco Ferrer es acusado de enseñar a los niños las más estrafalarias ideas, de odiar a Dios, por ejemplo. ¡Qué horror! Ferrer no creía en la existencia de Dios. ¿Para qué enseñar a odiar al niño algo que no existe? ¿No es más creíble que llevara a los niños al aire libre, que les mostrara el esplendor del crepúsculo, la esplendidez del cielo tachonado de estrellas, la impresionante maravilla de las montañas y los mares; que les explicara de modo sencillo y directo la ley del crecimiento, del desarrollo, de la mutua relación de todas las cosas en la vida? Obrando así, hizo imposible para siempre que la semilla ponzoñosa de la Iglesia Católica se practicara un camino en la mente del infante.

Se había afirmado que Ferrer preparaba a los niños para destruir al rico. Historias fantásticas de viejas solteronas. ¿No es más presumible que los preparara para ayudar al pobre? ¿Que les enseñara que la humillación, la degradación, el temor del pobrerío, es un vicio y no una virtud; que sólo la dignidad y todo esfuerzo creador es lo que sostiene la vida y forma el carácter? ¿No es este el medio eficaz por excelencia de hacer la luz sobre la absoluta inutilidad y perjuicio del parasitismo?

Por último, se culpa a Ferrer de desmoralizar al ejército por la propaganda de ideas antimilitaristas. ¿Realmente? Debe haber creído, con Tolstoy, que la guerra es la matanza legalizada que perpetúa el odio y la arrogancia, que roe el corazón de las naciones y las convierte en maniáticas frenéticas.

No obstante, poseemos las propias palabras de Ferrer referente a sus ideas sobre la educación moderna:

Deseo fijar la atención de los que me leen sobre esta idea: todo el valor de la educación reside en el respeto de la voluntad física, intelectual y moral del niño. Así como en ciencia no hay demostración posible más que por los hechos, así también no es verdadera educación sino la que está exenta de todo dogmatismo, que deja al propio niño la dirección de su esfuerzo y que no se propone sino secundarle en su manifestación. Pero no hay nada más fácil que alterar esta significación, y nada más difícil que respetarla. El educador que impone, obliga, violenta siempre; el verdadero educador es el que, contra sus propias ideas y sus voluntades, puede defender al niño, apelando en mayor grado a las energías propias del mismo niño.

Por esta consideración puede juzgarse con qué facilidad se modela la educación y cuán fácil es la tarea de los que quieren dominar al individuo. Los mejores métodos que pueden revelárseles, entre sus manos se convierten en otros tantos instrumentos más poderosos y perfectos de dominación. Nuestro ideal es el de la ciencia y a él recurriremos en demanda del poder de educar al niño favoreciendo su desarrollo por la satisfacción de todas sus necesidades a medida que se manifiesten y se desarrollen.

Estamos persuadidos de que la educación del porvenir será una educación en absoluto espontánea; claro está que no nos es posible realizarla todavía, pero la evolución de los métodos en el sentido de una comprensión más amplia de los fenómenos de la vida, y el hecho de que todo perfeccionamiento significa la supresión de una violencia, todo ello nos indica que estamos en terreno verdadero cuando esperamos de la ciencia la liberación del niño.

No temamos decirlo: queremos hombres capaces de evolucionar incesantemente; capaces de destruir, de renovar constantemente los medios y de renovarse ellos mismos; hombres cuya independencia intelectual sea la fuerza suprema, que no se sujeten jamás a nada; dispuestos siempre a aceptar lo mejor, dichosos por el triunfo de las ideas nuevas en una sola vida. La sociedad teme tales hombres: no puede, pues, esperarse que quiera jamás una educación capaz de producirlos.

Seguiremos atentamente los trabajos de los sabios que estudian al niño, y nos apresuraremos a buscar los medios de aplicar sus experiencias a la educación que queremos fundar, en el sentido de una liberación completa del individuo. Mas ¿cómo conseguiremos nuestro objeto? Poniendo directamente manos a la obra, favoreciendo la fundación de escuelas nuevas donde, en lo posible, se establezca este espíritu de libertad que presentimos ha de dominar toda la obra de la educación del porvenir.

Se ha hecho ya una demostración que por el momento puede dar excelentes resultados. Podemos destruir todo cuanto en la escuela actual responde a la organización de la violencia, los medios artificiales donde los niños se hallan alejados de la naturaleza y de la vida, la disciplina intelectual y moral de que se sirven para imponerle pensamientos hechos, creencias que aniquilan y depravan las voluntades. Sin temor de engañarnos podemos poner al niño en el medio que le solicita, el medio natural donde se ama y donde las impresiones vitales reemplazarán a las fastidiosas lecciones de palabras. Si no hiciéramos más que esto, habríamos preparado en gran parte la emancipación del niño.

Bien sé que no podríamos realizar así todas nuestras esperanzas; que frecuentemente nos veríamos obligados, por carencia de saber, a emplear medios reprobables; pero una certidumbre nos sostendría en nuestros empeños, a saber: que sin alcanzar aún completamente nuestro objeto, haríamos más y mejor, a pesar de la imperfección de nuestra obra, que lo que realiza la escuela actual. Prefiero la espontaneidad libre del niño que nada sabe, a la instrucción de palabras y la deformación intelectual de un niño que ha sufrido la educación que se da actualmente.

Si Ferrer hubiese organizado realmente a los rebeldes, si hubiera luchado en las barricadas, si habría arrojado un centenar de bombas no podría haber sido tan peligroso a la Iglesia Católica y al despotismo como con su oposición a la disciplina y a la coacción. La disciplina y la coacción ¿no son la esencia de todos los males del mundo? La esclavitud, la sumisión, la pobreza, toda la miseria, todas las iniquidades sociales resultan de la disciplina y la coacción. En efecto, Ferrer era peligroso. De ahí que fuera condenado a morir el 13 de octubre de 1909 en el foso de Montjuich. Ahora ¿quién osa afirmar que ha muerto en vano? En vista del inusitado movimiento de indignación universal: Italia nombrando calles en memoria de Francisco Ferrer; Bélgica iniciando un movimiento para erigirle un monumento; Francia movilizando a sus varones más ilustres para recibir y continuar la herencia del mártir; Inglaterra que se adelanta a las otras naciones y publica su biografía; todos los países uniéndose con el propósito de perpetuar la gran obra de Francisco Ferrer; América también, tardía siempre en ideas progresivas, fundando una Asociación Francisco Ferrer, que se propone como fin principal publicar la vida completa de Ferrer y organizar Escuelas Modernas a través de todo el país. Frente a esta ola revolucionaria internacional, ¿quién osaría decir que Francisco Ferrer murió en vano?

¡Qué maravillosa, qué dramática fue la muerte en Montjuich, y cómo estremece el alma humana! Altanero y firme, la mirada interior vuelta hacia la luz, Francisco Ferrer no necesitó sacerdotes que le dieran ánimo, ni hizo reproches a nadie porque le obligaban a dejar este mundo. La conciencia de que sus ejecutores representaban una era moribunda y que él era la verdad naciente, le sostuvo en los heroicos momentos finales.




Notas
(1) Se refiere a Norteamérica.

(2) La Colmena.





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